El milagro del misterio: Andrei Rublev (Andrei Rubilov, Andrei Tarkovski, 1966)

El gran reto, profesional pero, sobre todo, vital, del cineasta ruso Andrei Tarkovski consistió en luchar por conservar la libertad creativa bajo un régimen dictatorial como el soviético, que constreñía sus proyectos, controlaba sus pasos, vigilaba sus intenciones y, siempre dispuesto a aplicar el aparato disciplinario, represivo y sancionador, revisaba y recortaba sus guiones y sus metrajes sin contemplaciones. La manera de abstraerse a esta supervisión, de lo más perniciosa para sus potenciales cualidades como cineasta pero que también contribuía a alimentar su ambición formal, su ingenio y la profundidad de su mirada y del significado simbólico de sus imágenes, fue crear un gigantesco trampantojo de densidad narrativa, tomas largas y multiplicidad de puntos de vista que, diseminando señuelos aquí y allá, despistara a los censores y le permitieran contar todo aquello que se proponía narrar desde un principio, conservando los propósitos y el subtexto deseados. Esta película de 1966, su segundo largometraje, de nuevo con el aliento del control político sobre la nuca, no puede entenderse de otro modo en su totalidad. Nacido como proyecto de guion para la compañía cinematográfica Mosfilm durante el rodaje de La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), Tarkovski no pretendía filmar una biografía convencional del famoso monje pintor, célebre por sus iconos, sino tomar su figura como un doble pretexto narrativo: en primer lugar, como vehículo para aproximarse al complejo puzle identitario ruso, en particular a los sentimientos religiosos del alma rusa y a la relación de los rusos con la abrumadora inmensidad geográfica de su país; en segundo término, pero de modo principal, camuflado bajo la evidencia del anterior, tomar al personaje como símbolo de la libertad artística y de la mermada capacidad de maniobra de los creadores en una coyuntura hostil y represora como la dictadura comunista. En este punto, los nombres se solapan, y el Andrei del personaje histórico protagonista de la película se identifica sin dificultad con el del director, que habla así de su propia situación, extremo que se refuerza con la estructura episódica de la historia, de unos largos 175 minutos, durante los que no pocas veces Rublev se limita a ser mero asistente pasivo a los acontecimientos, testigo mudo de los hechos que suceden y en los que no puede, ni tiene permitido, intervenir, o solo puede hacerlo tras el consentimiento, tácito o explícito, de quienes ejercen la fuerza. El guion, coescrito con Andrei Konchalovski, a punto de iniciar su propia carrera como director, mucho más interesante en su producción rusa que en sus devaneos hollywoodienses, es muestra de una situación paralela a la que narra: fue autorizado por las instancias políticas dos años después, no sin antes obligar a efectuar significativos recortes, que afectaron a la escena de batalla con la que debía dar inicio, así como a otras en las que se contaba una cruel caza de cisnes y el parto de una campesina. La sinopsis del argumento resultante es, con todo, engañosamente simple: a comienzos del siglo XV, el monje pintor Andrei Rublev (Anatoli Solonitsyn) recibe el encargo de acudir a Moscú para pintar los frescos de la catedral de la Asunción del Kremlin. Fuera del aislamiento del monasterio, Rublev contempla las torturas, los crímenes y las matanzas que se producen a lo largo y ancho del país, resultado de las rivalidades entre príncipes y de la presencia de los tártaros, lo cual le aparta de la creación y le lleva a pronunciar un juramento de silencio que solo podrá romperse finalmente en una circunstancia muy concreta.

