Palabra de Jim Jarmusch

(entrevista originalmente publicada en Letras Libres el 16 de diciembre de 2016)

P: A menudo se asocia su cine con la melancolía, alienación, ternura e ironía, que son afecciones de naturaleza contemplativa y lacónica. ¿Ha pensado alguna vez realizar una película a partir de sentimientos más explosivos como la rabia?

R: Quiero confesar algo: soy mal analista de mi propio cine. No es por una cuestión de pedantería, sino porque el ejercicio me resulta incómodo y frustrante. Una de las dichas de ir al cine es entrar por primera vez a un mundo desconocido sin saber lo que te espera. La inmersión es total. Como realizador, en cambio, pasas años con la película en la cabeza y varios meses en la preproducción, rodaje y edición. Cuando termina el proceso has visto el mismo filme cientos de veces en distintas etapas. Llegas a un punto en el que eres incapaz de conectarte, por lo que analizarla con sensatez se hace imposible. La audiencia ve con más claridad la película que su propio director. Dicho esto, intentaré responder de la mejor manera posible. No me veo filmando algo a partir de la ira, por ejemplo. La melancolía y el romanticismo son más interesantes. El aburrimiento de un personaje me parece más atractivo que un arranque de furia. Me gusta que el espectador sienta el paso del tiempo, por lo que uso un estilo mínimo, austero. Algunos críticos señalan que mis películas carecen de trama, y probablemente tienen razón. La vida no tiene una trama: caminamos y lidiamos con lo que sucede. Mi cine carece de arranques enajenantes. Eso no quiere decir que mis películas carezcan de personajes con emociones diferentes, pero trato de hacerlo con una estética que permita contemplar el ritmo verdadero en el que se desdobla la existencia, sin hoja de ruta. Soy una persona intuitiva y eso se refleja en mis películas. También soy una persona que no se toma muy en serio a sí misma. Mi trabajo está lleno de humor y espero que la gente lo encuentre divertido. Empecé a trabajar en lo que finalmente sería Dean Man pensando que haría algo serio y oscuro, pero conforme el proyecto tomó forma no pude evitar meter varios detalles de humor. Una de mis citas favoritas es de Oscar Wilde: “La vida es demasiado importante como para que la tomemos en serio”. Dudo que sea capaz de dirigir una pieza solemne. No tiene caso ir en contra de mi voz.

P: ¿Esa filosofía define también su estética?

R: No estoy a favor o en contra de un estilo determinado. Son opciones que un artista decide tomar. Disfruto, como cualquier otro, una película de edición rápida y cámara en mano, pero eso no significa que yo lo quiera hacer. El problema con la forma es que va de la mano de una cuestión genérica. Los espectadores esperan ciertos elementos estéticos de una película de acción, por ejemplo. Si no los encuentran se van a sentir decepcionados, más allá del valor de lo que vieron. Ese es el espíritu con el que filmamos Los límites del control, donde no hay acción ni romance. No hay, ni siquiera, una historia bien esbozada. Intenté hacer una película envolvente de crimen e intriga con un asesino a sueldo que no cumpliera con ningún lugar común del género. No sé si salió bien, pero sin duda fue una de mis películas más criticadas. No me sorprendió. La idea original era jugar con las expectativas del público. A veces es sano hacer eso. Quizás algún día sorprenda a todos y entregue una película distinta a lo que se espera estilísticamente de mí, pero por ahora no he sentido la urgencia de hacerlo. Me gusta pensar que se pueden llevar a cabo múltiples variaciones de un concepto dentro de un mismo tono. Godard dice que solo ha hecho una película con múltiples variaciones de la misma fuente. No creo que sea del todo cierto, pero me gusta que asuma las variaciones como postura creativa.

P: Pienso en una de sus influencias, Buster Keaton. Ha dicho que algunos de los personajes de su cine tienen algo de Keaton: un humor seco, engañosamente monótono, que deriva en tristeza.

