Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)

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Coescrita para el cine por el autor de la obra de teatro en que se inspira, Terence Rattigan, Mesas separadas, dirigida por Delbert Mann tres años después de la inolvidable Marty (1955), constituye, ante todo, un extraordinario recital interpretativo, un auténtico disfrute de lo que implica la profesión de actor. Lo consigue, además, contrastando dos escuelas a priori diametralmente opuestas, la británica, sostenida principalmente gracias a su excelsa tradición teatral, y la estadounidense en su versión ajena a Broadway, la edificada en torno a Hollywood.

En el coqueto y modesto hotelito de la costa británica que regenta la señorita Pat Cooper (Wendy Hiller), en el que transcurren los cien minutos de metraje, se da cita un curioso grupo de huéspedes residentes, cada uno con su propia historia, pero, a su vez, extrañamente envueltos en los avatares de sus compañeros de alojamiento. El primero, la relación que la dueña de la casa mantiene, más o menos secretamente, con el periodista John Malcolm (Burt Lancaster), un hombre que arrastra un pasado de desencanto y frustación que lo mantiene anclado a la bebida. Por otra parte, la joven Sibyl (una impresionante Deborah Kerr), una muchacha tímida y pusilánime, no logra sacudirse el dominio que sobre ella ejerce su madre, Mrs. Railton-Bell (Gladys Cooper), que pasa sus días en compañía de otra vieja chismosa, Lady Matheson (Cathleen Nesbitt). El gran animador del lugar es el comandante Pollock (grandioso David Niven, premiado con el Óscar por su personaje), militar retirado que no cesa de recordar sus experiencias en el norte de África durante la Segunda Guerra Mundial. Otros huéspedes más o menos circunstanciales son Fowler, veterano profesor de cultura griega (Felix Aylmer), Miss Meacham (May Hallatt), una solterona obsesionada con las apuestas, y dos jóvenes novios que, ante los demás, se hacen pasar por estudiantes que preparan sus exámenes de Medicina (Rod Taylor y Audrey Dalton). El pacífico equilibro del tranquilo aburrimiento del hotel se quiebra debido a una doble circunstancia: en primer lugar, la llegada de Ann Shankland (Rita Hayworth), famoso personaje del mundo de las revistas del corazón que es, además, la antigua esposa de Malcolm; en segundo término, la publicación de una noticia en la prensa que cubre de vergüenza a uno de los huéspedes, y que, además, revela la falsedad de su identidad.

Como buena adaptación teatral, no solo no rehúye, sino que aprovecha las limitaciones espaciales de la historia para hacer de la necesidad virtud. Mann fragmenta el espacio del hotel para conformar distintos escenarios paralelos y distribuir las presencias y ausencias de los personajes, sus encuentros y sus diálogos, con las zonas comunes como foco de atención principal, con puntuales excursiones a determinadas habitaciones, la cocina, la recepción, las dependencias privadas de Pat o la terraza exterior, poseedora esta de un valor narrativo crucial en la relación retomada entre Ann y Malcolm. Naturalmente, la gran fuerza de la historia radica en el texto y en el reparto, que administran magníficamente los distintos giros del argumento y la inversión de la carga moral y emocional de las sucesivas escenas, que alteran sus relaciones y sus estados de ánimo y en las que dominan la nobleza y el anhelo de romper con la soledad en la que viven todos estos territorios humanos, como islas próximas a la costa pero incomunicadas con ella. La narración funciona a distintos niveles, y si en un primer plano se exponen el juego de odios aparentes y ascuas ardiendo de la pareja Malcolm-Ann, la sumisión de Sybil para con su madre y las dudas y angustias de Pollock, el retrato colectivo de los distintos personajes y de sus relaciones ofrece un mosaico prácticamente completo del devenir de las relaciones amorosas entre un hombre y una mujer. De este modo, asistimos al cortejo (en los temerosos inicios, por ambas partes, de la relación entre Sibyl y Pollock), la pasión (los jóvenes estudiantes), el compromiso (Malcolm y Pat), el matrimonio, el abandono y el espejismo de la reconciliación (el triángulo que forman Malcolm, Pat y Ann) y la viudez y la soledad (Lady Matheson, Mrs. Railton-Bell, tal vez Fowler y Miss Meacham). Continuar leyendo «Territorios humanos: Mesas separadas (Separate tables, Delbert Mann, 1958)»

