Apoteosis de la incorrección: El castañazo (Slap Shot, George Roy Hill, 1977)

 

En la que es con toda probabilidad la mejor película sobre deporte de los años setenta (y más allá), y sin duda una de las comedias más efectivamente incorrectas e irreverentes de todos los tiempos, llama la atención la presencia de tres nombres a priori impensables en una producción de estas características, hoy considerada de culto (un equipo de hockey sobre hielo de la ciudad de Laval, Quebec, Canadá, llegó a tomar el nombre y el escudo de los Chiefs; además, la película tuvo dos continuaciones, directamente para mercado de vídeo). En primer lugar, su director, George Roy Hill, un hombre formado en la universidad de Yale y en el Trinity College de Dublín, con experiencia en la dirección teatral y televisiva y míticos títulos en su haber de cineasta como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) y El golpe (The Sting, 1973). En segundo término, Paul Newman, estrella contrastada, auténtico mito viviente, en principio difícil de asociar con esta clase de películas repletas de lenguaje malsonante, chistes soeces y postura ética discutible, y que dijo haber aceptado el papel por la participación de su amigo Roy Hill en la dirección y por la remuneración, que, dicho irónicamente, le permitía «saldar algunas deudas y evitarse despedir a algún criado». Por último, la guionista Nandy Dowd, que basó las aventuras del club de hockey sobre hielo de los Charlestown Chiefs de la película en los Jets de Johnstown, el equipo en el que jugaba su hermano, a los que observó durante semanas y algunos de cuyos jugadores intervienen en la película como intérpretes; hasta cierto punto, resulta extraño que esta exaltación de la testosterona, el exceso verbal, la desfachatez deportiva, la masculinidad extrema y la reiterada exposición de todos los tacos concebibles en el espectro del lenguaje grueso, amén de los chistes sobre sexo y sobre sexos, incluido el «tercer sexo», haya salido de la pluma de una mujer, lo que sin duda en estos tiempos alimentaría determinados debates públicos en países como España en los que el puritanismo y la santurronería no provienen únicamente de los extremos morales más ligados a la religión, y de una mujer que más adelante, bajo pseudónimo o sin acreditar, colaboraría en la escritura de oscarizadas películas como El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978) o Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980).

Paul Newman interpreta con solvencia (se preparó durante siete semanas para adquirir los hábitos de juego necesarios) a Reggie Dunlop, veterano entrenador-jugador de los Chiefs de Charlestown (o algo más que veterano: Newman contaba ya con 52 años) teóricamente inspirado en la figura real de John Brophy, un hombre de otra época, de la «vieja escuela», que dirige un equipo errabundo de una ciudad de tercera clase que cosecha derrota tras derrota ante las gradas semivacías de su cancha local o recibe una paliza detrás de otra cuando actúa como visitante. Los cortos horizontes de Dunlop (mantenerse en su papel hasta que le llegue la edad del retiro y la recolocación como entrenador, mánager o miembro del cuerpo técnico de cualquier equipo) se ven alterados cuando la fábrica sobre la que se sostiene la economía de Charlestown anuncia el cierre y el despido de miles de trabajadores, y con ello se ve amenazada la simple existencia del club, cuyos bienes el responsable (Strother Martin) empieza a liquidar en ventas de saldo privadas. Toda la confusión y la rabia provocadas por la incertidumbre de futuro cristaliza en un nuevo estilo de juego para el equipo, azuzado por Dunlop en sus charlas de vestuario y en sus declaraciones públicas en los medios, mucho más agresivo y violento, que eclosiona cuando entran en liza los nuevos fichajes, los hermanos Hanson (interpretados por David Hanson y los hermanos Jeff y Steve Carlson), tres jovencitos con gafas de pasta, problemas de maduración mental y querencia por los juguetes infantiles (Reggie los define como «unos retrasados mentales» tras su primer encuentro) que en el hielo se transforman en tres malas bestias capaces de desquiciar al contrario y reducirlos físicamente a la mínima expresión con el empleo de tácticas y métodos abiertamente antideportivos, agresivos y violentos que, sin embargo, excitan al público de los Chiefs que ve por fin en sus jugadores el aguerrido espíritu de lucha y de competitividad que ha echado en falta durante innumerables temporadas.