R: Buster Keaton es mi héroe. Siempre lo llevo conmigo. Keaton luce pequeño en el cuadro, es una presencia frágil y vulnerable. Siempre temes que muera aplastado. Era un director asombroso. La mayor prueba de su talento narrativo está en su cara. Eliminaba toda emoción de su rostro y paradójicamente producía una sensación llena de sentimiento. No importaba que lo persiguieran policías, que estuviera atrapado en un barco del que todos habían escapado o se encontrara a bordo de una locomotora sin control, Keaton nunca hacía gestos: nunca le mostraba al público cómo se sentía, sino que permitía que la situación hiciera el trabajo. Como espectador, esta dinámica me conmueve a un nivel muy personal. Estoy preocupado todo el tiempo por lo que le pueda pasar, precisamente porque no sé cómo sentirme. Keaton nunca me lo dice. Siempre estoy alerta. También me gusta Chaplin, aunque no me sacude del mismo modo. Chaplin siempre es la figura central, la estrella del cuadro. Los personajes de ambos están en desventaja frente al mundo, pero Chaplin siempre tiene más control sobre las cosas. Los dos eran unos genios, pero Chaplin contó con el lujo de trabajar su personaje y sus películas con más recursos. Si no conseguía el gag que quería, rentaba un estudio al día siguiente y lo repetía hasta que estuviera satisfecho. Keaton solo podía hacer las cosas una vez. ¿Cómo puedes repetir una secuencia si estás colgado de un árbol sobre una catarata? Buster se rompía un hueso cada vez que filmaba. Eso para mí lo hace más humano que Chaplin. Lo amo. Keaton es algo natural en mí. No me extraña que se proyecte en mis películas.

P: Se le ha señalado como el emblema de un estilo depurado, asociado con cierto cine europeo y oriental (Robert Bresson, Jean-Pierre Melville, Yasujiro Ozu). Hoy usted es una clara influencia en varios directores de vanguardia.

R: Mi acercamiento con ese cine fue hasta que estudié el último semestre de la carrera en París, gracias a un programa de intercambio que tenía la Universidad de Columbia. Siempre me gustó el cine. Mi mamá nos llevaba a funciones dobles de películas de serie B como El ataque de los cangrejos gigantes o La mujer y el monstruo. Pero no fue hasta que tuve la fortuna de conocer la Cinémathèque Française que pude conocer con mayor profundidad a cineastas como Bresson, Mizoguchi, Vértov, Vigo y Ozu. En ese entonces, la Cinémathèque estaba dirigida por Henri Langlois, quien logró esconder de los nazis muchas copias de películas clave de la cinematografía. Sin él, esas películas habrían sido quemadas. Ahí también comencé a apreciar a cineastas estadounidenses que no eran muy conocidos en mi país. En Europa, por lo menos en esa época, la división entre cine de arte y comercial era algo difuso. Creo que eso me ayudó a ser desprejuiciado y absorber varias influencias. No creo en la originalidad. Si robas un concepto de otro artista sin darle ninguna clase de crédito, eres un imbécil, de acuerdo, pero si alguien genera primero algo que te conmueve o inspira, creo que es válido apropiarte de la idea. El robo genera variaciones, y las variaciones son el motor fundamental de la creatividad.

P: Samuel Fuller y Nicholas Ray, dos directores que suele mencionar como influencias, eran figuras respetadas por los cineastas de la nueva ola francesa.

R; Mi admiración por ellos se consolidó en París. Fuller representa una energía cruda que podría parecer muy distinta de mi personalidad fílmica. En una edición del Festival de San Sebastián le dieron un premio humanitario por Corredor sin retorno. Fuller lo rechazó diciendo que su cinta no era una película humanitaria, era un melodrama lleno de acción. Su energía era vulgar, incontenible, pero en el fondo era un humanista entrañable. Sus cintas presentan situaciones complejas y desesperanzadoras de guerra, crimen, locura o espionaje, pero lo que siempre resalta es el lado humano de sus personajes. Es una influencia fundamental para mí. Nicholas Ray, por otro lado, fue mi maestro, cuando regresé de París, en la Universidad de Nueva York. Nick daba clases ahí y me convertí en su asistente personal. Ray era un director minucioso, poético e inteligente; un artista de una estética muy avanzada. Lo quise mucho. Nick solía decir que un director que solo sabe de cine es un pésimo director. Hay un término que me parece fascinante: “diletante”. Un diletante es un aficionado, una persona que se dedica a un arte o disciplina de forma no profesional, por simple gusto. Cuando alguien está interesado en varias cosas a la vez e intenta realizar algo en todos esos campos, lo calificamos como un diletante. Muchas personas lo utilizan de manera despectiva, porque se considera que es malo saber un poco de todo pero mucho de nada. Debería ser lo contrario: lo mejor que puede hacer un director de cine es interesarse por el mayor número de cosas. Si la gente me etiqueta de hipster o de pretencioso me da lo mismo, pero cuando alguien me llama diletante me siento halagado. No soy un experto, pero sé un poco de todo: soy un ornitólogo amateur, escucho música de todos los periodos de la historia, sé cómo identificar hongos, puedo charlar sobre la historia del diseño industrial de las motocicletas británicas. La verdad es que puedo hablar de casi cualquier cosa. Ser un diletante es de gran importancia para un cineasta. Varios de los directores que más admiro fueron diletantes. Ray era pintor, estudió arquitectura con Frank Lloyd Wright y tenía un programa de radio sobre blues. Howard Hawks también era un personaje multifacético. A Luis Buñuel le encantaba decir que no le gustaba leer, sin embargo, cuando visité su biblioteca personal en Madrid, todos los libros estaban llenos de anotaciones y comentarios. El tipo devoraba libros, simplemente le encantaba jugar y hacerse el desinteresado. Dirigir una película involucra muchas cosas. No es como pintar un cuadro o escribir un libro, también estás obligado a saber algo de fotografía, composición, manejo de actores, música, movimiento… Me asumo con orgullo como un diletante. Es una condición indispensable para hacer cine.