Inicialmente asignado a Vasili Livanov, el actor que, presumiblemente, sugirió a Tarkovski la posibilidad de filmar la biografía de Rublev, el papel del pintor recayó finalmente en Solonitsyn, un mecánico que participaba en las funciones de una compañía de teatro de aficionados y que viajó a Moscú, a su coste, para visitar al cineasta y convencerle de que era el intérprete más adecuado para el papel, en lo cual Tarkovski acabó plenamente de acuerdo tras realizar las pruebas de cámara que denotaban un rostro sufriente y un profundo tormento interior que enriquecían el personaje (la osadía de Solonitsyn tuvo premio: además de ser actor recurrente en la posterior filmografía de Tarkovski -hasta que su prematura muerte le impidió aparecer en sus dos últimas películas-, formó parte del reparto de más de cuarenta filmes, de los más importantes del cine soviético, en el breve periodo de dieciséis años, llegando a ganar un Oso de Plata al mejor actor en el festival de Berlín). Comenzada la filmación en 1964, esta resultó de lo más accidentada, primero por el desvío de más de trescientos mil rublos del presupuesto (estimado inicialmente en un millón seiscientos mil) a la colosal producción de cuatro partes y más de siete horas de metraje que Sergéi Bondarchuk estaba realizando de Guerra y paz, pero también por las dificultades logísticas que implicaba la lejanía entre las distintas localizaciones escogidas, así como el mal tiempo y las nevadas que impidieron rodar en exteriores entre noviembre de 1965 y abril de 1966. No acabaron ahí los problemas: recortada y con problemas de exhibición, se hicieron copias de distintos metrajes (de 140 al original de 205 minutos), siendo la versión más extendida la estándar de 175. La película supuso así la confirmación de los cada vez mayores problemas de Tarkovski con la oficialidad soviética, que cristalizaron en el hecho de que entre este título y el siguiente, Solaris, transcurriera más de un lustro, lo que, de algún modo, venía a confirmar la certeza y la agudeza del tratamiento que el cineasta había hecho del personaje de Rublev.

La escasez de datos conservados de la vida del pintor y la riqueza de su obra artística, caracterizada por la limpieza de los trazos, el virtuosismo en el uso del color, la serenidad y sencillez formal y el sustrato místico de sus composiciones y su expresividad (casi podría decirse otro tanto del cine de Tarkovski), permiten al guion rellenar los huecos a su antojo y crear un grandioso y sugestivo mosaico formal, en un contrastado blanco y negro (lejos, por tanto, del rico cromatismo de la obra de Rublev) y con una estética entre realista y onírica, una película sensible y delicada que a veces parece una superproducción colosalista pero que, huyendo de la cronología vital de Rublev o de los distintos episodios históricos y de los hechos probados, construye un intenso y tortuoso periplo narrativo que conecta la personalidad y la postura artística del personaje con las del propio director. No es, por tanto, el aspecto formal sino la profundidad espiritual, el sentido de búsqueda artística, lo que impregna a Tarkovski de la figura y de la obra de Rublev. Una identificación que permite igualmente al cineasta establecer un paralelismo entre la Rusia del siglo XV y la Unión Soviética del momento, una atmósfera de abusos, despotismo y violencia administrada a capricho en la que resulta prácticamente imposible encontrar tiempos y espacios en los que hallar la verdad, la belleza o la pureza. Algo también completamente fuera del alcance de Rublev cuando, consumido por el sentimiento de culpa a raíz de haber causado la muerte de un semejante, se aparte del arte y del mundo y reniega incluso del uso de su propia voz. Un silencio que tiene su correspondencia en las restricciones y prohibiciones que el régimen comunista imponía a los creadores (Boris Pasternak se había visto obligado a renunciar al premio Nobel cinco años antes de la realización del filme), y que discutido y quebrantado por Tarkovski, le ocasionó multitud de problemas (Andrei Rublev no se estrenó hasta 1971 en la Unión Soviética) y le llevó a probar fortuna fuera del país, en Italia y en Suecia, con un alto coste personal y familiar.