La película abre así dos vías argumentales, con Reggie como vértice. La primera, más «deportiva», va en la línea de la resurrección de los Chiefs como equipo, el nuevo estilo que le proporciona una interminable racha de victorias al precio de interrumpir continuamente los partidos con peleas tumultuarias (a veces involucrando incluso a árbitros y público) y terminarlos con las cejas abiertas, los pómulos sangrantes, las mandíbulas magulladas y el cuerpo golpeado. El ascenso en la tabla y la lucha por el campeonato cambian la percepción del equipo en la ciudad: además de recibir mayor atención de los medios, que se vuelcan con el equipo, la cancha se llena partido tras partido en busca de la habitual orgía de goles y sangre que prometen los Chiefs en cada enfrentamiento. Este auge de los Chiefs viene complementado por las maniobras de Dunlop para intentar asegurar la continuidad del equipo a pesar del cierre de la fábrica, averiguando quién es el dueño real del club para intentar negociar con él y soltando bulos que hablan de venta del equipo, de su traslado al sur con la conservación de los contratos de los jugadores. La otra línea argumental, más «dramática», tiene que ver con la vida privada de Reggie, que intenta volver con su exmujer (Jennifer Warren) gracias a su nueva imagen de éxito y a sus proyectos de futuro, y de Ned (Michael Ontkean, el futuro sheriff Cooper de la serie Twin Peaks de David Lynch), el mejor jugador del equipo, probablemente el único que puede encontrar acomodo en cualquier club de mayor categoría si los Chiefs desaparecen, pero que arrastra cierta amargura vital derivada de sus problemas matrimoniales con Lily (Lindsay Crouse). La película mantiene ambas líneas argumentales en paralelo, hasta que convergen en el apoteósico final, el partido por el título ante un equipo que, para enfrentarse a los Chiefs, reúne a los mejores carniceros sobre hielo que puede encontrar, entre ellos Oggie Ogilthorpe, probablemente inspirado en el auténtico Goldie Goldthorpe, cuya violencia en el juego le ha deparado varias detenciones policiales e incluso la prohibición de visitar determinados estados.

 

La película plantea diversas reflexiones de lo más pertinentes. Una, sobre el deporte y su percepción social, que revela la vigencia (en 1977 y, sospechamos, actualmente) del lema «pan y circo» en su doble vertiente, positiva, en cuanto a mecanismo evasor de una realidad colectiva de frustración y desencanto, de expectativas inminentes de desempleo y crisis que bien podría protagonizar cualquier panfleto del cine social de Ken Loach o similares, y negativa, es decir, como distracción, como foco de atracción y maniobra de despiste para las atenciones, las preocupaciones y los esfuerzos de quienes mejor harían en invertirlos en aquellas cuestiones más acuciantes para su futuro inmediato, lo que a su vez, por falta de organización y concentración en quienes deberían engrosar la oposición, facilita y expande el escenario de decadencia y depresión que amenaza con afectar a todos. Si bien la película en ningún momento carga las tintas, ni siquiera dirige la mirada al aspecto económico-social de Charlestown excepto mediante breves referencias en los diálogos, esta vertiente se centra en los avatares de Dunlop por averiguar la auténtica situación del club, ponerse en contacto con el propietario y buscar una solución, aunque la devastadora conclusión resulta extrapolable a la difícil realidad de la fábrica a punto de echar el cierre: daba igual que el equipo ganara o perdiera, que el público asistiera o no al campo, que los medios de comunicación criticaran o alabaran su juego, que los partidos acabaran en batallas campales de palos y sangre a borbotones; los Chiefs, como la fábrica, no eran más que cuestión de fiscalidad, un trampantojo de conveniencia para ponerse de pefil en el pago de impuestos. La economía que permanece en el segundo o tercer plano de la película, casi inédito, es el auténtico juego sucio; no la violencia de los Hanson, no los gritos del público ansioso de violencia y sangre que vitorea cada puñetazo y ovaciona como héroes a los jugadores expulsados o retirados en camilla: son las altas finanzas y sus trucos de trilero, en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, lo que verdaderamente socava los pilares fundamentales de la sociedad.

