Antibelicismo de época: Waterloo (Sergei Bondarchuk, 1970)

La fama de esta superproducción histórica de Dino de Laurentiis se debe a razones en su mayoría colaterales. La contratación de figuras importantes del momento para los papeles principales (Rod Steiger y Christopher Plummer), la participación de actores veteranos en roles secundarios (Orson Welles, Jack Hawkins y Michael Wilding), la dirección a cargo de quien poco tiempo antes había recibido el primer Oscar a la mejor película extranjera para el cine soviético por su versión de más de seis horas de Guerra y Paz, el ucraniano Sergei Bondarchuk, la música compuesta por Nino Rota y el enorme despliegue material y humano para las secuencias de batalla en los exteriores escogidos en Ucrania, con miles y miles de soldados del Ejército Rojo, gran cantidad de ellos completamente pertrechados con uniformes, armas y equipo de principios del siglo XIX, como extras interpretando a las tropas contendientes, no fueron suficientes para compensar en taquilla la enorme suma invertida y obtener beneficios, lo que hizo que Metro-Goldwyn-Mayer primero, y United Artists después, temerosas de emular el gran fiasco económico sufrido por los productores italianos, obligaran a cancelar el gran proyecto que sobre la figura de Napoleón Bonaparte llevaba años preparando Stanley Kubrick, y parte de cuya ingente cantidad de materiales, convenientemente reciclados y readaptados, pudo utilizarse para algunos pasajes de su adaptación de Barry Lyndon (1975). Los acuerdos comerciales italo-soviéticos puestos en marcha entre finales de los sesenta y mediados de los ochenta (entre otros, los de la Fiat italiana con la compañía soviética AvtoVAZ para lanzar al mercado los Lada), que posibilitaron, en su apartado cinematográfico, el trasiego entre un país y otro de directores como el propio Bondarchuk, Mikhalkov, Tarkovski o De Sica, entre otros, tienen en esta película ambientada en las guerras napoleónicas uno de sus mayores y más catastróficos exponentes, en lo económico y, no tanto, en lo artístico. Y es que la voluntad de colosalismo, el intento de emular las grandes superproducciones historicistas de Hollywood, tanto en formato panorámico como en riqueza de medios para llenar cada fotograma, pasaron una copiosa factura en ambos aspectos a un proyecto al que el tiempo, sin llegar a recuperarlo del todo, le ha ido sentando algo mejor.

La película se inicia con un prólogo que ya muestra a las claras parte de las intenciones y del tono del filme. En un suntuoso palacio parisino, Napoleón Bonaparte (Rod Steiger) se ve forzado a claudicar ante los aliados europeos que poco tiempo atrás le han derrotado en Leipzig y que ahora se encuentran a las puertas de París. A pesar de su fuerza interior, de su optimismo, de su confianza en sí mismo, de sus aires mesiánicos, Bonaparte es abandonado por sus generales, que defienden la inutilidad de toda resistencia, alegan el agotamiento de Francia y de las tropas y la inexistencia de relevos adecuados y la imposibilidad de nuevas levas para continuar la guerra. Este comienzo marca también el modo de interpretar el personaje por parte de Steiger, un recital de sobreactuaciones, muecas, ademanes, desvanecimientos y estallidos febriles casi operístico, por momentos hasta caricaturesco e involuntariamente cómico, alternados con instantes de concentración reflexiva, tormento interior, pomposos monólogos dirigidos a sí mismo y miradas al vacío, en ocasiones (en la secuencia de la comida previa a la batalla definitiva) con los ojos abiertos como huevos. Tras los créditos comienza la acción en sí misma, que se divide en dos partes: una, puede decirse que «de interiores», en la que, por un lado, Napoleón, recién evadido de Elba y apoyado por apenas un millar de soldados de la Guardia Imperial, amenaza París y las tropas enviadas por Luis XVIII (Orson Welles) para interceptarlo, comandadas por el mariscal Ney (Dan O’Herlihy), se unen a él, y por otro, transcurre entre los primeros preparativos de Napoleón durante los llamados Cien Días para rehabilitar su Gobierno y preparar un ejército para atacar a los aliados en Bélgica; una segunda, situada en Bruselas, en el baile de gala durante el que Wellington (Plummer) tiene noticia de la irrupción de los franceses por Charleroi y se da cuenta de que las tropas británicas y prusianas, que poco antes se han dividido, han sido sorprendidas y copadas aun antes de que puedan presentar batalla. Esta fase termina en una pequeña sala del palacio supuestamente bruselense, en la que Wellington, tras observar el mapa de situación de las tropas y constatar que los prusianos están siendo perseguidos por un ala del ejército francés, traza un círculo alrededor de la localidad cerca de la que las tropas británicas pueden reagruparse, girar y encontrarse de frente a frente con las fuerzas de Napoleón: Waterloo.