La gran virtud del guion radica en su estructura en capítulos, narrados cronológicamente y centrados en historias, personajes y situaciones diferentes pero con personajes comunes, conexiones e influencias entre sí, contados in media res, sin principio ni final, pero que se expanden y completan en los otros capítulos. El más logrado e impactante de ellos es el último, La campana, la historia de un joven que, tras el ataque y saqueo de su pueblo, salva su vida al convencer a los tártaros de que el maestro campanero, muerto en el combate, le ha revelado los secretos y las técnicas para el fundido de una enorme campana de bronce, y de cómo, incluso engañándose a sí mismo, intenta lograr este propósito, haciendo de la necesidad virtud y encontrando una fortaleza de cuerpo y espíritu que desconocía poseer ante la pasividad del atormentado Rublev, personaje en el que el muchacho, finalmente, se encuentra. Sentimiento recíproco, y que, a través de la piedad, la compasión y la comprensión honda del alma humana, rescata al monje pintor de su retiro. El sonido de la campana se conforma así como un latido o una pulsión que conecta los cielos, las tormentas, las montañas, los ríos, los bosques, las interminables llanuras, y también los desastres de la guerra, las hogueras, las demoliciones, la destrucción, la muerte, con el amor y la fe, con la pasión creadora y el instinto artístico, con la búsqueda de una verdad siempre esquiva. En una palabra, es el latido del misterio. Más allá de abordar las relaciones entre el hombre y Dios o la naturaleza, entre el pintor y su obra, entre el artista y el pueblo, entre el ciudadano ruso y la inmensidad de su país, pero también de este como concepción mental, casi mística, la verdadera esencia de esta obra maestra de Tarkovski está en su combinación de luz y oscuridad (los blancos negros contrastados subrayan este motivo), de ruido y silencio, de rostros esculpidos por la cámara y paisajes interminables, sin fondo. La película, en fin, aborda el misterio de la creación artística en paralelo al misterio de la vida y de la muerte, y afirma la necesidad del arte (incluido el cine) desde su dimensión espiritual, moral y social.

Antibelicismo de época: Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)

La fama de esta superproducción histórica de Dino de Laurentiis se debe a razones en su mayoría colaterales. La contratación de figuras importantes del momento para los papeles principales (Rod Steiger y Christopher Plummer), la participación de actores veteranos en roles secundarios (Orson Welles, Jack Hawkins y Michael Wilding), la dirección a cargo de quien poco tiempo antes había recibido el primer Oscar a la mejor película extranjera para el cine soviético por su versión de más de seis horas de Guerra y Paz, el ucraniano Sergei Bondarchuk, la música compuesta por Nino Rota y el enorme despliegue material y humano para las secuencias de batalla en los exteriores escogidos en Ucrania, con miles y miles de soldados del Ejército Rojo, gran cantidad de ellos completamente pertrechados con uniformes, armas y equipo de principios del siglo XIX, como extras interpretando a las tropas contendientes, no fueron suficientes para compensar en taquilla la enorme suma invertida y obtener beneficios, lo que hizo que Metro-Goldwyn-Mayer primero, y United Artists después, temerosas de emular el gran fiasco económico sufrido por los productores italianos, obligaran a cancelar el gran proyecto que sobre la figura de Napoleón Bonaparte llevaba años preparando Stanley Kubrick, y parte de cuya ingente cantidad de materiales, convenientemente reciclados y readaptados, pudo utilizarse para algunos pasajes de su adaptación de Barry Lyndon (1975). Los acuerdos comerciales italo-soviéticos puestos en marcha entre finales de los sesenta y mediados de los ochenta (entre otros, los de la Fiat italiana con la compañía soviética AvtoVAZ para lanzar al mercado los Lada), que posibilitaron, en su apartado cinematográfico, el trasiego entre un país y otro de directores como el propio Bondarchuk, Mikhalkov, Tarkovski o De Sica, entre otros, tienen en esta película ambientada en las guerras napoleónicas uno de sus mayores y más catastróficos exponentes, en lo económico y, no tanto, en lo artístico. Y es que la voluntad de colosalismo, el intento de emular las grandes superproducciones historicistas de Hollywood, tanto en formato panorámico como en riqueza de medios para llenar cada fotograma, pasaron una copiosa factura en ambos aspectos a un proyecto al que el tiempo, sin llegar a recuperarlo del todo, le ha ido sentando algo mejor.

