Apoteosis de la incorrección: El castañazo (Slap Shot, George Roy Hill, 1977)

 

En la que es con toda probabilidad la mejor película sobre deporte de los años setenta (y más allá), y sin duda una de las comedias más efectivamente incorrectas e irreverentes de todos los tiempos, llama la atención la presencia de tres nombres a priori impensables en una producción de estas características, hoy considerada de culto (un equipo de hockey sobre hielo de la ciudad de Laval, Quebec, Canadá, llegó a tomar el nombre y el escudo de los Chiefs; además, la película tuvo dos continuaciones, directamente para mercado de vídeo). En primer lugar, su director, George Roy Hill, un hombre formado en la universidad de Yale y en el Trinity College de Dublín, con experiencia en la dirección teatral y televisiva y míticos títulos en su haber de cineasta como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) y El golpe (The Sting, 1973). En segundo término, Paul Newman, estrella contrastada, auténtico mito viviente, en principio difícil de asociar con esta clase de películas repletas de lenguaje malsonante, chistes soeces y postura ética discutible, y que dijo haber aceptado el papel por la participación de su amigo Roy Hill en la dirección y por la remuneración, que, dicho irónicamente, le permitía «saldar algunas deudas y evitarse despedir a algún criado». Por último, la guionista Nandy Dowd, que basó las aventuras del club de hockey sobre hielo de los Charlestown Chiefs de la película en los Jets de Johnstown, el equipo en el que jugaba su hermano, a los que observó durante semanas y algunos de cuyos jugadores intervienen en la película como intérpretes; hasta cierto punto, resulta extraño que esta exaltación de la testosterona, el exceso verbal, la desfachatez deportiva, la masculinidad extrema y la reiterada exposición de todos los tacos concebibles en el espectro del lenguaje grueso, amén de los chistes sobre sexo y sobre sexos, incluido el «tercer sexo», haya salido de la pluma de una mujer, lo que sin duda en estos tiempos alimentaría determinados debates públicos en países como España en los que el puritanismo y la santurronería no provienen únicamente de los extremos morales más ligados a la religión, y de una mujer que más adelante, bajo pseudónimo o sin acreditar, colaboraría en la escritura de oscarizadas películas como El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978) o Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980).

Paul Newman interpreta con solvencia (se preparó durante siete semanas para adquirir los hábitos de juego necesarios) a Reggie Dunlop, veterano entrenador-jugador de los Chiefs de Charlestown (o algo más que veterano: Newman contaba ya con 52 años) teóricamente inspirado en la figura real de John Brophy, un hombre de otra época, de la «vieja escuela», que dirige un equipo errabundo de una ciudad de tercera clase que cosecha derrota tras derrota ante las gradas semivacías de su cancha local o recibe una paliza detrás de otra cuando actúa como visitante. Los cortos horizontes de Dunlop (mantenerse en su papel hasta que le llegue la edad del retiro y la recolocación como entrenador, mánager o miembro del cuerpo técnico de cualquier equipo) se ven alterados cuando la fábrica sobre la que se sostiene la economía de Charlestown anuncia el cierre y el despido de miles de trabajadores, y con ello se ve amenazada la simple existencia del club, cuyos bienes el responsable (Strother Martin) empieza a liquidar en ventas de saldo privadas. Toda la confusión y la rabia provocadas por la incertidumbre de futuro cristaliza en un nuevo estilo de juego para el equipo, azuzado por Dunlop en sus charlas de vestuario y en sus declaraciones públicas en los medios, mucho más agresivo y violento, que eclosiona cuando entran en liza los nuevos fichajes, los hermanos Hanson (interpretados por David Hanson y los hermanos Jeff y Steve Carlson), tres jovencitos con gafas de pasta, problemas de maduración mental y querencia por los juguetes infantiles (Reggie los define como «unos retrasados mentales» tras su primer encuentro) que en el hielo se transforman en tres malas bestias capaces de desquiciar al contrario y reducirlos físicamente a la mínima expresión con el empleo de tácticas y métodos abiertamente antideportivos, agresivos y violentos que, sin embargo, excitan al público de los Chiefs que ve por fin en sus jugadores el aguerrido espíritu de lucha y de competitividad que ha echado en falta durante innumerables temporadas.