Por otra parte, la película invita a una reflexión sobre el deporte y, más concretamente, sobre las relaciones entre cine y deporte y la naturaleza del propio cine, particularmente norteamericano, en relación con su querencia por las historias de superación, en este caso ceñidas al ámbito deportivo. Sabido es que, salvo contadas excepciones (mayormente, el boxeo y poco más), cine y deporte no encajan bien debido principalmente a las limitaciones del medio cinematográfico para reproducir adecuadamente las emociones que despierta el deporte, así como, en lo que respecta a la técnica, para transmitir con solvencia el desarrollo de las pruebas con la misma efectividad y eficacia que su contemplación en vivo o que los métodos de realización televisiva. Solo la épica del boxeo y la forma de filmarlo supera estas barreras por lo demás prácticamente insalvables; no solo las supera sino que crea su propia mitología cinematográfica, una realidad propia sobre el boxeo al margen incluso del boxeo auténtico. Por otro lado, resulta bastante complicado pensar en que esta película pudiera haberse escrito, filmado y estrenado en la década anterior, como tampoco en la siguiente, debido a los distintos valores imperantes en una y otra, que hacen de un guion de este tipo un producto indeseable. No es una historia que encajara con las utopías idealizadas de los sesenta ni con los cantos a la superación individual y colectiva propiciados por el cine de los ochenta, en los cuales el deporte era un mecanismo de ascenso social y de reconocimiento público mediante la consumación de su objetivo número uno: el triunfo, la victoria. En películas como El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) o Hoosiers: más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986), ambientadas respectivamente en el béisbol y el baloncesto no profesional, se trata fundamentalmente de apoyar el discurso neoliberal de consecución de los propios sueños de éxito y triunfo a través del trabajo humilde, la vocación y el esfuerzo. Así, los jugadores lesionados y prematuramente retirados pueden resurgir y reconstruir su vida deportiva y personal, y el equipo más modesto de la tabla, del pueblo más pequeño de la competición, puede ser campeón a la vez que regenera la vida de su comunidad, recupera a algunos miembros díscolos de la misma e insufla un ánimo de reconstrucción personal y moral que no se veía desde el New Deal. En El castañazo, sin embargo, como en El rompehuesos (The Longest Yard, Robert Aldrich, 1974) se impone la visión desencantada de los setenta: el idealismo previo ha muerto y la reconstrucción de los valores morales de la América de los cincuenta, con intención de sacudirse la depresión post-Vietnam borrando de la memoria colectiva las decadas de los sesenta y los setenta, todavía no ha comenzado; por tanto, es posible enfrentarse a una historia deportiva que no es de superación, sino de mera supervivencia, y de hacerlo a través del peor lenguaje posible y de una ética de trabajo completamente ausente. Un triunfo feo, sucio, inmoral, reprobable, que es finalmente lo que los Chiefs consiguen, aunque no sirva absolutamente para nada, pero no por la vía de la violencia sino por la tan americana repulsa al sexo y el erotismo. No son los goles ni los puñetazos los que le dan la victoria a los Chiefs, sino su mejor jugador, no con su labor sobre los patines, sino con su provocador desnudo al ritmo de la música de strip-tease interpretada por la banda que el equipo antes no tenía.

Los héroes no son, por tanto, jóvenes sanos, guapos, humildes y bien vestidos que se hacen a sí mismos. Son zafios, malhablados, horteras, infantiloides y permanentemente salidos de cara al sexo opuesto; la película, por un momento, con el equipo en el vestuario a punto de disputar la gran final, corre el riesgo de deslizarse hacia el conformismo del final feliz de cualquier almibarado producto de los ochenta: juego limpio, vieja escuela, movilidad, hacer circular el disco, presión en la cancha, nada de palos… La realidad se impone, y al descanso, con los mejores ojeadores de los grandes equipos en la grada, se impone la cordura. Los Chiefs se deben a su público, el que va a verles porque quiere sangre, lesiones, magulladuras, moretones. El equipo tiene que ganar con su nueva personalidad como equipo. Gana, pero traiciona su esencia; da igual, lo primero es ganar, salvarse a toda costa, procurarse un nuevo contrato en otro equipo que garantice el futuro: los Chiefs ganan enseñando el culo, como antes han hecho por la ventanilla del autobús, acompañados de sus groupies, al llegar a cualquier ciudad y presentarse ante la concentración de aficionados del equipo rival que los odian, que quieren su muerte sobre el hielo. Los Hanson, asimismo, niegan la juventud reivindicativa de los sesenta y se anticipan a la negación de la juventud neoliberal de los ochenta. No son unos hippies que buscan cambiar el mundo a base de drogas, fraternidad y rock and roll, ni tampoco unos héroes virginales en persecución de un triunfo redentor, sino meros objetos de comercio, gladiadores modernos que dan a la grada la sangre que pide, niños malcriados que, a través de la violencia, logran adquirir el magnetismo del macho alfa que no compite para adornarse con los oropeles del vencedor, sino por salir adelante y aguantar un partido más, una temporada más, rompiendo una cara más. No esperan otra cosa porque no hay nada más que esperar. «¿Qué quieres decir con que esto es un juego serio?», dice el árbitro del último partido cuando, en pleno combate de grupo, Tim McCracken (Paul de Amato) amenaza con retirarse y dejar el campeonato para los Chiefs, «¡esto es hockey!»