La película se inicia con un prólogo que ya muestra a las claras parte de las intenciones y del tono del filme. En un suntuoso palacio parisino, Napoleón Bonaparte (Rod Steiger) se ve forzado a claudicar ante los aliados europeos que poco tiempo atrás le han derrotado en Leipzig y que ahora se encuentran a las puertas de París. A pesar de su fuerza interior, de su optimismo, de su confianza en sí mismo, de sus aires mesiánicos, Bonaparte es abandonado por sus generales, que defienden la inutilidad de toda resistencia, alegan el agotamiento de Francia y de las tropas y la inexistencia de relevos adecuados y la imposibilidad de nuevas levas para continuar la guerra. Este comienzo marca también el modo de interpretar el personaje por parte de Steiger, un recital de sobreactuaciones, muecas, ademanes, desvanecimientos y estallidos febriles casi operístico, por momentos hasta caricaturesco e involuntariamente cómico, alternados con instantes de concentración reflexiva, tormento interior, pomposos monólogos dirigidos a sí mismo y miradas al vacío, en ocasiones (en la secuencia de la comida previa a la batalla definitiva) con los ojos abiertos como huevos. Tras los créditos comienza la acción en sí misma, que se divide en dos partes: una, puede decirse que «de interiores», en la que, por un lado, Napoleón, recién evadido de Elba y apoyado por apenas un millar de soldados de la Guardia Imperial, amenaza París y las tropas enviadas por Luis XVIII (Orson Welles) para interceptarlo, comandadas por el mariscal Ney (Dan O’Herlihy), se unen a él, y por otro, transcurre entre los primeros preparativos de Napoleón durante los llamados Cien Días para rehabilitar su Gobierno y preparar un ejército para atacar a los aliados en Bélgica; una segunda, situada en Bruselas, en el baile de gala durante el que Wellington (Plummer) tiene noticia de la irrupción de los franceses por Charleroi y se da cuenta de que las tropas británicas y prusianas, que poco antes se han dividido, han sido sorprendidas y copadas aun antes de que puedan presentar batalla. Esta fase termina en una pequeña sala del palacio supuestamente bruselense, en la que Wellington, tras observar el mapa de situación de las tropas y constatar que los prusianos están siendo perseguidos por un ala del ejército francés, traza un círculo alrededor de la localidad cerca de la que las tropas británicas pueden reagruparse, girar y encontrarse de frente a frente con las fuerzas de Napoleón: Waterloo.

En este punto de inicio el objeto central de la película, la narración de la batalla, espectacular en sus tomas aéreas y en los movimientos de masas, entre banderas, formaciones milimétricas de la infantería, columnas de caballería, puestos de artillería y coloridos uniformes por doquier, marchas militares, tambores de guerra y gaitas escocesas. El guion centraliza la acción en unos pocos personajes, los protagonistas principales, los generales de cada bando y sus respectivos estados mayores, por una parte, y la consabida en estos casos atención parcial a personajes anónimos, sargentos y soldados, a los que seguir sobre el terreno. En cuanto a las operaciones militares en sí mismas, el único sector diferenciado y con protagonismo propio, sobre le que se hace recaer todo el peso visual significativo del combate (el alzado y arriado de banderas), es la granja de Hougoumont, asaltada durante horas por los franceses y por fin tomada a media tarde, y posteriormente recuperada por los británicos horas después, justo antes del giro sorpresivo final, cuando Napoleón creía tener la batalla ganada pero las tropas que irrumpen en el campo de batalla al final de la jornada no son las que él envió en persecución de los prusianos, sino estos, al mando de Blücher (Serghej Zakhariazde), lo cual decide el combate en contra de Francia. Aquí se abre el epílogo, a un tiempo demorado y acelerado. En primer lugar se muestra el heroísmo de la Guardia Imperial de Napoleón, que prefiere morir a rendirse, y que marca la derrota definitiva, la pérdida total de las fuerzas del emperador y la inevitabilidad de su captura, su exilio y su muerte. En segundo término, el discurso antibelicista se sustenta en el detenido paseo a caballo de Wellington por el escenario de la batalla poblado de cadáveres, sangre y destrucción, y en sus frases de guion sobre la desolación de la victoria y su proximidad a la derrota. Como colofón, un tanto abrupto y narrado por encima, en contraposición a la atención que el personaje ha recibido en todo el extenso metraje anterior, el emperador derrotado huye del campo camino de su adivinado destino.