La película abre así dos vías argumentales, con Reggie como vértice. La primera, más «deportiva», va en la línea de la resurrección de los Chiefs como equipo, el nuevo estilo que le proporciona una interminable racha de victorias al precio de interrumpir continuamente los partidos con peleas tumultuarias (a veces involucrando incluso a árbitros y público) y terminarlos con las cejas abiertas, los pómulos sangrantes, las mandíbulas magulladas y el cuerpo golpeado. El ascenso en la tabla y la lucha por el campeonato cambian la percepción del equipo en la ciudad: además de recibir mayor atención de los medios, que se vuelcan con el equipo, la cancha se llena partido tras partido en busca de la habitual orgía de goles y sangre que prometen los Chiefs en cada enfrentamiento. Este auge de los Chiefs viene complementado por las maniobras de Dunlop para intentar asegurar la continuidad del equipo a pesar del cierre de la fábrica, averiguando quién es el dueño real del club para intentar negociar con él y soltando bulos que hablan de venta del equipo, de su traslado al sur con la conservación de los contratos de los jugadores. La otra línea argumental, más «dramática», tiene que ver con la vida privada de Reggie, que intenta volver con su exmujer (Jennifer Warren) gracias a su nueva imagen de éxito y a sus proyectos de futuro, y de Ned (Michael Ontkean, el futuro sheriff Cooper de la serie Twin Peaks de David Lynch), el mejor jugador del equipo, probablemente el único que puede encontrar acomodo en cualquier club de mayor categoría si los Chiefs desaparecen, pero que arrastra cierta amargura vital derivada de sus problemas matrimoniales con Lily (Lindsay Crouse). La película mantiene ambas líneas argumentales en paralelo, hasta que convergen en el apoteósico final, el partido por el título ante un equipo que, para enfrentarse a los Chiefs, reúne a los mejores carniceros sobre hielo que puede encontrar, entre ellos Oggie Ogilthorpe, probablemente inspirado en el auténtico Goldie Goldthorpe, cuya violencia en el juego le ha deparado varias detenciones policiales e incluso la prohibición de visitar determinados estados.

 

La película plantea diversas reflexiones de lo más pertinentes. Una, sobre el deporte y su percepción social, que revela la vigencia (en 1977 y, sospechamos, actualmente) del lema «pan y circo» en su doble vertiente, positiva, en cuanto a mecanismo evasor de una realidad colectiva de frustración y desencanto, de expectativas inminentes de desempleo y crisis que bien podría protagonizar cualquier panfleto del cine social de Ken Loach o similares, y negativa, es decir, como distracción, como foco de atracción y maniobra de despiste para las atenciones, las preocupaciones y los esfuerzos de quienes mejor harían en invertirlos en aquellas cuestiones más acuciantes para su futuro inmediato, lo que a su vez, por falta de organización y concentración en quienes deberían engrosar la oposición, facilita y expande el escenario de decadencia y depresión que amenaza con afectar a todos. Si bien la película en ningún momento carga las tintas, ni siquiera dirige la mirada al aspecto económico-social de Charlestown excepto mediante breves referencias en los diálogos, esta vertiente se centra en los avatares de Dunlop por averiguar la auténtica situación del club, ponerse en contacto con el propietario y buscar una solución, aunque la devastadora conclusión resulta extrapolable a la difícil realidad de la fábrica a punto de echar el cierre: daba igual que el equipo ganara o perdiera, que el público asistiera o no al campo, que los medios de comunicación criticaran o alabaran su juego, que los partidos acabaran en batallas campales de palos y sangre a borbotones; los Chiefs, como la fábrica, no eran más que cuestión de fiscalidad, un trampantojo de conveniencia para ponerse de pefil en el pago de impuestos. La economía que permanece en el segundo o tercer plano de la película, casi inédito, es el auténtico juego sucio; no la violencia de los Hanson, no los gritos del público ansioso de violencia y sangre que vitorea cada puñetazo y ovaciona como héroes a los jugadores expulsados o retirados en camilla: son las altas finanzas y sus trucos de trilero, en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, lo que verdaderamente socava los pilares fundamentales de la sociedad.

