Cine y poker: cinco (o siete) cartas para vivir el suspense

1. El escenario. El gran salón de un casino de Las Vegas, Reno, Texas, Atlantic City o Montenegro. Quizá una página web donde jugar al poker on line. O mejor una estancia tenuemente iluminada: el reservado de un bar, una trastienda, un vagón de tren, un cuarto de alquiler, el rincón más apartado del saloon, o quizá la discreta habitación de un hotel, en una planta no muy alta, cercana a la escalera de incendios y siempre con vistas a la parte de atrás. El tapete verde parece ser la única fuente de luz, atrae todas las miradas, todos los objetos convergen en él, los naipes brillan como diamantes, las fichas de colores, verdes, amarillas, rojas, blancas, azules, refulgen como gemas preciosas. A su alrededor, delimitando la zona de juego, cansadas botellas medio llenas y turbios vasos medio vacíos, paquetes de cigarrillos prensados, saquitos de tabaco de liar, papel de fumar arrugado, cerillas gastadas, encendedores agónicos, ceniceros insaciables, relojes de bolsillo detenidos, algún que otro pañuelo sudado, puede que un arma expectante, quizá ya humeante. Objetos de culto como tributo al azar, a su Dios, al poker, en forma de billetes verdes de distintos valores pero todos de igual tamaño que, como hormigas trabajadoras aprovisionándose para el invierno, mantienen invariable su ruta desde los informes montones del círculo exterior hacia el mismo centro de la mesa, hasta el lugar donde se levanta el templo de las mil apuestas, la ofrenda a la Diosa fortuna y a su mensajera de dos caras, la suerte escondida en el altar de los sacrificios de un único ladrillo de cincuenta y dos cartas: la partida de poker.

2. El tiempo. La loca carrera de cincuenta años hacia el Oeste, al abrazo del Pacífico a través del desierto. Los felices y violentos años veinte; los deprimidos y depresivos años treinta. Los negros años cuarenta, ya perdida la inocencia del mundo. La enloquecida actualidad devorada por la prisa y el culto a lo inmediato, a lo perecedero, a la muerte instantánea. El poker, la partida, el juego, frontera para el antes y el después de una existencia a refundar, inicio de la incierta aventura de una nueva vida. El futuro, el porvenir que abre o clausura una combinación de cinco (o siete) cartas.

3. El guión. Los jugadores discuten si juegan al poker de cinco o siete cartas, si al poker del Oeste de la frontera o al poker texas holdem. Una joven figura del poker sueña con destronar al rey del juego. Un timador despluma a un gángster para hacerle morder el anzuelo. Un pistolero se entretiene con sus compinches antes de matar o morir. Un grupo de rufianes pasan el tiempo mientras esperan el momento del atraco. Cuatro tipos amañan una partida con el fin de desplumar al quinto. Un ladrón de guante blanco da clases a los jóvenes para que hagan trampas sin que les pillen. Un agente con licencia para matar intenta dejar sin blanca al monstruo que financia el terrorismo internacional. Unos chicos se pasan de listos y terminan debiéndole una fortuna al jefe del hampa londinense. Un chico financia sus estudios de derecho gracias a las cartas. Un jugador listillo pretende hacer reír en un Oeste que no tiene ninguna gracia. Un inocente acusado de hacer trampas acaba linchado. Un joven de talento busca reconciliarse con su padre en una partida. Una dama entre vaqueros se juega la vida y toma el pelo a los hombres más ricos del territorio. Un escritor que oficia de croupier quiere robar el casino en que trabaja. Para un ex convicto que intenta rehacer su vida, el poker es el primer paso hacia el abismo de la droga. Partidas suicidas para tentar al rey del poker de Los Ángeles. La biografía del legendario jugador Stu Ungar. Un magnífico bribón fabrica naipes marcados. Una mujer tan dura, valiente y cruel como los hombres. Doce apóstoles del poker. La aventura de cartas de un escritor de novelas. Una eminente doctora seducida por un timador. La apuesta es un burdel. Un hombre juega y ama en una Casablanca convertida en La Habana… Continuar leyendo «Cine y poker: cinco (o siete) cartas para vivir el suspense»

A 23 pasos de Baker Street: más -o menos- cerca de Alfred Hitchcock

Resultaba imperdonable que en dos años y medio de escalera no hubiera asomado por aquí el gran Henry Hathaway, director de un buen puñado de clásicos inmortales como Tres lanceros bengalíes, La jungla en llamas, Rommel, Niágara, El jardín del diablo, El fabuloso mundo del circo, Los cuatro hijos de Katie Elder, El póker de la muerte o Valor de ley. Un director de estudio de gran oficio y una forma casi artesanal de entender el cine que en 1956 se apuntó al suspense que tan buenos réditos estaba dejando en las taquillas al aire del enorme éxito comercial del cine de Alfred Hitchcock y aunó la moda del momento con la memoria de uno de los más populares detectives de novela, el Sherlock Holmes de Conan Doyle, para crear esta excelente intriga psicológica que contiene todos los elementos del género y los combina a la perfección.