P: Los vampiros de Solo los amantes sobreviven (2013) son análogos, anacronismos en un mundo digital. ¿Cuál es su actitud frente al fin del cine fotográfico y la consolidación de las técnicas digitales?

R: El cine fotográfico es una reacción química de luz y aleaciones de plata que se transforma en imagen. ¿Cómo superar eso? Es una idea poética fabulosa. Desde luego que no deseo su desaparición. Por otro lado, tampoco hay que perder de vista que la película fotográfica es solo una herramienta. Lo que importa es lo que escribes y captas en pantalla. A mí me gusta escribir con lápiz, por ejemplo. Me encanta sacarle punta al lápiz y el sonido que hace cuando la punta pasa por el papel, pero puedo escribir con cualquier otro instrumento. Solo los amantes sobreviven y Paterson se grabaron con cámara digital. La mayoría de las personas no lo notan porque Yorick Le Saux y Frederick Elmes, directores de fotografía de esas cintas, respectivamente, se esmeraron en darles una cualidad fílmica mediante el tratamiento del color y filtros de densidad neutra. Con eso logramos disminuir la claridad de la profundidad de campo, que es el aspecto que más me molesta de la cámara digital. Les he ganado apuestas a críticos que juran que utilizamos película fotográfica en Paterson.

P: No solo es un director reconocido, sino una personalidad con la que la gente quiere hablar y tomarse fotos. ¿Le pesa la etiqueta de icono del cine independiente?

R; La gente me reconoce mucho menos de lo que se piensa. Me encanta caminar y conocer lugares. Tomo el metro como cualquier persona. Cuando voy a un festival el trato tiende a ser distinto, y quizás ahí es donde me percato más de mi supuesta popularidad. No me gusta que me fotografíen. Odio las selfies. La tecnología nos ha convertido en zombis, hoy todos quieren registrar el momento. Ir a un concierto se ha convertido en un martirio. No me considero famoso. Debe de ser difícil vivir con la fama. Por eso admiro tanto a algunos actores. Recuerdo que durante la filmación de Flores rotas, mientras el equipo preparaba algunas escenas en una casa alrededor de las siete de la mañana, Bill Murray hablaba con unos técnicos y conmigo en el porche. De pronto Bill paró la conversación y nos dijo “esperad, vuelvo en un momento”. Vimos un poco extrañados cómo cruzó la calle y tocó la puerta de la casa de enfrente, que no tenía nada que ver con la filmación. Un señor le abrió y lo invitó a pasar. Media hora después, Bill regresó al porche con un plato de galletas, que compartió con nosotros. “¿Qué demonios ha pasado?”, le pregunté. Bill tenía hambre y fue a preguntar a la casa de enfrente si tenían algo que desayunar. Al abrir, el señor dijo: “¡Es Bill Murray!” El hombre le pidió que desayunara con su familia. Después le regalaron unas galletas. Se necesita cierto grado de locura para vivir con el hecho de que todo mundo te reconoce cuando sales a la calle. Bill lo sabe manejar bien.

P: ¿Qué fue de la sociedad secreta Los hijos de Lee Marvin? Y más importante, ¿dónde puede uno solicitar su ingreso?