Por otra parte, la película invita a una reflexión sobre el deporte y, más concretamente, sobre las relaciones entre cine y deporte y la naturaleza del propio cine, particularmente norteamericano, en relación con su querencia por las historias de superación, en este caso ceñidas al ámbito deportivo. Sabido es que, salvo contadas excepciones (mayormente, el boxeo y poco más), cine y deporte no encajan bien debido principalmente a las limitaciones del medio cinematográfico para reproducir adecuadamente las emociones que despierta el deporte, así como, en lo que respecta a la técnica, para transmitir con solvencia el desarrollo de las pruebas con la misma efectividad y eficacia que su contemplación en vivo o que los métodos de realización televisiva. Solo la épica del boxeo y la forma de filmarlo supera estas barreras por lo demás prácticamente insalvables; no solo las supera sino que crea su propia mitología cinematográfica, una realidad propia sobre el boxeo al margen incluso del boxeo auténtico. Por otro lado, resulta bastante complicado pensar en que esta película pudiera haberse escrito, filmado y estrenado en la década anterior, como tampoco en la siguiente, debido a los distintos valores imperantes en una y otra, que hacen de un guion de este tipo un producto indeseable. No es una historia que encajara con las utopías idealizadas de los sesenta ni con los cantos a la superación individual y colectiva propiciados por el cine de los ochenta, en los cuales el deporte era un mecanismo de ascenso social y de reconocimiento público mediante la consumación de su objetivo número uno: el triunfo, la victoria. En películas como El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) o Hoosiers: más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986), ambientadas respectivamente en el béisbol y el baloncesto no profesional, se trata fundamentalmente de apoyar el discurso neoliberal de consecución de los propios sueños de éxito y triunfo a través del trabajo humilde, la vocación y el esfuerzo. Así, los jugadores lesionados y prematuramente retirados pueden resurgir y reconstruir su vida deportiva y personal, y el equipo más modesto de la tabla, del pueblo más pequeño de la competición, puede ser campeón a la vez que regenera la vida de su comunidad, recupera a algunos miembros díscolos de la misma e insufla un ánimo de reconstrucción personal y moral que no se veía desde el New Deal. En El castañazo, sin embargo, como en El rompehuesos (The Longest Yard, Robert Aldrich, 1974) se impone la visión desencantada de los setenta: el idealismo previo ha muerto y la reconstrucción de los valores morales de la América de los cincuenta, con intención de sacudirse la depresión post-Vietnam borrando de la memoria colectiva las decadas de los sesenta y los setenta, todavía no ha comenzado; por tanto, es posible enfrentarse a una historia deportiva que no es de superación, sino de mera supervivencia, y de hacerlo a través del peor lenguaje posible y de una ética de trabajo completamente ausente. Un triunfo feo, sucio, inmoral, reprobable, que es finalmente lo que los Chiefs consiguen, aunque no sirva absolutamente para nada, pero no por la vía de la violencia sino por la tan americana repulsa al sexo y el erotismo. No son los goles ni los puñetazos los que le dan la victoria a los Chiefs, sino su mejor jugador, no con su labor sobre los patines, sino con su provocador desnudo al ritmo de la música de strip-tease interpretada por la banda que el equipo antes no tenía.