Libertad al vuelo: Kes (Ken Loach, 1969)

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Un conocido presunto crítico de cine, que se dedica desde hace años a hablar de sí mismo y de sus gustos personales en uno de los principales periódicos de España, hablaba hace poco de los «idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas», que acusan a Ken Loach «de hacer un cine panfletario y facilón». Justo después, no obstante, en la frase siguiente, admitía que «hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercana al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos», lo cual le acerca peligrosamente a la idiotez, a la impostura y al disfraz (bueno, en esto lleva metido décadas, con el inexplicable beneplácito de su pesebre mediático y de cierto público fiel) que él mismo critica. Como salvables, citaba a continuación únicamente siete películas de una filmografía de más de una treintena de títulos, además de múltiples proyectos para televisión, con lo que su entrada en el grupo de la incongruencia, la idiotez, la impostura y el disfraz es ya completa. Entre estas películas, según él, especialmente «reivindicativas y humanistas» señalaba Kes, de 1969. Sin necesidad de circunloquios, postureos ni volatines grandilocuentes, ciertamente cabe apreciar una etapa en la filmografía de Ken Loach en que el poder del subtexto resulta inmensamente más efectivo que la burda explicitud de su estilo posterior, en particular desde que se iniciaron sus colaboraciones con Paul Laverty. En concreto, Kes plantea una estupenda conjunción de discurso social y poesía visual para sugerir evitando el subrayado, para huir del sermoneo moral tan querido del director (y de su guionista) en las últimas décadas y abrazar un discurso sutil pero demoledor, para construir y presentar un fragmento de verdad sin subrayados, sin maniqueísmos ni la búsqueda a toda costa del aplauso de los baluartes de la supuesta legitimidad moral de las ideologías de izquierda.

Elementos inicialmente divergentes confluyen así en el complejo dibujo de una situación aparentemente sencilla. Billy Casper (David Bradley) es un muchacho triste y solitario que malvive en una pequeña ciudad minera de Yorkshire. Malvive porque, mire donde mire, no hay más que soledad, desconsuelo y una absoluta carencia de futuro. Su familia está rota: su padre está ausente; la madre (Lynne Perrie) anhela desesperadamente la estabilidad (emocional, familiar, económica) perdida; su hermano Jud (Freddie Fletcher), embrutecido pese a su juventud por las largas y peligrosas jornadas de trabajo en la mina, y con el que comparte cuarto y cama de su casa diminuta, es un elemento hostil en su propio hogar. Tampoco tiene amigos con los que paliar sus carencias afectivas; más bien al contrario, es objetivo fácil en la escuela, constantemente ninguneado, objeto de burlas y del agrio humor de los profesores más irritables y peor dotados para la enseñanza. Incluso es reiteradamente humillado por el profesor de gimnasia, el más niño de la escuela, que juega al fútbol con sus alumnos al tiempo que arbitra, juez y parte todo en uno, que ve las faltas o concede o anula goles o penaltis según se trate de su equipo o no, en especial si él protagoniza las jugadas (hasta ordena repetir un penalti que le han parado, bajo un falso pretexto en forma de decisión técnica arbitral, con tal de marcarle a su tembloroso pupilo el gol que previamente ha fallado). Tampoco su trabajo como repartidor de periódicos le concede mayor aliciente que unos pocos peniques con los que sufragar algún capricho, porque el grueso de lo que gana debe entregarlo en casa. El azar, sin embargo, le da un pequeño respiro; la naturaleza viene en su ayuda: demasiado joven para sentirse, como su hermano, atraído por la bebida y las chicas, Billy descubre un pequeño nido de halcón y, súbitamente interesado, decide criarlo y amaestrarlo. Esta labor no solo trae un aliciente anímico y vital a Billy, sino que despierta en él esos instintos de maduración y de gusto por la vida, por sentirse activo, por vislumbrar un futuro, que su familia y la escuela no le proporcionan. El adiestramiento de Kes, su halcón, sigue así en paralelo a su naciente construcción como persona, como entidad dentro de su invisibilidad en el colegio. De igual modo, los vuelos de Kes, los paseos de Billy por prados, bosques y jardines cercanos, el descubrimiento de sus evoluciones y aptitudes, contrastan con la cárcel social y económica (plasmada en su desaliño constante, la suciedad de su cara, sus manos y sus ropas) en la que Billy se desenvuelve, imagen del turbio panorama moral que lo rodea. La libertad que vive gracias a Kes frente a las constricciones impuestas por las personas de su entorno, la vida natural frente a los artificios, obligaciones y coerciones de la vida en sociedad, del «deber ser» que presiona a un muchacho sin horizontes vitales, que carece de las herramientas para su consecución.