R: Lee Marvin era un actor grandioso e increíblemente versátil. No solo era el tipo más duro que podías ver en una película de acción, sino que podía ser trágico, ambiguo y hasta cómico. Hace poco vi Shack out on 101, en donde Lee está hilarante, interpreta a un cocinero que hace pesas. Tristemente, no se reconocía su talento. La gente no sabe cómo entenderlo. Para rendirle tributo, fundé hace muchos años Los hijos de Lee Marvin, una sociedad ultrasecreta de personas que físicamente podríamos pasar como los hijos de Lee Marvin. Entre los miembros fundadores están Tom Waits y Nick Cave. Todos estamos ya muy viejos. No podría asegurarlo, pero me parece que el miembro más joven es Nicky Katt, uno de los actores de Movida del 76, de Richard Linklater. No hay solicitudes disponibles, lo lamento. De hecho, me temo que ya he revelado demasiado y no sería seguro para ti saber más al respecto.

P: ¿Qué proyectos tiene después de Paterson y Gimme Danger?

R: No lo sé. Me da energía levantarme todos los días y que exista en mí un lado adolescente que me motive a explorar y aprender cosas nuevas. No para hacerme el sabelotodo, sino para tomar conciencia de todo lo que me falta por saber. Una vez que termine la promoción de las dos películas quiero regresar a tocar música con mi banda, y quizá concluir un par de relatos que no he terminado de escribir. También quiero explorar un poco con la fotografía. No tengo un plan maestro. Creo que todo esto contribuye a pulir mi oficio de cineasta, que al final es lo que más me importa.

50º aniversario del fallecimiento de John Ford

Excelente artículo de Jorge San Miguel, publicado en Letras Libres el 28 de agosto de 2023:

«El último día de agosto se cumplen cincuenta años de la muerte de John Ford. Son palabras mayores: por supuesto en el cine, que es lo que importa; pero también en la vida cultural y, qué remedio, política española de las últimas décadas. Ford ha representado un vínculo mitológico con el viejo cine para quienes ya no lo vivieron de primera mano, una especie de Homero –“¡Homérico!”– con parche, de contornos legendarios entrevistos en cine clubs de televisión, reposiciones y semblanzas culturales. Un eco de un tiempo que se adivina más bronco, más reglado y, paradójicamente, más libre –al menos en un concreto sentido creativo. Cuando había salas de cine y un mundo de normas tácitas y explícitas, pero también espacio para la espontaneidad, la transgresión y un cierta ética de pionero. Por eso mismo, en este tiempo de pegajosas doctrinas de lo político-personal, en el que todo debe tener un sentido ulterior y colectivizable, su nombre se ha convertido en salvoconducto de una vaga resistencia al progresismo ambiental, sus valores y sus ritos. En la intuición no errada de que a una mitología solo se le opone otra.

Pero antes que todo eso John Ford ha sido el cine. El cine tanto en la vertiente popular como en la intelectual. No a otro que Ford (Young Mr. Lincoln, 1939) se dedica el artículo más célebre de Cahiers du Cinéma, el que quería inaugurar una nueva crítica. Porque si alguien quería matar al padre, o reinstaurarlo, el padre era Ford. Y buena parte de los grandes debates críticos de los 60 acá tienen que ver con la recepción del cine comercial americano; que fue el de estudio (Ford, Hitchcock), como luego el nuevo cine americano; hasta llegar al actual mercado cinematográfico-mediático, que ha terminado de empotrar a martillazos lo popular en lo culto, géneros, plataformas y redes mediante. Cuando la cosa aún iba de “ir al cine”, los públicos masivos recibieron a Ford durante décadas a través ante todo del género western, pero también del bélico, los temas irlandeses o incluso los sociales. “Director de directores” pero también paisaje habitual de las tardes de cine y televisión. No por nada, cuando de jovencito empezaba uno a ver pelis de John Ford como tales, se encontraba que ya las había visto, recordado y reimaginado muchas veces.

