Obsolescencia programada: El hombre del traje blanco (The Man in the White Suit, Alexander Mackendrick, 1951)

El hombre del traje blanco | El Cine en la Sombra

De la mano, entre otros, del productor Michael Balcon (antiguo mentor de Alfred Hitchcock) y del cineasta Alexander Mackendrick, los estudios británicos Ealing produjeron en la década y media inmediatamente siguiente al final de la Segunda Guerra Mundial un buen puñado de excelentes, impecables y lucidísimas comedias que desde una óptica costumbrista y sin escatimar una mirada socarrona dirigida la idiosincrasia de una sociedad todavía tan profundamente clasista como la británica, se proyectaron como depositarias de un valioso y agudo sentido crítico hacia el modo de vida occidental, tanto desde la perspectiva de la identidad nacional como de los aspectos políticos, ideológicos, económicos o de impostados valores superiores, presuntamente propios de las sociedades occidentales modernas, como la solidaridad entre los seres humanos, en particular entre las clases económicamente menos favorecidas o socialmente más combativas. Plagadas tanto de ironía y flema británicas, ferozmente autoparódicas, como de ciertos ribetes de picaresca y humor negro, algunas de estas deliciosas comedias mantienen plena vigencia más de medio siglo después, si cabe con un contenido crítico que se muestra aún mayor, toda vez que los pecados de aquellos años no han hecho sino acrecentarse, y sus males sociales, agudizarse.

El hombre del traje blanco aborda en una fecha tan temprana como 1951 una de las grandes paradojas, si es que no podemos hablar directamente de mentiras (la otra es ese falso mantra de que el mercado de autorregula), del capitalismo, más propiamente de la deriva de capitalismo exacerbado de corte neoliberal y neoconservador que domina la economía mundial en los últimos decenios con su socialización de las pérdidas, la propiedad privativa de las ganancias y las amenazas de todo tipo que supone para el equilibrio del desarrollo humano y para el sostenimiento del planeta: su supuesta preocupación por el bienestar material de los ciudadanos como primer valor a preservar. Muy al contrario, la película pone de manifiesto la cruda realidad del sometimiento de cualquier consideración (incluida la vida humana, llegado el caso) al único y primer mandamiento, que implica la minimización de los costes y la maximalización del beneficio, utilizando para ello todos los medios, legítimos o no, para mantener la maquinaria en marcha.

En suma, la película cuestiona la sinceridad del sistema en cuanto a la persecución del gran concepto resultante de la guerra, el Estado del bienestar, y lo hace planteando la cuestión de cómo la obsolescencia programada, esto es, la producción de bienes perecederos, a pesar de que los materiales y los medios técnicos pudieran permitir una mayor y, sobre todo, más duradera calidad, de las manufacturas, en este caso textiles, y con ello la retroalimentación de un consumo constante, periódico y fijo, es lo que mantiene en funcionamiento la maquinaria del sistema y la búsqueda incesante de un beneficio mayor, puesto que para el sistema no valen medias tintas; la alternativa se reduce al crecimiento constante o al hundimiento. Pero no estamos hablando de directores de panfletos ideológicos tan abundantes en el cine (llamado) social moderno, británico o no, por lo que el guión de Roger MacDougall, John Dighton y el mismo Alexander Mackendrick supera los discursos infantiles de buenos y malos y no evita la contradicción, los inconvenientes y los problemas que depara la postura contraria. Y es ahí, en ese irresoluble choque de visiones opuestas donde brota el inmenso valor crítico de la cinta, su poder de pervivencia y también el principio máximo de su comicidad.

Partiendo de la industria textil, el pilar económico sobre el que, desde la Revolución Industrial, se construyó la hegemonía imperial británica en el mundo, es decir, junto con la minería, el sector económico más tradicional y rentable durante siglos para el comercio interior y exterior de las islas y de su imperio, Mackendrick construye un soberbio relato que saca los colores a todas las partes implicadas, eludiendo el combate político y mostrando a través del humor y de la caricatura más o menos amable las contradicciones del discurso y las consecuencias, positivas y negativas, de cada postura. En una de estas empresas textiles, Sidney Stratton (Alec Guinness), un oscuro empleado del departamento de investigación, gasta decenas y centenares de miles de libras en un proyecto basado en la intuición personal, la invención de un tejido revolucionario que es a un tiempo irrompible e imposible de manchar. Descubierto por sus superiores, es despedido, pero continúa a escondidas con sus investigaciones tras encontrar trabajo en una compañía de la competencia. El conflicto estalla cuando, inesperadamente, sus investigaciones tienen éxito y crea el primer traje permanente y resistente a las manchas.