Los héroes no son, por tanto, jóvenes sanos, guapos, humildes y bien vestidos que se hacen a sí mismos. Son zafios, malhablados, horteras, infantiloides y permanentemente salidos de cara al sexo opuesto; la película, por un momento, con el equipo en el vestuario a punto de disputar la gran final, corre el riesgo de deslizarse hacia el conformismo del final feliz de cualquier almibarado producto de los ochenta: juego limpio, vieja escuela, movilidad, hacer circular el disco, presión en la cancha, nada de palos… La realidad se impone, y al descanso, con los mejores ojeadores de los grandes equipos en la grada, se impone la cordura. Los Chiefs se deben a su público, el que va a verles porque quiere sangre, lesiones, magulladuras, moretones. El equipo tiene que ganar con su nueva personalidad como equipo. Gana, pero traiciona su esencia; da igual, lo primero es ganar, salvarse a toda costa, procurarse un nuevo contrato en otro equipo que garantice el futuro: los Chiefs ganan enseñando el culo, como antes han hecho por la ventanilla del autobús, acompañados de sus groupies, al llegar a cualquier ciudad y presentarse ante la concentración de aficionados del equipo rival que los odian, que quieren su muerte sobre el hielo. Los Hanson, asimismo, niegan la juventud reivindicativa de los sesenta y se anticipan a la negación de la juventud neoliberal de los ochenta. No son unos hippies que buscan cambiar el mundo a base de drogas, fraternidad y rock and roll, ni tampoco unos héroes virginales en persecución de un triunfo redentor, sino meros objetos de comercio, gladiadores modernos que dan a la grada la sangre que pide, niños malcriados que, a través de la violencia, logran adquirir el magnetismo del macho alfa que no compite para adornarse con los oropeles del vencedor, sino por salir adelante y aguantar un partido más, una temporada más, rompiendo una cara más. No esperan otra cosa porque no hay nada más que esperar. «¿Qué quieres decir con que esto es un juego serio?», dice el árbitro del último partido cuando, en pleno combate de grupo, Tim McCracken (Paul de Amato) amenaza con retirarse y dejar el campeonato para los Chiefs, «¡esto es hockey!»

Cine y poker: cinco (o siete) cartas para vivir el suspense

1. El escenario. El gran salón de un casino de Las Vegas, Reno, Texas, Atlantic City o Montenegro. Quizá una página web donde jugar al poker on line. O mejor una estancia tenuemente iluminada: el reservado de un bar, una trastienda, un vagón de tren, un cuarto de alquiler, el rincón más apartado del saloon, o quizá la discreta habitación de un hotel, en una planta no muy alta, cercana a la escalera de incendios y siempre con vistas a la parte de atrás. El tapete verde parece ser la única fuente de luz, atrae todas las miradas, todos los objetos convergen en él, los naipes brillan como diamantes, las fichas de colores, verdes, amarillas, rojas, blancas, azules, refulgen como gemas preciosas. A su alrededor, delimitando la zona de juego, cansadas botellas medio llenas y turbios vasos medio vacíos, paquetes de cigarrillos prensados, saquitos de tabaco de liar, papel de fumar arrugado, cerillas gastadas, encendedores agónicos, ceniceros insaciables, relojes de bolsillo detenidos, algún que otro pañuelo sudado, puede que un arma expectante, quizá ya humeante. Objetos de culto como tributo al azar, a su Dios, al poker, en forma de billetes verdes de distintos valores pero todos de igual tamaño que, como hormigas trabajadoras aprovisionándose para el invierno, mantienen invariable su ruta desde los informes montones del círculo exterior hacia el mismo centro de la mesa, hasta el lugar donde se levanta el templo de las mil apuestas, la ofrenda a la Diosa fortuna y a su mensajera de dos caras, la suerte escondida en el altar de los sacrificios de un único ladrillo de cincuenta y dos cartas: la partida de poker.

2. El tiempo. La loca carrera de cincuenta años hacia el Oeste, al abrazo del Pacífico a través del desierto. Los felices y violentos años veinte; los deprimidos y depresivos años treinta. Los negros años cuarenta, ya perdida la inocencia del mundo. La enloquecida actualidad devorada por la prisa y el culto a lo inmediato, a lo perecedero, a la muerte instantánea. El poker, la partida, el juego, frontera para el antes y el después de una existencia a refundar, inicio de la incierta aventura de una nueva vida. El futuro, el porvenir que abre o clausura una combinación de cinco (o siete) cartas.