En este punto de inicio el objeto central de la película, la narración de la batalla, espectacular en sus tomas aéreas y en los movimientos de masas, entre banderas, formaciones milimétricas de la infantería, columnas de caballería, puestos de artillería y coloridos uniformes por doquier, marchas militares, tambores de guerra y gaitas escocesas. El guion centraliza la acción en unos pocos personajes, los protagonistas principales, los generales de cada bando y sus respectivos estados mayores, por una parte, y la consabida en estos casos atención parcial a personajes anónimos, sargentos y soldados, a los que seguir sobre el terreno. En cuanto a las operaciones militares en sí mismas, el único sector diferenciado y con protagonismo propio, sobre le que se hace recaer todo el peso visual significativo del combate (el alzado y arriado de banderas), es la granja de Hougoumont, asaltada durante horas por los franceses y por fin tomada a media tarde, y posteriormente recuperada por los británicos horas después, justo antes del giro sorpresivo final, cuando Napoleón creía tener la batalla ganada pero las tropas que irrumpen en el campo de batalla al final de la jornada no son las que él envió en persecución de los prusianos, sino estos, al mando de Blücher (Serghej Zakhariazde), lo cual decide el combate en contra de Francia. Aquí se abre el epílogo, a un tiempo demorado y acelerado. En primer lugar se muestra el heroísmo de la Guardia Imperial de Napoleón, que prefiere morir a rendirse, y que marca la derrota definitiva, la pérdida total de las fuerzas del emperador y la inevitabilidad de su captura, su exilio y su muerte. En segundo término, el discurso antibelicista se sustenta en el detenido paseo a caballo de Wellington por el escenario de la batalla poblado de cadáveres, sangre y destrucción, y en sus frases de guion sobre la desolación de la victoria y su proximidad a la derrota. Como colofón, un tanto abrupto y narrado por encima, en contraposición a la atención que el personaje ha recibido en todo el extenso metraje anterior, el emperador derrotado huye del campo camino de su adivinado destino.