La tienda de los horrores – Suave como visón

Desde Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), la estrella de Cary Grant fue apagándose poco a poco. Tras veinticinco años en lo más alto del panorama de Hollywood caracterizando una y otra vez al galán de galanes por antonomasia, la inexorable huella de la edad dificultaba ya su identificación por parte del público con los atractivos, aventureros, alocados y descacharrantes personajes de sus screwball de juventud y de los elegantes y heroicos caballeros de su madurez, al mismo tiempo que afectaba a la verosimilitud de ciertas actitudes y comportamientos de sus caracteres en la pantalla. Esta autoconciencia de que su indiscutible hueco en el cine del sistema de estudios empezaba a faltarle llevó a Grant a un espaciamiento cada vez mayor de sus apariciones en películas durante los años sesenta, hasta un retiro prematuro que le libró de tener que reinventarse en la vejez, como hicieron muchos otros intérpretes del periodo clásico, exiliándose en proyectos menores de cine de catástrofes o en series de televisión de bajo perfil durante los setenta. La lenta pero súbita caída de Grant tuvo celebrados repuntes, como Página en blanco (The grass is greener, 1960) o Charada (Charade, 1963), ambas dirigidas por Stanley Donen, pero otros de sus trabajos dejaron a las claras que su época en el cine había pasado, si bien resultando siempre la presencia y la interpretación de Cary Grant lo mejor de ellos: es el caso de Apartamento para tres (Walk don’t run, Charles Walters, 1966) o esta Suave como visón (That touch of mink, Delbert Mann, 1962).

De muy muy decepcionante puede calificarse esta presunta comedia de leve temática sexual protagonizada por Grant y una Doris Day rebozada y regocijada en la etapa más insoportable de su carrera. Como de costumbre, Doris Day interpreta a una provinciana reprimida, timorata y palurda cuyo principal -y único- proyecto de felicidad es encontrar al amor de su vida, fundar un hogar y procrear montones de hijos. Por este orden, por supuesto, porque de sexo, hasta que pasen por la vicaría, nada de nada. No se trata de una excentricidad aislada, porque Cathy, el personaje que interpreta Doris Day, vive en un apartamento de Nueva York alquilado a medias con Connie (Autrey Meadows), otra que tal baila. Juntas viven en algo así como en una eterna edad del pavo, como si a su ya más que madurez -la actriz era ya cuarentona- compartieran todavía acampada en el colegio, cuarto en el instituto o residencia en la universidad. Todo cambia cuando un día de lluvia el cochazo de un millonario elegante y apuesto, Philip Shayne (Cary Grant, obviamente) salpica de barro el abrigo de Cathy cuando se dirige a una entrevista de trabajo. Por supuesto, esto no es más que el principio de una historia que, transitando por distintos marcos de lujo y distinción, consiste en las distintas maniobras de Philip para desvirgar a la rubia y en la resistencia y maquinación de la mujer para conseguir que el ricachón trague con la ceremonia matrimonial como peaje imprescindible para acceder a ello. Por supuesto, este planteamiento encierra un concepto retrógado de las relaciones humanas en todos los sentidos, así como una trampa argumental, ya que, en el fondo, el comportamiento de Cathy es casi casi prostitución, pero el guión de Stanley Shapiro consigue convenientemente almibararlo todo de sentimentalismo barato y comedia hueca a fin de quitarle tremendismo y de convertir el puro sexo en historia de amor de algodón de azúcar.

Delbert Mann se apunta uno de los tantos más bajos de su carrera, nada que ver con Marty (1955) ni con Mesas separadas (Separate tables, 1958), y el trabajo de Stanley Shapiro resulta muy inferior incluso al realizado en otras presuntas comedias irritantes de Doris Day también escritas por él, como Confidencias a medianoche (Pillow talk, Michael Gordon, 1959) o Pijama para dos (Lover come back, Delbert Mann, 1961). Tampoco es el punto más alto de la carrera de Doris, aunque su punto más alto no destaque tampoco demasiado por encima de su trabajo en esta cinta, y, desde luego, el trabajo de Cary Grant, por más que consiga dotar, como no puede ser de otra manera, a su personaje de su característico carisma personal y su elegancia innata, termina abundando casi en la auto parodia habitual de sus últimos trabajos en la pantalla, muy lejos del lugar de honor que la historia del cine le deberá siempre. La película resulta fallida en casi todas sus líneas, resultando con diferencia lo más notorio, para mal, el hecho de que un sesentón Cary Grant y una cuarentona resulten tan profundamente ridículos perdiendo el tiempo en una trama de aire más propio de la adolescencia en torno a las incertidumbres coitales. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Suave como visón»