3. El guión. Los jugadores discuten si juegan al poker de cinco o siete cartas, si al poker del Oeste de la frontera o al poker texas holdem. Una joven figura del poker sueña con destronar al rey del juego. Un timador despluma a un gángster para hacerle morder el anzuelo. Un pistolero se entretiene con sus compinches antes de matar o morir. Un grupo de rufianes pasan el tiempo mientras esperan el momento del atraco. Cuatro tipos amañan una partida con el fin de desplumar al quinto. Un ladrón de guante blanco da clases a los jóvenes para que hagan trampas sin que les pillen. Un agente con licencia para matar intenta dejar sin blanca al monstruo que financia el terrorismo internacional. Unos chicos se pasan de listos y terminan debiéndole una fortuna al jefe del hampa londinense. Un chico financia sus estudios de derecho gracias a las cartas. Un jugador listillo pretende hacer reír en un Oeste que no tiene ninguna gracia. Un inocente acusado de hacer trampas acaba linchado. Un joven de talento busca reconciliarse con su padre en una partida. Una dama entre vaqueros se juega la vida y toma el pelo a los hombres más ricos del territorio. Un escritor que oficia de croupier quiere robar el casino en que trabaja. Para un ex convicto que intenta rehacer su vida, el poker es el primer paso hacia el abismo de la droga. Partidas suicidas para tentar al rey del poker de Los Ángeles. La biografía del legendario jugador Stu Ungar. Un magnífico bribón fabrica naipes marcados. Una mujer tan dura, valiente y cruel como los hombres. Doce apóstoles del poker. La aventura de cartas de un escritor de novelas. Una eminente doctora seducida por un timador. La apuesta es un burdel. Un hombre juega y ama en una Casablanca convertida en La Habana… Continuar leyendo «Cine y poker: cinco (o siete) cartas para vivir el suspense»

La tienda de los horrores – The code

Este par de mamertos que miran al frente con cara de panoli son los protagonistas de una de las peores películas de atracos jamás filmadas, The code, bodriometraje dirigido en 2009 por Mimi Leder (que, además de amplia experiencia televisiva, también tiene en su haber dos truños como Deep Impact y El pacificador y un filme parcialmente estimable, Cadena de favores), una película que traiciona doblemente al espíritu de lo que pretende homenajear y al club al que insiste en pertenecer: ni funciona como comedia de atracos, ni tampoco como película de ese reducido grupo de joyas en las que la sorpresa final apabulla, desconcierta, reconforta y agrada hasta el punto de convertir el guión en un puzle inolvidable, en un juego de ratón y el gato entre película y espectador que se remata con un gran ohhhh! de emoción y satisfacción.
El cine de atracos nos ha proporcionado no pocos momentos agradables, ya sea disfrutando con la interacción de la mezcla de divergentes y excéntricas personalidades, bien entre el grupo de atracadores, bien entre el de policías que les persigue, bien entre todos ellos a la vez, ya con la minuciosa y elaborada planificación de un golpe aparentemente imposible, así como su ejecución, los múltiples inconvenientes que la ponen en peligro, y las amenazas y sorpresas que la circundan.

Nada de eso hay en The code, ni gracia ni meticulosidad, ni tensión ni preocupación por cómo se resolverá el entuerto. Para empezar, resulta difícil la empatía con un personaje, digamos positivo (Keith, el ladrón que interpreta Morgan Freeman, típico delincuente que roba sólo a los malos que lo merecen, con una integridad moral mayor que la del Alcoyano y más aún que la de los policías que le quieren dar caza, típico bueno-malo tan querido al cine de Hollywood y que tantas pampurrias da), que nos es presentado como un asesino a sangre fría. Por otro lado, Gabriel Martín (Antonio Banderas) no resulta creíble en su papel de joven alocado e impulsivo, ratero callejero que se conoce los recovecos de Nueva York como la palma de la mano. Y no es creíble porque ni es tan joven ni da el pego como ladronzuelo guaperas, ingenioso y además diestro en persecuciones, cabriolas, peleas, salvaciones imaginativas en el último momento y demás características de un héroe de acción, personaje en el que ya resultara más paródico y caricaturesco que atractivo en El Zorro. Para empeorarlo todo, nada mejor que introducir una tercera pata, por supuesto femenina, que relacione la historia con lo emocional y sentimental, la hija adoptiva de Keith (Radha Mitchell), una rusa de la que Gabriel se enamora, y que da ocasión para desviar la trama hacia la labor de acoso y derribo a la chica que despierta la contrariedad de Keith y amenaza el buen resultado del golpe con el crecimiento del recelo mutuo. Por último, Robert Forster dista mucho de ser el policía ocurrente, irónico o perverso que el género requiere, y desde luego, la relación de amor-odio, de admiración y animadversión que supuestamente mantiene con Keith a lo largo de los años, tan tópica como superficialmente apuntada, tampoco funciona ni aporta nada que no se haya visto mil veces.

