La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

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El director Andrew V. McLaglen apenas puede ocultar sus influencias personales y artísticas en sus películas. Hijo natural del actor Victor McLaglen (la letra V. del apellido indica, de hecho, el mismo nombre), es casi o tanto más hijo cinematográfico de uno de los grandes camaradas de su padre, nada menos que John Ford. Esto salta a la vista tanto en los argumentos de las películas dirigidas por Andrew, consagradas en su totalidad al western, al cine bélico o a las películas de acción, como también en la confección de sus repartos, entre los que se dan cita los habituales nombres del cine fordiano, desde John Wayne, James Stewart, Maureen O’Hara o Richard Widmark, hasta otros menos conocidos pero igualmente presentes como Harry Carey Jr., Ken Curtis, Jeff Corey, Woody Strode, Ben Johnson, etc., etc. Pero lo que más destaca en la filmografía de McLaglen hijo como director, es que es uno de los primeros y máximos exponentes de la cultura del sucedáneo. Desposeído del talento, de la pasión lírica y poética y del magistral ojo técnico para el encuadre de su “padre cinematográfico”, John Ford, las películas de McLaglen parecen eso mismo, sucedáneos, versiones planas y superficiales de las grandes historias fordianas, con a menudo las mismas caras, los mismos ambientes y los mismos entornos, a veces también con una puesta en escena pretendidamente similar, pero vacía de ese último sentido de Ford para componer imágenes elocuentes, soberbias, poéticas, significativas. Es decir, que el cine de McLaglen parece hecho por un mal imitador de Ford, una persona interesada por los mismos temas y argumentos pero desprovista de su talento, profundidad, capacidad técnica y hondura emocional. A lo largo de la carrera de McLaglen encontramos, por tanto, un puñado de westerns voluntariosos pero fallidos como las comedias El gran McLintock (1963), con John Wayne y Maureen O’Hara, o Una dama entre vaqueros (1966), de nuevo con O’Hara y James Stewart, o los más serios Desafío en el rancho (1967), con Doris Day, o Camino de Oregón (1967), protagonizada por Robert Mitchum y Richard Widmark, Chisum (1970) y La soga de la horca (1973), estos dos últimos de nuevo con Wayne, así como episodios de la guerra civil americana, como El valle de la violencia (1965), de nuevo con James Stewart, o Los indestructibles (1969), con John Wayne una vez más, acompañado por Rock Hudson; también hay títulos bélicos, como La brigada del diablo (1968), con William Holden, especie de edulcorada copia de Doce del patíbulo (Robert Aldrich, 1967), o Lobos marinos (1980), con Gregory Peck y David Niven, siguiendo las líneas marcadas por Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961). Esa es otra característica extraña en McLaglen, su condición de obrador de refritos, no sólo sugeridos, sino también convertidos en continuaciones y remakes, como la serie televisiva Doce del patíbulo (1985), Cerco roto (1979), continuación no oficial de La cruz de hierro de Sam Peckinpah (1977), o la más evidente El regreso del río Kwai (1988). De entre todo este culto a la copia, el sucedáneo y la imitación desnaturalizada destaca, junto a Rescate en el Mar del Norte (1979), atípica película de acción situada en una plataforma petrolífera secuestrada por un grupo terrorista, Patos salvajes (1978), una cinta que bebe en parte del argumento del excelente western de Richard Brooks Los profesionales (The professionals, 1966).