El tiempo ha dado a la película una patina de superproducción de la que probablemente en su vida comercial se vio privada debido a las imperfecciones en la construcción. No se explora en profundidad la psicología de los personajes ni la interacción entre ellos, las tramas secundarias (los romances de algunos combatientes, sus historias personales, las relaciones entre algunos de ellos) quedan apenas esbozadas pero sin desarrollo, o este se limita a lo tópico y superficial, las grandes secuencias «emocionales» de Bonaparte quedan sometidas al imperio gesticulante, vociferante y gestual de Steiger, y todo se fía a las grandes secuencias de desplazamiento de masas y de combate, pero su efectividad queda muy mermada. Primero, porque el despliegue humano no siempre es presentado con sentido, es más una acumulación de hipotética carne de cañón que un personaje colectivo con un sentido narrativo concreto. Grandes tomas aéreas recorren el campo, tomas cenitales muestras la perfecta formación en hileras de ataque o en cuadros de defensa de la caballería francesa o de la infantería británica, pero, exceptuando el caso de la granja, ningún escenario particular de la batalla adquiere protagonismo propio o merece minutos en el metraje. La batalla no se cuenta apenas visualmente, solo se enseña, y la confusión que podría resultar realista al espectador en tanto que experiencia inmersiva (que se dice ahora) acerca de lo que podía significar sentirse perdido en una batalla del siglo XIX, entre explosiones, humo de incendios y de pólvora, cargas y movimientos imposibles de descrifrar en conjunto para quien marcha a pie o cambia continuamente de dirección a caballo, se diluye en la falta de una narrativa clara, en la pérdida de rumbo de algo que se quiera contar a corto plazo, más allá del sabido resultado de la contienda. De modo que son los personajes los que, bien dirigiéndose a otros, bien proclamándose cosas a sí mismos, tienen que ilustrar de viva voz lo que la cámara debería mostrar, comentando los avatares favorables o desfavorables de los distintos estadios de la lucha. Tampoco está construido el suspense relativo a si las tropas que se dirigen al final hacia el campo de batalla y van a inclinar decisivamente la balanza son las francesas o las prusianas, desembocando en un final que, a pesar de lo que dice la historia, puede considerarse dramáticamente caprichoso (por lo que la película cuenta, tanto podrían ser unas como otras, porque sí).

El resultado es una película extrañamente fría y distante, que se limita a pintar un gigantesco cuadro historicista de la batalla de Waterloo, fabricado a trazos gruesos, alejado de toda intimidad y de una mirada detallista y particularizada, y cuyo retrato más próximo a los personajes, bastante acertado en cuanto al elitista y aristocrático Wellington (aunque le dedique menos tiempo de metraje y apenas unas puntadas en su caracterización, o tal vez gracias a eso) pero que en lo que atañe a Napoleón se ve lastrado por la afectación constante de Steiger, no llega a elevarse por encima del tono funcional que maneja todo el conjunto. Vibrante por momentos, épica casi nunca, la película no logra elevarse como obra cinematográfica por encima de la historia que pretende contar y que, de algún modo, resulta fragmentaria, incompleta, tan a vuelapluma como las tomas aéras sobre el campo de Waterloo.

El caos de Akira Kurosawa

Las películas no son planas. Son esferas multifacéticas.

 

Con un buen guión puedes hacer una película buena o una película mala. Con un mal guión sólo tendrás películas malas.

 

Ran es una serie de acontecimientos humanos observados desde el cielo.

 