Tres secuencias demuestran la penosidad a la que asistimos: primero, la «espectacular» persecución en el metro, en la que Gabriel se arrastra por el techo de unos vagones de videojuego (literalmente, la escena es recreada con computadora y está más cercana a los dibujos animados que al cine), chirriante y espasmódico fragmento apto para la casquería de chapa y pintura tan querida al falso cine-espectáculo; segundo, Continuar leyendo «La tienda de los horrores – The code»

Cine en serie – El golpe

PÓKER DE FOTOGRAMAS (VIII)

Quien escribe hacía mucho tiempo que ansiaba la ocasión de volver a la carga en la demostración, cine en mano, o mejor dicho, en ojos, de la tamaña falsedad de un argumento tan manoseado como pobre, tan recurrente como absurdo, utilizado muy a menudo, demasiado, por aquellos espectadores que pretenden justificar su consciente consumo de carnaza fílmica amparándose en su necesidad de distracción o entretenimiento, razón por la cual contribuyen con su dinero a rentabilizar y, por tanto, perpetuar, lo peor de la comercialidad imperante en salas o canales de televisión. Según este argumento, la deglución de cine comercial mal escrito, peor filmado, horriblemente interpretado pero fenomenalmente publicitado es, no sólo adecuada, sino de lo más recomendable para obtener ese bien tan preciado y tan escaso en nuestra sociedad de aburrimiento: el entretenimiento. Según éste, primer mandamiento del catálogo de coartadas de aquellos espectadores asiduos a la basura fílmica que, sabiendo la ínfima calidad de lo que ven, se avergüenzan de ello, el entretenimiento, las horas de ocio en una vida demasiado agobiante, hastiante, cansina y repleta de problemas justifica, además de la desconexión cerebral, esto es, el no uso de la inteligencia o el pensamiento, la pérdida del mínimo nivel de exigencia de calidad que alegamos en cualquier otra faceta de nuestra vida, ante cualquier profesional o en la recepción de cualquier servicio. Bajo la excusa del “yo no voy al cine a pensar o a ver desgracias” (tremenda la naturaleza de esta inconsciente afirmación), un amplio grupo de espectadores de hoy se acoge al visionado de subproductos torpes, zafios o directamente imbéciles, casi siempre de procedencia norteamericana, en aras de la consecución de esa tierra prometida del estresado ser humano de hoy, el entretenimiento, como si éste estuviera reñido con la profundidad en el tratamiento de los temas o en la elección de la importancia de los mismos, con la calidad formal o narrativa o con el pensamiento, o como si resultara antitético al concepto de buen cine o de respeto por la capacidad intelectual del espectador.

Si hay una película apta para callar la boca a todo aquel que cae, conscientemente o no, en esa ridícula incompatibilidad, es El golpe, dirigida por George Roy Hill en 1973. Obra maestra absoluta del cine de entretenimiento, posee enorme calidad visual, un guión para enmarcar, una labor de dirección magnífica, un grupo de intérpretes soberbio y, además de una narración compleja sabiamente manejada, ofrece una historia que para su completo funcionamiento apela no sólo a la inteligencia del espectador, sino también a su complicidad como tal, a su participación activa como elemento vertebrador, como complemento de una historia a la que sólo él puede darle su último sentido, a la que solamente él puede dar el toque final. Y como tal, en un tiempo en que recibir Oscars era síntoma de algo más aparte del marketing, obtuvo siete estatuillas de un total de diez nominaciones, incluidos el de mejor película, director, guión y puesta en escena. Y no es para menos dada la perfección formal y narrativa de una historia, insistimos, de entretenimiento, que ya quisieran para sí algunos gurús de la fantasía construida sobre la endeble base de las lucecitas, los botoncitos y los marcianos (o pandorianos).