Lo primero que llama la atención en la película, vista por un espectador español, es el cambio de título: en España se prefirió sustituir los gansos del original (‘geese’ es el plural de ‘goose’, “ganso”) por los patos, no se sabe muy bien por qué. En todo caso, nos hallamos ante una película floja de argumento y un tanto descuidada y, desde luego, escasa de medios, en lo visual, que encuentra su mayor virtud en las implicaciones derivadas de algunas cuestiones de su guión y en el cuarteto protagonista, un póquer compuesto por Richard Burton, Richard Harris, Roger Moore y el alemán Hardy Krüger, cuatro mercenarios contratados por un magnate inglés (Stewart Granger) para cuyos intereses comerciales y políticos conviene la liberación de un político africano al que quiere asesinar el militar golpista que lo ha derrocado. Para ello, ha ofrecido a cambio de su cabeza las mismas concesiones mineras de cobre que el político inglés explota actualmente. La posibilidad de perder ese negocio, además de la causa de la liberación del político, llevan a la contratación del grupo y a la confección de una pequeña unidad de veteranos ex combatientes para saltar en paracaídas sobre el campamento donde está preso, liberarlo y llegar a un cercano campo de aviación desde el que ser evacuados. Obviamente, el fantasma de la traición hace que el grupo sea abandonado a su suerte en un país hostil, debiendo abrirse paso a tiro limpio hasta tierra amiga sólo con la ayuda de un fanático sacerdote (Frank Finlay).

La película nos lleva desde el Londres inicial, en el que Burton recibe el encargo y trata de reunir a su grupo (Moore es un esbirro del crimen organizado metido en problemas y Harris anda ya retirado, preocupado tan sólo por cuidar de su hijo de nueve años), al entrenamiento en Swazilandia y Rhodesia (este país se independizó de Reino Unido en 1980 y pasó a llamarse Zimbabwe) y, finalmente, a un país indeterminado de la zona de los Grandes Lagos (Uganda, Ruanda, Burundi…) en el que tendrá lugar toda la segunda mitad de la cinta, antes de volver a Londres para la conclusión justiciera previsible. Poco, por tanto, se puede rascar de la película en el aspecto de la trama (frases altisonantes en referencia a la libertad de los pueblos en plena era de la descolonización; cambios de actitud, como en el caso de Krüger, militar sudafricano del apartheid, racista por tanto, que descubre en el discurso del político negro nuevos horizontes vitales; personajes planos y esquemáticos) o en el de la acción (la precariedad de medios, con una o dos excepciones –el bombardeo del puente y el ataque con la ballesta-, priva de verdadera elaboración de las secuencias de tiroteos y explosiones, quedando a veces la acción principal fuera del encuadre). Los intérpretes se limitan a cumplir, algunos dando de sí todo lo que pueden dar (los más limitados, Krüger y Moore, éste, no obstante, se luce con unas cuantas frases de guión al más puro estilo del humor inglés y también en la línea de su caracterización irónico-sarcástica de sus películas de James Bond), y otros desperdiciados, dando mucho más de lo que merece una película tan mediocre y banal (Burton, pero, especialmente, Richard Harris, el único atisbo de elaboración psicológica que parece haber en un personaje, que le debe más a su interpretación que al dibujo hecho en el guión), y la labor de dirección, rutinaria, expeditiva, directa al grano, no busca ni recrearse en unas secuencias de violencia elaboradas ni espectaculares, ni tampoco explotar los magníficos paisajes africanos con el fin de transmitir emociones o enriquecimiento estético de ningún tipo.

No obstante, la película no se agota en eso y esboza algunos puntos de interés. Además de algunos resortes de guión, frases de Burton, Harris y Moore que valen realmente la pena, y la actuación de Harris, cuyo personaje incluso actúa y finge cómica y maravillosamente (en contraste con el dramatismo de su situación inicial y, sobre todo, final), y también de un anciano ya Granger, la película resulta interesante precisamente por su contexto y su temática, la presencia blanca en África, la descolonización o, mejor dicho, la pervivencia de las estructuras comerciales coloniales en un continente que, supuestamente, ya estaba libre de ese yugo desde la década anterior y que, no obstante, persisten hasta incluso hoy. Este aspecto y, particularmente, cómo los destinos de África se deciden, en 1978 o ahora, en despachos de las grandes ciudades de Occidente y sobre criterios puramente económicos, financieros y recaudatorios, es lo que la película contribuye a poner realmente en valor de manera explícita, lo que eleva su interés por encima de la superficialidad de sus formas y de las derivas de su argumento. Por otro lado, el retrato que la cinta hace del sórdido y camuflado mundo de los mercenarios permanece igualmente vigente, su forma de relacionarse con el poder, de vivir escondidos, marginados, apartados de la violencia oficial y legalizada (los ejércitos) pero no obstante necesarios y útiles para los grandes intereses que intentan aprovechar los resquicios de la oficialidad y la legalidad, aunque rebozado de cierto idealismo sentimental y facilón que aleja la cuestión del puro mercantilismo sin sentimientos o que, más bien, limita éste a los malos de la película, concediendo el beneficio de la duda al “buen soldado” con un criterio moral superior.