Akira Kurosawa

Tras el estreno en 1970 de la primera película en color de Akira Kurosawa, Dodeskaden, en Japón nadie quiere saber nada más de él ni de su cine. Se le considera una antigüedad arqueológica, un pintoresco resto de otro tiempo alejado de la modernidad, incompatible con ella. Dolido y desesperado ante el rechazo generalizado de todo un país a su cineasta más importante e influyente, se hunde en una profunda depresión e intenta poner fin a su vida con toda la solemnidad y el ceremonial de los que, como el cine ha mostrado tantas veces, sólo un japonés es capaz. Kurosawa siempre llevó la muerte muy a flor de piel; su admirado hermano Heigo, quien le insuflara su amor por el cine, el mismo que le obligó a recorrer las ruinas del terremoto de 1923 para mirar de frente los cadáveres y educarlo en la superación de sus miedos, terminó suicidándose. Sin embargo, Kurosawa estaba habituado al rechazo o cuando menos a ser considerado un personaje controvertido, y quizá hay que explicar su intento de suicidio en el marco de una crisis existencial provocada por la ancianidad y la cercanía de la muerte. Su reputación de luces y sombras va ligada a dos características muy marcadas de su personalidad como cineasta: por un lado, su obsesiva forma de trabajar con los actores y su carácter autoritario y perfeccionista hasta la extenuación, rasgos que le valieron el apelativo de El Emperador, y por otro, su acentuado eclecticismo entre oriente y occidente, la voluntad artística de sintetizar historias, estéticas, ambientes y valores puramente japoneses con la tradición literaria occidental, en particular la obra de autores como Shakespeare, Dostoievski, Gorki o Simenon. Esta doble naturaleza está presente en Kurosawa desde su propio nacimiento y salpica toda su obra.

Nacido en Tokio en 1910, en pleno estertor de la dinastía Meiji, en el seno de una familia acomodada de origen samurai influida por la modernidad (su padre, Isamu, severísimo e intransigente, solía limpiar, afilar y pulir entre maldiciones su katana; su hermano Heigo trabajaba en las salas de cine mudo como narrador para el público), su primera afición fue la pintura, en particular la obra de Van Gogh, cuya estética inspira buena parte de las composiciones de sus filmes en color. Estudiante de Bellas Artes, en 1936 accede por oposición a un empleo como guionista y ayudante de dirección en los estudios Toho, donde debutará como director durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras unos inicios lastrados por el cine de encargo y la falta de libertad creativa fruto de la censura, no tarda mucho en mostrar lo que puede dar de sí gracias a dos películas, El perro rabioso (Nora inu, 1949), su encuentro con dos de sus baluartes interpretativos, Toshiro Mifune y Takashi Shimura, historia contada en clave de thriller negro salpicado de tradiciones y convenciones japonesas de un policía al que roban su pistola y que se sumerge en los bajos fondos de Tokio para recuperarla, y su gran obra maestra Rashomon (1950), la película que da a conocer al resto del mundo la existencia de un cine japonés diferente a las sempiternas cintas históricas de samuráis. Premiada con el León de Oro en Venecia, contiene todas las notas fundamentales del cine de Kurosawa: profundidad filosófica, crisis existencial, gran calidad estética deudora tanto de sus gustos pictóricos como de la puesta en escena Nô y Kabuki del teatro japonés, y un estilo que combina a partes iguales sencillez y solemnidad, elementos de una gran belleza plástica con cuestiones psicológicas, sociales, sentimentales e incluso políticas, normalmente de corte nacionalista. Su dominio de la técnica cinematográfica, especialmente del ritmo narrativo, del montaje y del uso del color y del blanco y negro, además de su gran conocimiento del teatro y de la capacidad expresiva de los actores hacen que su cine sea el más asequible para el espectador occidental y sirva de inspiración y modelo tanto para directores japoneses (Mizoguchi, Inagaki, Imamura) como occidentales (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas). Rashomon, convertida por Hollywood en el western Cuatro confesiones (The Outrage, Martin Ritt, 1964), Los siete samuráis (Sichinin no samurai, 1954), adaptada por John Sturges en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) o Yojimbo (1961), origen de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dolari, Sergio Leone, 1964), suponen el cierre de un círculo. Kurosawa se nutre de todo un caudal narrativo occidental para construir historias épicas o cercanas a la realidad japonesa contemporánea en películas que a su vez son fuente y punto de referencia para la renovación de las formas de narrar caducas y encasilladas del cine europeo y norteamericano.