John Martin Feeney, Sean Aloysius Ó Fearna en su fabulación irlandesa y Jack Ford para la industria temprana del cine, rodó su primera película en 1915 o, según algunos, 1914. Poco antes había empezado a trabajar como ayudante para su hermano Francis, con el que siempre hubo mar de fondo, incluso en la vejez. Cosa extraña si consideramos que Francis, de quien no se acuerda casi nadie, rodó su último largo en 1928, mientras Jack aparece en cualquier terna de los grandes entre los grandes; pero así son la familia y el corazón. Si el nuevo mundo del sonoro relegó a Francis a actor de reparto –aparece en la mayoría de las cintas más famosas de su hermano hasta su muerte en 1953–, tuvo el efecto contrario en Jack; cuya carrera, aunque exitosa en lo económico, discurría sin pena ni gloria –un artesano más de la industria– prácticamente hasta El delator (The Informer, 1935). Después llegarían La diligencia (Stagecoach, 1939), que rescató el género del Oeste para el público y para el propio Ford; Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath, 1940); ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941); y, por supuesto, la “trilogía de la Caballería”. La Depresión y el espíritu del New Deal permean este período. No solo como es obvio en la adaptación de Steinbeck o incluso la de Llewellyn, historia de mineros galeses; sino en la propia Diligencia, que puede verse sin esfuerzo como una representación de la comunidad política americana. Otra comunidad iba surgiendo desde los 30: la Stock Company que acompañó a Ford desde entonces, y de la que John Wayne, Henry Fonda, Ward Bond, Maureen O’Hara, Harry Carey padre e hijo, Victor McLaglen, John Carradine, Woody Strode o Hank Worden son solo algunos nombres señalados.

Importa detenerse en los veinte años que Ford pasó rodando una cinta tras otra sin apenas reconocimiento, quién sabe si pretensión, de autoría. En la madurez cultivó esa imagen de profesional despegado de frivolidades artísticas –“My name is John Ford. I make Westerns”, según la leyenda propagada por Mankiewicz. Pero podemos sospechar que el filisteísmo era, como otros tantos rasgos del personaje, fachada. Es evidente desde época temprana la vocación de estilo; y no otra cosa delatan sus hábitos de rodar en secuencia y reducir al mínimo lo rodado, para llegar a la sala de edición con lo puesto y mantener el control del metraje final. Un autor que llega a serlo conociendo la industria y su poder relativo dentro de ella; también contra el autorismo.

En otros textos he recordado la influencia, abstracta y concreta, de Ford sobre el gran cine industrial americano de mi generación: Spielberg, Lucas, el mismo Scorsese. También en un cierto cine europeo de vocación americana: Wim Wenders, como antes Leone. Pero la lista sería inagotable porque, como decía, las películas de Ford –el asalto indio de Centauros del desierto (The Searchers, 1956), el costumbrismo romántico de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), las familias y los grupos de camaradas filmados en espacios cerrados de gran profundidad, las ceremonias religiosas o cabalgadas en recorte contra el horizonte, una larguísima conversación a la orilla del río– forman parte del repertorio de imágenes del cine universal y, sobre todo, del recuerdo de varias generaciones.

En lo político, Ford fue uno de tantos demócratas intuitivos o del New Deal que fueron escorando a la derecha ante sucesivas olas contraculturales o, sin más, el paso del tiempo. En vano se buscará una orientación ideológica unívoca en su filmografía, más allá de la simpatía por el popolo minuto –que a veces pueden ser los apaches o los cheyenne– y la reverencia hacia, justo, lo prepolítico: lo que permanece tras la espuma de los días y el zarandeo de los mercachifles del relato. Un humanismo sin doctrina. Por eso brilla en el western, en la guerra y en lo comunitario; y por eso en su última obra maestra el momento de consolidación de lo político coincide con el ocaso de un mundo: el de los héroes.

Punto y aparte merece la cuestión del racismo, dada la época de Ford y su cultivo de un género, por así llamarlo, colonial. En La diligencia los apaches son poco más que atrezzo; quizás porque, como señalábamos, no se trata tanto de una película sobre el Oeste como sobre la nación en un momento de crisis. La “trilogía de la Caballería” presenta tratamientos dispares, en algunos casos abundando en topos racistas; pero Fort Apache es una película pro india, por decirlo sin ambages, en la que la voracidad del agente apache y la alienación y el reglamentismo del capitán interpretado por Fonda desencadenan la tragedia –de forma, por cierto, bastante fiel a la tragedia real de los indios de las llanuras. En Centauros, a pesar de la brutalidad de la premisa, Ford no ahorra detalles que quince años más tarde serían revisionistas o anticoloniales, como la muerte de la india Look o el propio desenlace, con la transformación de Ethan. Otoño Cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964) es una elegía, fallida y falta de energías quizás, pero con un mensaje inequívoco. Ford, en términos generales, tuvo en el cine el respeto por los indios que reservaba hacia lo auténtico, lo previo a la caída; y en la vida real los trató con simpatía y el paternalismo que le permitía su posición: así a los navajos de Monument Valley, con los que rodó a lo largo de las décadas, a los que intentó favorecer y proveer en tiempos de escasez, y que le acabaron reconociendo miembro de la tribu: Natani Nez. Hoy, por supuesto, se presentarían no pocos problemas al hacer pasar año tras a otro a la misma troupe de navajos por comanches, apaches, cheyennes o lo que tocase.