Naturalmente, en su nueva empresa se despierta la más efervescente euforia, acompañada de la inevitable paranoia: al cálculo inmediato de costes de producción, ventas millonarias e inagotables beneficios a corto plazo le sucede la preocupación por la preservación del invento, la creación de la patente, la protección frente al espionaje industrial y la preocupación por evitar que la competencia pueda llegar a idear y producir mercancía semejante y, por tanto, el mercado vuelva pronto a la situación anterior. Pero después de la primera borrachera de éxito, surge la incertidumbre: Continuar leyendo «Obsolescencia programada: El hombre del traje blanco (The Man in the White Suit, Alexander Mackendrick, 1951)»

Música para una banda sonora vital: Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, David Lean, 1962)

Excepcional y evocadora partitura compuesta por Maurice Jarre para esta monumental obra maestra de David Lean, dirigida por el propio Jarre y ejecutada por la Filarmónica de Londres.

John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)

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Esta modesta comedia británica de temática policial constituye una de las anomalías más estimables de la filmografía del gran John Ford. También es uno de sus films menos conocidos, debido principalmente a los accidentados avatares de su distribución: estrenada en Inglaterra en 1958 aunque filmada un año antes, la Columbia, estudio a la que pertenecía la filial británica -Columbia British- que coprodujo la cinta junto a la John Ford Productions, impidió su estreno comercial en Estados Unidos, y sólo un año más tarde permitió un montaje recortado en un tercio de su duración final y en una versión en blanco y negro (retitulada Gideon of Scotland Yard) para programarla como título de relleno en las salas de programa doble. El hecho de que su versión íntegra y en color no se recuperara por un museo californiano hasta bien entrados los años noventa ha dificultado enormemente la difusión de esta pequeña y encantadora comedia de intriga.

Un crimen por hora (Gideon’s day) es un divertimento fordiano concebido en clave privada, una forma de satisfacer su gusto personal por las novelas del inspector Gideon de Scotland Yard escritas por John Creasey bajo el pseudónimo de J.J. Marric. Protagonizada por el británico emigrado a Hollywood Jack Hawkins, acompañado por la gran amiga del director y miembro de la famosa «compañía estable John Ford», Anna Lee, recuperada para la gran pantalla tras su paso por las listas negras del maccarhysmo, la película refleja lo que el propio policía define, de manera un tanto zumbona, como «un mediocre día de mi vida». Durante esa jornada, Gideon y sus muchachos se enfrentan a una serie de casos que, por azar, van a coincidir o incluso a relacionarse entre sí durante esas veinticuatro horas: la muerte de un policía corrupto, la investigación de un caso con oscuras connotaciones sexuales, un robo de joyas en grado de tentativa y la no menos importante complicación que surge en relación a su propia hija (el debut en la pantalla de Anna Massey, la hija del actor Raymond Massey, célebre algunos años más tarde por formar parte del elenco de los frenesíes hitchcockianos -cuyo policía no queda muy lejos de la caótica vida familiar de Gideon- y convertirse en una actriz de culto del género policiaco-terrorífico), que va a enamorarse e iniciar una relación con el concienzudo y reglamentista nuevo guardia en prácticas que le pone una multa nada más salir de casa por la mañana y con el que tendrá algún que otro encuentro durante el día debido al buen hacer producido por los excesos de celo del joven. Este episodio familiar, además de alimentar algunos de los instantes de comedia y diálogos más gratos del film, sirve para plantear la historia desde otra perspectiva, la doméstica, para reflejar en un tono a veces amable y otras dramático lo que supone la vida de un policía para sus familiares, y que se ejemplifica en el compromiso de Gideon de asistir al concierto en el que su hija va a participar esa noche, promesa continuamente puesta en riesgo por las urgencias del trabajo, y, sobre todo, en el consejo que la madre da a su hija, «nunca te cases con un policía», advertencia que ella, de entrada, no piensa seguir…

Los distintos casos permiten acercarse a la labor de Gideon desde un triple punto de vista: el de la práctica del trabajo policial (inspección ocular del lugar de los hechos, indagaciones sobre los sospechosos, detenciones, interrogatorios, recopilación de pruebas…), el de la deducción detectivesca propiamente dicha, más cercana a la novela, y el de las relaciones entre Gideon y sus compañeros y subordinados, plagados de diálogos impagables en los que sale a la luz la típica socarronería británica, esa ironía y sarcasmo impagables propios de lo que se conoce como humor inglés, pasados esta vez por una retranca irlandesa desde la óptica fordiana de un adversario amable (Ford financió toda su vida al IRA) que se traduce en una mirada simpática y divertida, más de guiños cómplices levemente críticos que de animadversión (ejemplar en este aspecto es el personaje del sargento Gully, un pozo de sabiduría y lugar común de todo el catálogo de tradiciones británicas, observadas con divertida perplejidad por el americano Ford). Los aspectos cómicos se entemezclan así con otros más trágicos, conformando un conjunto heterogéneo que funciona no obstante gracias a su sencillez formal -magnífica fotografía de Freddie Young y Charles Lawton Jr. que en la versión cortada y en blanco y negro resultaba inapreciable- y a la falta de pretensiones. Continuar leyendo «John Ford se divierte: Un crimen por hora (Gideon’s day, 1958)»