La carrera de Kurosawa durante los cincuenta y los sesenta es una sucesión de obras maestras: Vivir (Ikiru, 1952), impagable reflexión sobre la vida y la muerte, Trono de sangre (Kumonosu jo, 1957), celebrada aproximación a Shakespeare que está considerada la mejor versión cinematográfica de Macbeth, incluso por encima de la de Orson Welles, La fortaleza escondida (Kakushi toride no San-Akunin, 1958), inspiración para George Lucas de buena parte del argumento de la saga de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962), El infierno del odio (Tengoku to jinogu, 1963), Barbarroja (Akahige, 1965)… Pero con la llegada de los setenta, en Japón se le considera agotado. Arruinado como productor por el fracaso de sus cintas en el país, Dodeskaden no le permite levantar el vuelo y se ve forzado a emigrar en busca de financiación. Continuar leyendo «El caos de Akira Kurosawa»

Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)

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La invasión napoleónica de Rusia y el proceso paralelo de crecimiento y maduración de una muchacha de buena familia, la dulce y generosa Nathasa Rostova. Resulta más fácil resumir en una frase el esqueleto argumental de la monumental obra de Tolstoi que trasladarla a la pantalla, aun utilizando para ello tres horas y cuarto de metraje. Aunque King Vidor salió más que airoso de un desafío artístico y técnico harto complicado, no obtuvo el favor del público en la taquilla, lo cual, unido a los inmensos costes de producción, supuso un fuerte contratiempo en la carrera de un director que venía de la edad de los pioneros y que sólo rodaría una película más. Producida por Dino de Laurentiis y concebida como una de las más grandes superproducciones cinematográficas de la era de las superproducciones cinematográficas que trataba de imponerse por aplastamiento al incipiente reinado doméstico de la televisión, la película pretendía atesorarlo todo: una fuente literaria de prestigio, un guión en el que intervinieron más de media docena de escritores (entre ellos Irwin Shaw, Mario Camerini o el propio Vidor), un director consagrado cuya carrera hundía sus raíces en la etapa muda del cine, un operador de fotografía de primer nivel (Jack Cardiff), un compositor reputadísimo (Nino Rota), y un reparto de grandes figuras del cine norteamericano y europeo que pudiera atraer al público a las pantallas, con Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Vittorio Gassman, Herbert Lom, Anita Ekberg, Oskar Homolka, Jeremy Brett o John Mills. Hoy en día, el paciente visionado de la película tiene premio, descubrir un catálogo de exquisitas interpretaciones enmarcadas por una fotografía excepcional.

Vidor capta la esencia de la obra de Tolstoi contraponiendo acertadamente, a través de los personajes de Pierre Bezukhov (Fonda) y el príncipe Andrei Bolkonsky (Ferrer), la doble naturaleza del argumento: ambos mantienen una estrecha relación con Natasha y se ven involucrados, cada uno a su manera, en los excepcionales acontecimientos que sacuden la vida de su país: Pierre es un hombre pacifista e ilustrado, que ve en Napoleón el libertador democrático de Europa antes de desengañarse cuando contempla la batalla de Borodino y el comportamiento de las tropas francesas en las zonas ocupadas; Andrei, que ha perdido a su esposa en el parto de su hijo, es un militar y diplomático que, salvado de morir por los médicos de Napoleón, lucha en una guerra militarmente perdida con la abnegación de un país capaz de arrasar sus propias ciudades y cultivos para no dejar nada valioso en manos del enemigo. El polo alrededor del que gira todo es, por supuesto, Natasha (Audrey Hepburn), la muchacha que descubre al mismo tiempo el amor y la guerra, que abre la película asistiendo a un desfile con la ilusión y la traviesa impaciencia de una niña, y la termina como la mujer de la casa, tomando las primeras decisiones para la reconstrucción en ella de su vida familiar.

El amor y la guerra marchan en paralelo. Los desengaños románticos, de Pierre hacia su mujer (Anita Ekberg), de Natasha hacia Kuragin (Gassman), de Andrei hacia Natasha…, tienen su paralelo en lo político, con Pierre renegando de su antigua admiración por Napoleón (como sucediera igualmente con figuras históricas de la talla de Beethoven, por ejemplo), e incluso en lo militar, con un país avergonzado de un ejército que huye ante el avance francés, que no entiende la estrategia emprendida por el viejo mariscal Kutuzov (Oskar Homolka), paciencia y tiempo, que es la que finalmente conducirá a las armas rusas a la victoria. Continuar leyendo «Tierra quemada en el amor y en la guerra: Guerra y paz (War and peace, King Vidor, 1956)»