El tiempo ha dado a la película una patina de superproducción de la que probablemente en su vida comercial se vio privada debido a las imperfecciones en la construcción. No se explora en profundidad la psicología de los personajes ni la interacción entre ellos, las tramas secundarias (los romances de algunos combatientes, sus historias personales, las relaciones entre algunos de ellos) quedan apenas esbozadas pero sin desarrollo, o este se limita a lo tópico y superficial, las grandes secuencias «emocionales» de Bonaparte quedan sometidas al imperio gesticulante, vociferante y gestual de Steiger, y todo se fía a las grandes secuencias de desplazamiento de masas y de combate, pero su efectividad queda muy mermada. Primero, porque el despliegue humano no siempre es presentado con sentido, es más una acumulación de hipotética carne de cañón que un personaje colectivo con un sentido narrativo concreto. Grandes tomas aéreas recorren el campo, tomas cenitales muestras la perfecta formación en hileras de ataque o en cuadros de defensa de la caballería francesa o de la infantería británica, pero, exceptuando el caso de la granja, ningún escenario particular de la batalla tiene adquiere protagonismo propio o merece minutos en el metraje. La batalla no se cuenta apenas visualmente, solo se enseña, y la confusión que podría resultar realista al espectador en tanto que experiencia inmersiva (que se dice ahora) acerca de lo que podía significar sentirse perdido en una batalla del siglo XIX, entre explosiones, humo de incendios y de pólvora, cargas y movimientos imposibles de descrifrar en conjunto para quien marcha a pie o cambia continuamente de dirección a caballo, se diluye en la falta de una narrativa clara, en la pérdida de rumbo de algo que se quiera contar a corto plazo, más allá del sabido resultado de la contienda. De modo que son los personajes los que, bien dirigiéndose a otros, bien proclamándose cosas a sí mismos, tienen que ilustrar de viva voz lo que la cámara debería mostrar, comentando los avatares favorables o desfavorables de los distintos estadios de la lucha. Tampoco está construido el suspense relativo a si las tropas que se dirigen al final hacia el campo de batalla y van a inclinar decisivamente la balanza son las francesas o las prusianas, desembocando en un final que, a pesar de lo que dice la historia, puede considerarse dramáticamente caprichoso (por lo que la película cuenta, tanto podrían ser unas como otras, porque sí).

El resultado es una película extrañamente fría y distante, que se limita a pintar un gigantesco cuadro historicista de la batalla de Waterloo, fabricado a trazos gruesos, alejado de toda intimidad y de una mirada detallista y particularizada, y cuyo retrato más próximo a los personajes, bastante acertado en cuanto al elitista y aristocrático Wellington (aunque le dedique menos tiempo de metraje y apenas unas puntadas en su caracterización, o tal vez gracias a eso) pero que en lo que atañe a Napoleón se ve lastrado por la afectación constante de Steiger, no llega a elevarse por encima del tono funcional que maneja todo el conjunto. Vibrante por momentos, épica casi nunca, la película no logra elevarse como obra cinematográfica por encima de la historia que pretende contar y que, de algún modo, resulta fragmentaria, incompleta, tan a vuelapluma como las tomas aéras sobre el campo de Waterloo.

El caos de Akira Kurosawa

Las películas no son planas. Son esferas multifacéticas.

 

Con un buen guión puedes hacer una película buena o una película mala. Con un mal guión sólo tendrás películas malas.

 

Ran es una serie de acontecimientos humanos observados desde el cielo.

 

Akira Kurosawa

Tras el estreno en 1970 de la primera película en color de Akira Kurosawa, Dodeskaden, en Japón nadie quiere saber nada más de él ni de su cine. Se le considera una antigüedad arqueológica, un pintoresco resto de otro tiempo alejado de la modernidad, incompatible con ella. Dolido y desesperado ante el rechazo generalizado de todo un país a su cineasta más importante e influyente, se hunde en una profunda depresión e intenta poner fin a su vida con toda la solemnidad y el ceremonial de los que, como el cine ha mostrado tantas veces, sólo un japonés es capaz. Kurosawa siempre llevó la muerte muy a flor de piel; su admirado hermano Heigo, quien le insuflara su amor por el cine, el mismo que le obligó a recorrer las ruinas del terremoto de 1923 para mirar de frente los cadáveres y educarlo en la superación de sus miedos, terminó suicidándose. Sin embargo, Kurosawa estaba habituado al rechazo o cuando menos a ser considerado un personaje controvertido, y quizá hay que explicar su intento de suicidio en el marco de una crisis existencial provocada por la ancianidad y la cercanía de la muerte. Su reputación de luces y sombras va ligada a dos características muy marcadas de su personalidad como cineasta: por un lado, su obsesiva forma de trabajar con los actores y su carácter autoritario y perfeccionista hasta la extenuación, rasgos que le valieron el apelativo de El Emperador, y por otro, su acentuado eclecticismo entre oriente y occidente, la voluntad artística de sintetizar historias, estéticas, ambientes y valores puramente japoneses con la tradición literaria occidental, en particular la obra de autores como Shakespeare, Dostoievski, Gorki o Simenon. Esta doble naturaleza está presente en Kurosawa desde su propio nacimiento y salpica toda su obra.