Después de narrar varios fracasos consecutivos (sus aventuras como portero del equipo, el insultante trato recibido por el profesor de gimnasia, los golpes que le procura el director como medida disciplinaria), tras los que queda patente el desamparo del joven ante familiares, compañeros y profesores, Billy toca el cielo, como siempre en su caso, sin querer, sin buscarlo ni pretenderlo, en la secuencia en la que, en clase, deben contar ante sus compañeros algo de sí mismos: azuzado por sus compañeros entre las risas y las humillaciones habituales, Billy cautiva a su auditorio contando sus aventuras con Kes. No solo desarrolla sus capacidades verbales y de expresividad como no ha hecho antes en ningún momento del metraje; es el centro de atención, probablemente, por vez primera en su vida. Billy se crece, da detalles, gesticula, se esfuerza por explicar, usa palabras que casi nunca pronuncia, comparte y transmite la enriquecedora experiencia en libertad con Kes, el brillo, la emoción, el amor saltan a su rostro. Profesor y estudiantes le escuchan embelesados y aprueban finalmente, por una vez, a Billy, cuya percepción, desde entonces, cambia para todos. Naturalmente, el historial previo de Billy no invita al optimismo, y su hermano Jud viene a confirmarlo. Pero Billy ya no es el mismo, posee la fuerza para levantarse y oponerse al mal fario que le persigue, y, aun derrotado, ha dado un paso que no tiene vuelta atrás. Resignado, dolido, pero vencedor, ya conoce el camino de la vida, ya sabe por dónde sale el sol. Billy podrá seguir recibiendo reveses, pero ya nunca nadie lo derrotará.

A diferencia de muchos de los trabajos posteriores de Loach, la película, seca, desnuda, directa, carece de maniqueísmos. Si bien la autoridad educativa, salvo una excepción, no sale bien parada (la escuela, incluida la infraestructura administrativa que la une a la oficina de empleo, en la cual piensan desde el principio derivar a Billy al trabajo en la mina, como su hermano) y es retratada como un organismo negativo y represor, los personajes, por sí mismos (salvo el patético profesor de gimnasia) no poseen una única dimensión. No solo son capaces de lo mejor y de lo peor, sino que incluso el punto de vista moral de ciertas acciones se invierte: así, el robo por parte de Billy de un libro de cetrería en el que espera encontrar el método para adiestrar a Kes, no se presenta en especial como una acción puramente condenable sino como un paso necesario para la empancipación emocional del muchacho, para su descubrimiento de la vida. En este sentido, las secuencias que Billy y Kes comparten, sus paseos por el campo, el diálogo que Billy mantiene constantemente con él, los vuelos alrededor del reclamo que el joven agita a su alrededor, los viajes que el halcón hace del cielo a su guante, son uno de los más hermosos cantos a la libertad y a la juventud filmados en los años sesenta. Una película que no puede escatimar su adscripción a su tiempo, el Free Cinema y las convulsiones resultantes de la primavera del 68, pero que es también uno de los más logrados tributos al paso de la primera juventud a una prematura madurez adquirida a través del dolor. Un logro que pocas veces Ken Loach ha vuelto a igualar.