Esta vulgar ingenuidad en el retrato de los protagonistas, la mayor limitación del guión en cuanto a la caracterización de los personajes, no impide disfrutar, al menos en un visionado, del retrato, aun superficial, que la película hace de las relaciones clientelares entre las democracias occidentales “liberales” y las dictaduras y los gobiernos totalitarios de países emergentes, socios apetecibles con los que resulta conveniente hacer la vista gorda en aspectos como derechos humanos, calidad de vida, democracia, etc., etc. Bajo la hojarasca de disparos, explosiones, luchas en la jungla y huidas bajo el sol, lo único destacable de esta película de McLaglen es justamente eso, que pone el acento en los antihéroes y en la cara B de un discurso que nadie se cree, pero del que todos, en mayor o menor medida, y con mayor o menor grado de consciencia, nos beneficiamos.

5 comentarios sobre “La cultura del sucedáneo: Patos salvajes (1978)

  1. Ay, mi querido Alfredo, qué gusto ha sido leerle. Cómo lo he disfrutado. Y más porque desconocía el universo y la existencia de Andrew V. McLaglen (me quedé en su padre). No tenía ni idea de Patos salvajes ni regresos al río Kwai. Y cada línea ha sido un descubrimiento (ya sabes que me gusta ser así de exaltadora y exagerada… pero es que este texto lo merece).

    ¿De verdad que con Patos salvajes quería realizar una especie de LOS PROFESIONALES? Ya sabes que adoro aquella película. Me llama la atención el reparto… y que gire alrededor de ese tema que tanto sé que te gusta (descolonización, ¿para cuándo el libro?)… En fin que te he disfrutado otra vez.

    Besos
    Hildy

    1. Uf, pues lo del libro, de momento… Ando con otras cosas. Si las termino algún día, puede que sea el siguiente…
      No sé si la intención era copiar a Richard Brooks explícitamente, pero sí que el argumento guarda muchas similitudes, aunque, no nos engañemos, no hay nada parecido a la Cardinale por ahí (africana también, por cierto, de Túnez…).
      Te recomiendo, pero sin demasiado entusiasmo, que te acerques a la filmografía de Andrew V. (quizá «El valle de la violencia» sea de lo más solvente que tiene para dejarse conocer); creo que con cuatro o cinco títulos tendrás bastante para comprobar lo que decía más arriba. Con mayor o menor acierto e interés, tiene de todo, pero, por lo general, suele dejar a medias.
      Besos

  2. Cuando has visto ese prodigio que es Los profesionales o Doce del patíbulo,ambas,bastante diferentes,pero por ahí van los tiros,Patos salvajes se queda más bien cortita.Las escenas bélicas son correctas y también las interpretaciones,pero su discurso es más bien dudoso en el contexto de ese continente,que según los antropólogos,todos venimos de allí..No la recuerdo perfectamente porque hace muchísimo tiempo que la vi.Creo que tuvo una secuela y diversas imitaciones más bien olvidables.
    Abrazos mil.

    Abrazk

    1. Nada que ver, en efecto. Por eso hablo de sucedáneo. Curiosamente, en el cine actual nos conformamos con eso, con sucedáneos, pastiches y refritos. Posiblemente Andrew nació demasiado pronto: las mismas historias, bañadas en efectos especiales, serían seguramente hoy apreciadas por buena parte del poco público que va a los cines.
      Abrazos

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