Nacido en Tokio en 1910, en pleno estertor de la dinastía Meiji, en el seno de una familia acomodada de origen samurai influida por la modernidad (su padre, Isamu, severísimo e intransigente, solía limpiar, afilar y pulir entre maldiciones su katana; su hermano Heigo trabajaba en las salas de cine mudo como narrador para el público), su primera afición fue la pintura, en particular la obra de Van Gogh, cuya estética inspira buena parte de las composiciones de sus filmes en color. Estudiante de Bellas Artes, en 1936 accede por oposición a un empleo como guionista y ayudante de dirección en los estudios Toho, donde debutará como director durante la Segunda Guerra Mundial.

Tras unos inicios lastrados por el cine de encargo y la falta de libertad creativa fruto de la censura, no tarda mucho en mostrar lo que puede dar de sí gracias a dos películas, El perro rabioso (Nora inu, 1949), su encuentro con dos de sus baluartes interpretativos, Toshiro Mifune y Takashi Shimura, historia contada en clave de thriller negro salpicado de tradiciones y convenciones japonesas de un policía al que roban su pistola y que se sumerge en los bajos fondos de Tokio para recuperarla, y su gran obra maestra Rashomon (1950), la película que da a conocer al resto del mundo la existencia de un cine japonés diferente a las sempiternas cintas históricas de samuráis. Premiada con el León de Oro en Venecia, contiene todas las notas fundamentales del cine de Kurosawa: profundidad filosófica, crisis existencial, gran calidad estética deudora tanto de sus gustos pictóricos como de la puesta en escena Nô y Kabuki del teatro japonés, y un estilo que combina a partes iguales sencillez y solemnidad, elementos de una gran belleza plástica con cuestiones psicológicas, sociales, sentimentales e incluso políticas, normalmente de corte nacionalista. Su dominio de la técnica cinematográfica, especialmente del ritmo narrativo, del montaje y del uso del color y del blanco y negro, además de su gran conocimiento del teatro y de la capacidad expresiva de los actores hacen que su cine sea el más asequible para el espectador occidental y sirva de inspiración y modelo tanto para directores japoneses (Mizoguchi, Inagaki, Imamura) como occidentales (Scorsese, Coppola, Spielberg, Lucas). Rashomon, convertida por Hollywood en el western Cuatro confesiones (The Outrage, Martin Ritt, 1964), Los siete samuráis (Sichinin no samurai, 1954), adaptada por John Sturges en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) o Yojimbo (1961), origen de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dolari, Sergio Leone, 1964), suponen el cierre de un círculo. Kurosawa se nutre de todo un caudal narrativo occidental para construir historias épicas o cercanas a la realidad japonesa contemporánea en películas que a su vez son fuente y punto de referencia para la renovación de las formas de narrar caducas y encasilladas del cine europeo y norteamericano.

La carrera de Kurosawa durante los cincuenta y los sesenta es una sucesión de obras maestras: Vivir (Ikiru, 1952), impagable reflexión sobre la vida y la muerte, Trono de sangre (Kumonosu jo, 1957), celebrada aproximación a Shakespeare que está considerada la mejor versión cinematográfica de Macbeth, incluso por encima de la de Orson Welles, La fortaleza escondida (Kakushi toride no San-Akunin, 1958), inspiración para George Lucas de buena parte del argumento de la saga de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), Sanjuro (Tsubaki Sanjuro, 1962), El infierno del odio (Tengoku to jinogu, 1963), Barbarroja (Akahige, 1965)… Pero con la llegada de los setenta, en Japón se le considera agotado. Arruinado como productor por el fracaso de sus cintas en el país, Dodeskaden no le permite levantar el vuelo y se ve forzado a emigrar en busca de financiación. Continuar leyendo «El caos de Akira Kurosawa»