Y por si fuera poco, la película se cimenta sobre tonos y puntos de vista poliédricos que abarcan el drama social (sin obviar, aunque la trate levemente, la cuestión racial), la intriga, el suspense, el cine de gángsters, el juego y, cómo no, la ironía, la parodia, el humor. Nos encontramos en Joliet (Estado de Illinois, uno de los pueblos más presentes en el cine y la literatura americanas recientes) en unos años 30 que viven plenamente los efectos del crack de 1929. Entre la gran cantidad de gente que trapichea para sobrevivir, se de un notable incremento de la delincuencia menor, esto es, pequeños estafadores, carteristas, timadores… Tres de ellos que forman grupo, Hooker (Robert Redford), Erie (Jack Kehoe) y Luther (Robert Earl Jones, nótese el apellido), caso extraño el que blancos y negros trabajen juntos, por otra parte, idean un golpe a través de un falso atraco navaja en mano con el cual le sacan la pasta a un lechuguino. Lo que desconocían es que el lechuguino en cuestión es un tal Mottola, correo del mafioso Doyle Lonnegan (Robert Shaw) que iba camino de la “central” para depositar el dinero ganado en los días previos gracias a los tugurios clandestinos de su zona. Al gángster no le hace mucha gracia que unos vulgares timadores le roben el dinero, e inmediatamente pone en marcha la máquina de la represalia. En su huida, Hooker, por recomendación de Luther, llega hasta Henry Gondorff (Paul Newman), experto en timos a gran escala con el que intentará aprender el negocio a lo grande mientras se esconde de los matones de Lonnegan y de un tosco y violento policía (Charles Durning), que extorsiona continuamente a Hooker quitándole a su vez el dinero que éste no haya perdido ya previamente con las chicas o en el juego. Hooker, Gondorff, Billie (Eileen Brennan), Kid (el siempre eficaz Harold Gould) y una verdadera tropa de estafadores y timadores de poca monta, algunos por simple avaricia, otros por supervivencia, y alguno que otro por venganza personal o incluso por orgullo profesional, se empeñan en diseñar el modo de sacarle a Lonnegan hasta el último centavo, una aventura en la que además de unos cuantos (muchos) dólares en el bolsillo se juegan la vida, porque el gángster es de los que echan mano del revólver si la ocasión lo merece, y sin saber que el FBI, a través del agente Polk (Dana Elcar) va detrás de Gondorff y amenaza con reventar todo el tinglado antes de hora.

Haciendo suya la moda setentera de situar tramas en décadas atrás, Roy Hill (como ya hiciera en El carnaval de las águilas) echa mano de nuevo de la exitosa pareja protagonista de su western crepuscular Dos hombres y un destino, filmado cuatro años antes, como principal gancho comercial de un film delicioso. Acompañados por un extraordinario elenco de magníficos secundarios, el director, con un espléndido guión de David S. Ward, dirige una historia compleja cuyos resortes, múltiples recovecos y continuas vueltas de tuerca funcionan con la precisión de la mejor relojería suiza, con interpretaciones de altura y escenas memorables contenedoras tanto de sensibilidad y humor como de una cierta idea solemne de épica asociada al tema de la justa venganza. Entre éstas, además del inolvidable y desconcertante final, la muerte de Luther o el capítulo que gira en torno a Salino, el asesino a sueldo preferido de Lonnegan, destaca por encima de todas la escena de la partida de poker en el tren Chicago-Nueva York. Allí, Gondorff, en su falsa piel de responsable de un local de apuestas hípicas ilegales, pretende echar el cebo sobre Lonnegan a fin de darse a conocer y de ponerle en canción en cuanto a los presuntos enormes beneficios de su negocio y así despertar su rencor y su codicia. Lonnegan organiza un juego de poker en el tren que ha ido adquiriendo tanta fama y prestigio por las grandes cantidades de dinero que maneja que hay importantes hombres de negocios que simplemente hacen el viaje por jugar en la partida. Continuar leyendo «Cine en serie – El golpe»

Paul Newman se va…

El cine se queda sin sus ojos azules. Se va un grande.

Mis escenas favoritas – El golpe (The sting)

Gran escena la de la partida de póker en el tren perteneciente a este magnífico divertimento dirigido por George Roy Hill en 1973. El grupo de timadores, encabezado por el gran Paul Newman, que pretende dejar sin blanca al gángster Ray Lonnegan (o Lonimen), interpretado por Robert Shaw, le prepara una encerrona en el tren Chicago-Nueva York para ir tanteando el terreno y preparando el golpe final. La escena de la partida está a un tiempo llena de suspense, emoción y cierta comicidad. Fantástica.