Mis escenas favoritas – Tierra y libertad

Aprovechamos esta conmovedora escena (no se sabe realmente qué conmueve más, si lo emotivo de la situación, si los altos ideales de sus protagonistas, o más bien su ilusa ingenuidad y su patetismo) de Tierra y libertad (Land and freedom), dirigida por Ken Loach en 1995, para invitar a nuestros queridos escalones a la última sesión del III Ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores en colaboración con Fnac Zaragoza-Plaza de España.

Tierra y libertad retrata, inspirándose lejana y libremente en la excelente novela de George Orwell Homenaje a Cataluña, la odisea de un joven comunista inglés que, encontrándose en paro y viendo a la sociedad británica en pura connivencia con el fascismo alemán (como así fue hasta que económicamente dejaron de salir las cuentas), viaja a España para combatir a Franco, Hitler y Mussolini al lado de las Brigadas Internacionales en el frente de Aragón.

Cinta muy valiente y muy valiosa desde el punto de vista histórico, rodada entre Liverpool y Mirambel (Teruel), cosechó en su momento muy buenas críticas (se hizo con el premio FIPRESCI de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes, obtuvo el premio Félix a la mejor película europea…) y obtuvo el favor del público (más de millón y medio de euros de recaudación), a pesar de que es una obra ejemplar de lo mejor y de lo peor de su autor, el poder y la convicción de su denuncia política y social unidos a los constantes subrayados, a las obviedades y a los mensajes panfletarios que hacen perder fuerza y llenan de huecos, precisamente, de forma paradójica al propio mensaje último del film que éste pretende resaltar. Con todo, una excelente película que nos dará ocasión para tratar en el coloquio múltiples cuestiones, desde el tratamiento que el cine hace de la historia y de la memoria histórica, pasada o reciente, la influencia que el paso del tiempo puede tener en el resultado final de este proceso, las relaciones entre ideología, propaganda y cine, y también de cuestiones no estrictamente cinematográficas ligadas a los hechos que narra la película.

III Ciclo Libros Filmados, organizado por la Asociación Aragonesa de Escritores en colaboración con Fnac Zaragoza-Plaza de España:

– martes, 20 de noviembre de 2012: Tierra y libertad, de Ken Loach, inspirado en Homenaje a Cataluña, de George Orwell.

– 18:00 horas: proyección

– 20:00 horas: coloquio avec moi

Diario Aragonés – Animal kingdom

Título original: Animal kingdom
Año: 2010
Nacionalidad: Australia
Dirección: David Michöd
Guión: David Michöd
Música: Antony Partos
Fotografía: Adam Arkapaw
Reparto: Ben Mendelshon, Joel Edgerton, Guy Pearce, Luke Ford, Jacki Weaver, Sullivan Stapleton, James Frecheville, Dan Wyllie, Anthony Hayes
Duración: 112 minutos

Sinopsis: La muerte por sobredosis de heroína de su madre, obliga a Joshua ‘J’ Cody, un joven de Melbourne, a mudarse a casa de su abuela Janine, que vive junto a sus tres hijos, Barry, Darren y Craig, todos ellos metidos en negocios sucios al igual que su otro hijo Andrew, conocido como Pope, que anda escondido de la policía. El muchacho no tarda en verse mezclado en los asuntos criminales de la familia, especialmente cuando el enfrentamiento con las autoridades da inicio a una serie de asesinatos en cadena. El joven, consciente de sus lazos familiares y también de su deseo de apartarse de esa vida, se debate entre la lealtad a su abuela y a sus tíos o la posibilidad de salvación que le ofrece el sargento Leckie, siempre y cuando testifique contra los suyos.

Comentario: El punto de partida de Animal kingdom, estupendo debut tras la cámara de David Michöd, bien podría haberlo filmado el adalid del cine social, Ken Loach: mientras el joven ‘J’ (James Frecheville) mira un concurso de la tele, su madre yace a su lado en el sofá, muriéndose a causa de una sobredosis de heroína. Cuando llegan los servicios médicos, el muchacho, noqueado emocionalmente por el dolor y la inquietud sobrevenidos, lanza alternativamente petrificadas miradas a la televisión y a la escena de muerte que está teniendo lugar junto a él.

Sin embargo, a la película se suman elementos de signo muy diferente cuando, tras el fatal desenlace, Joshua telefonea a su abuela Janine (Jacki Weaver) a la que hacía años que no veía a causa de las rencillas entre madre e hija, en busca de ayuda y refugio [continuar leyendo].