Es esa reverencia de Ford por lo auténtico y prepolítico, por el destilado de la vida, la que lo ha convertido en santo y seña de un cierto casticismo en estos últimos años. Ante el eclipse de figuras patrias como un Cela o un Umbral –eclipse que es, sin más, la decadencia de la gran literatura como arbitrio de la vida social–, Ford emergió ante todo de la divulgación en el programa de José Luis Garci como emblema de un tiempo, una estética y una gavilla de valores, no siempre claros ni coherentes, pero casi siempre a la contra; o eso se pretendía. Un paquete convencional que incluía el boxeo; una cierta idea romántica pero no militante del periodismo; el tabaco, la bebida, los “paraísos artificiales” –como se decía cuando yo era joven–; la creación artística como evacuación y refugio, pero en todo caso empresa netamente individual; la elegante derrota. En suma, una sublimación más o menos forzada de aquel espacio mítico –volvemos a Garci– en que un grupo de hombres fuman y hablan de sus cosas. La evocación de una forma de vida espontánea, intensamente masculina, que hoy parece en retroceso, quizás en vía de proscripción.

En su forma ideal, este neofordismo sería, hablando claro, un refugio contra el coñazo imperante; una milicia contra la militancia, parafraseando a Gracián. En la medida además en que el universo de Ford se construye a partir de los espacios de resistencia al poder por antonomasia: el hogar, la familia y la pareja; la amistad; la solidaridad entre soldados, trabajadores o juramentados. Espacios donde menudencias como la política o la discusiones de moda no entran. O, por decirlo, con Faulkner, concomitante con Ford en no pocas cosas, “los amigos son los amigos voten lo que voten” –doctrina hoy aventurada. No en vano su cine bélico parte ante todo de esa camaradería; una mirada de abajo arriba en la que tanto las gestas como los desastres emergen siempre del material humano básico –They Were Expendable se titula esa película en la que Robert Montgomery y John Wayne piden unas San Miguel en una barra de Manila antes de la invasión japonesa.

Quizás por eso mismo Ford tuvo la capacidad, como reconocía Miguel Marías, de emocionar con lo castrense, la familia o la religiosidad popular a una generación, la crecida entre los 60 y los 70, que fuera del cine no sentía precisamente apego por dichas instituciones. A otras generaciones nos ha servido para volver a contemplarlas de manera no irónica. Aun recibiendo a Ford de segunda mano –otros ya irán por la tercera o cuarta–, no me cuesta imaginar como secundario en La taberna del irlandés a mi abuelo, que habitó también un mundo de tascas, amigotes, bravuconadas y guerras poco heroicas. Hombres que, si no eran ejemplares, eran lo que fuesen de forma espontánea, sin segundas lecturas ni ese sucedáneo de vida examinada que es hoy la autocontemplación colectiva. Los héroes de Ford no rompen las convenciones para cumplir algún designio gregario ni mucho menos por exhibir una identidad, sino porque tienen un impulso individual más fuerte que la conformidad. Es casi el exacto contrario de ese “lo personal es político” que, invirtiendo los términos, nos ha traído un desfile cotidiano de seres vacíos y destartalados, despojados precisamente de cuanto hay en ellos de persona.

Interesa por eso mismo separar a Ford de sus lecturas y recepciones epocales, para no acabar embadurnándolo también a él de sentidos y discursos de circunstancias. Para no degradarlo convirtiéndolo en proyectil contra lo perecedero. Para evitar la impostura –el larpeo se dice ahora–, tan contraria a la mitología fordiana. Hay en su cine, como en las metáforas quevedianas de las que escribía Borges, un goce inmediato, una sensación de hondura sin artificio que es previa a la contienda intelectual, la política o incluso la querella de los valores. Una aprehensión que no está mediada por la crítica ni por la ideología; signo del arte de largo recorrido, que absorbe públicos y perspectivas; y cuya claridad emana precisamente de no eludir las contradicciones y zonas de sombra morales de lo real».