Situando pues la historia geográficamente muy cerquita de la memorable residencia de Holmes y Watson, Hathaway nos presenta a Philip Hanon (el, para quien escribe, siempre insulso Van Johnson), un dramaturgo norteamericano instalado en Londres desde que perdiera la vista tiempo atrás. Vive encerrado en su lujoso piso, con su secretario Bob (memorable Cecil Parker, irónico y mordaz), y pasa el tiempo grabando en un magnetófono las nuevas obras que Bob le pasa al papel. Philip se encuentra resentido con la vida por culpa de su fatalidad e intenta disimular su ceguera ante todo el mundo, a la vez que pretende olvidar todo aquello que le recuerda el pasado en el que podía ver. Por eso, cuando le visita su antigua secretaria y posterior prometida (Vera Miles, en la cima de su éxito tras actuar aquel mismo año en Centauros del desierto), el mal humor y los nervios le llevan a olvidar las penas a su pub habitual, donde, a través de los débiles ventanales de un reservado, escucha cómo dos personas elaboran lo que parece ser un plan criminal. Sin rasgos físicos que puedan ayudarle a identificar a los interlocutores y con unas débiles pistas captadas a través de una máquina tragaperras que alguien no dejaba de hacer funcionar, vuelve a casa, graba los retazos de conversación que recuerda en su magnetófono y comienza una labor de investigación con ayuda de su ex novia y de su secretario mientras la policía, escéptica y también sin indicios reales a los que agarrarse, intenta disuadirle. Sin embargo, cuando algunas cosas empiezan a no encajar, y más aún cuando ve su propia vida amenazada, Philip no tiene ya duda de que va por el buen camino.

Encontramos por tanto una mezcla de una historia de suspense, un débil MacGuffin tan etéreo, impreciso y abstracto como un plan escuchado a medias del que no se sabe autores ni objetivo, con un romance retomado tras haber sido roto en pleno auge años atrás. Así, el desarrollo de la investigación, la averiguación de los hechos, va paralela a la reconstrucción del afecto y la confianza entre los antiguos amantes, mientras que la nota de ironía y humor la pone el secretario y algún que otro personaje secundario con sus comentarios mordientes. Y como no puede ser menos contando con un protagonista invidente, se aprovecha esta circunstancia, de manera un tanto tópica ya a estas alturas, para la construcción entre penumbras y oscuridades de la escena final en la que investigador y culpable se las «ven» en el mismo terreno en un duelo con las luces apagadas. Si añadimos además la localización en plena City londinense y el aprovechamiento como decorado de los exteriores monumentales de la ciudad y también sus particulares características climatológicas, en especial la lluvia y la niebla, obtenemos una película que sigue la senda del mejor suspense inaugurada por Alfred Hitchcock mientras que, por otro lado, conecta la historia con la tradición detectivesca británica, tanto en el fondo como en la forma, de la era victoriana.

Entre los aspectos negativos, cabe mencionar dos: la ausencia de carisma en los villanos, interpretados por actores de segunda fila que, además de que no llegan a cobrar la importancia que mereciera una atención minuciosa por el espectador, apenas ocupan minutos relevantes dentro del metraje, que incorporan a unos personajes a los que se muestra siempre a distancia y sin que el espectador posea claves suficientes para ir por delante de los investigadores y poseer así información que les haga partícipes de la historia en mayor medida, y por otro lado, el poco acierto en recrear al dramaturgo ciego por parte de Van Johnson, especialmente en las escenas que transcurren en lugares en los que el personaje no habría de desenvolverse con habilidad, sin que quepa la coartada de la ayuda o la compañía de quienes se hallan con él. Pero donde más se percibe esta falta de elaboración del personaje es precisamente en las escenas cotidianas, en las situaciones normales, donde Johnson, simplemente, sólo es ciego porque se recuerda constantemente que es ciego.

Con todo, pequeñas debilidades que no consiguen empañar el magnífico guión y la gran dirección de Hathaway, así como el interés de una historia que bien merece con el paso del tiempo situarse entre los más reconocidos y celebrados filmes de suspense de la época clásica del cine, con perdón de Sir Alfred.