Otra hermosa mentira: sobre Häxan, la brujería a través de los tiempos (Häxan, Benjamin Christensen, 1922)

Artículo de Jesús Palacios publicado en El Cultural el 24 de septiembre de 2022 con motivo del centenario de esta obra mayúscula.

‘Häxan’, el falso documental que revolucionó las historias de terror

En 1999, prácticamente un año antes de comenzar el nuevo siglo y milenio, una pequeña película de terror independiente, El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project), de dos jóvenes licenciados en cine, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, se convirtió en fenómeno internacional, cambiando el panorama del género.

Presentada como si se tratara del supuesto «metraje encontrado» de un documental rodado por un grupo de estudiantes, la verosimilitud que su estilo aportaba a la narración revolucionó la forma de contar historias, poniendo de moda un ciclo de películas que jugaban con los formatos del reportaje, la entrevista y el documental; con técnicas, tropos y estilemas como el rodaje digital casero, los movimientos y cortes bruscos, el punto de vista subjetivo de la cámara y, por tanto, del espectador, todo ello empaquetado como «auténtico» documento fílmico.

Por supuesto, los expertos la compararon con la famosa e infame Holocausto caníbal (1980) de Ruggero Deodato, que dos décadas antes, usando recursos parecidos, convenciera a muchos de la autenticidad de su sangrienta y grotesca peripecia de canibalismo amazónico. Pero solo unos pocos se percataron del nombre de la compañía que producía la película: Haxan Films.

Un guiño al primer título en la historia del cine que utilizó la fórmula de la ficción disfrazada de documental (o a la inversa), inventando de un plumazo el falso documental en general, el de horror en particular, el docudrama, el documental sensacionalista mondo y de exploitation, y, en cierto modo, el cine de no-ficción y el cine-ensayo: Häxan (1922), del director, guionista y actor danés Benjamin Christensen.

Christensen es uno de los nombres imprescindibles del cine silente no solo escandinavo, sino universal. Pese a la relativa brevedad de su carrera y títulos, durante la década de los 20, tanto en su país como durante sus años en Hollywood, se convirtió en un cineasta de referencia a la altura de los alemanes Lang y Murnau o de sus colegas nórdicos Sjöstrom y Dreyer. De hecho, este último sentía una enorme admiración por el realizador danés y por Häxan, que consideraba una obra maestra e influiría en su propia producción.

En 1924, Christensen interpretaría un importante papel en la película Michael, realizada por Dreyer para la UFA, filme pionero en el tratamiento de la homosexualidad. Sería el éxito, acompañado también por el escándalo, de Häxan lo que le llevaría a Estados Unidos, con variado resultado artístico y personal.

Desde que un buen día Christensen descubriera un ejemplar del siniestro libro Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, escrito por el sacerdote católico alemán Heinrich Kramer, según algunos en colaboración con el inquisidor dominico Jakob Sprenger, y publicado en 1486, convirtiéndose en libro de instrucciones para la caza de brujas, se obsesionó con la idea de llevar al cine sus reflexiones en torno al mismo y al fenómeno de la brujería, su persecución y represión, a la luz de la ciencia y la psicología modernas.

Para tamaño proyecto necesitaba encontrar una manera nueva, diferente, de contar cinematográficamente, y decidió estructurar la película en varias partes, dividiéndola en distintas secciones, variando no sólo la época histórica en la que se desarrolla su acción, sino también su tono y estilo formal en cada apartado.

«Simpatía por el diablo»

Tres largos años de trabajo ímprobo le llevaron a Christensen crear un filme único, que comienza como una suerte de erudita disertación sobre las creencias sobrenaturales en la Edad Media, su cosmología, las apariciones de demonios y la fe supersticiosa en la magia negra, el satanismo y la brujería, para proseguir con una serie de recreaciones en forma de viñetas narrativas, que muestran con impresionante detallismo las visiones fantásticas de brujas y hechiceros, incluyendo un espectacular aquelarre con la presencia del demonio (papel que el director se reservó para sí mismo, así como una breve aparición encarnando a Cristo, gesto sin duda no carente de intención).

Pasamos después a un extenso fragmento ficcionalizado sobre la persecución de las brujas, las prácticas para reconocerlas y los juicios y sádicas torturas de la Inquisición, siguiendo el proceso al que es sometida una inofensiva hechicera, la vieja María, hasta su condena. La parte final vuelve al tono semi-documental y nos lleva al siglo XX, para iluminar por medio de la ciencia las supersticiones y visiones de brujas y hechiceros, las posesiones diabólicas masivas, como la de las monjas de Loudon, que el cineasta compara con la histeria y las neurosis identificadas por la moderna psicología, condenando el fanatismo religioso que condujo a la hoguera, según reza la película, a más de ocho millones de mujeres, hombres y niños, ejecutados por brujería.

La visión personal de Christensen es materialista y científica, con ciertos resabios gnósticos que muestran claramente su «simpatía por el diablo», desde un punto de vista ilustrado, reflejando su profundo rechazo hacia un fervor religioso tan supersticioso en su ignorancia como las creencias populares de brujas y hechiceros. Sin embargo, la película combina este mensaje racionalista con la dramatización de las fantasías de los propios creyentes y practicantes de tales supersticiones, con espectaculares resultados, estéticamente deslumbrantes.

Las escenas del aquelarre, con sus brujas volando en escobas hacia el sabbath, atravesando cielos y nubes de tormenta por encima de la pequeña ciudad medieval, seguidas por la orgiástica celebración ante el propio Belcebú, plagada de diablos, se inspiran en los grabados medievales y renacentistas de Baldung Grien y Durero, evocando las obras de El Bosco y las pinturas negras de Goya, combinando con descaro erotismo, fantasmagoría, horror y humor grotesco.

Para rodar esta parte, Christensen hizo construir una detallada maqueta a escala de la ciudad, desarrolló un pionero sistema de filmación similar al del croma actual, superponiendo a los actores y actrices que vuelan en escoba sobre las imágenes del cielo tormentoso, a su vez rodadas en escenarios naturales. Perfeccionó los efectos de la exposición múltiple fotográfica, creando otros nuevos y sorprendentes.

Los detalles históricos y la ambientación medieval fueron recreados por el realizador con detallismo casi maníaco —a fin de aumentar la sensación de realismo, Christensen contrató para el papel de la vieja hechicera a una vendedora de flores y enfermera de la Cruz Roja, Maren Pedersen, que no tenía experiencia alguna como actriz—, alargando el periodo de rodaje muy por encima de lo estimado y convirtiendo la película en la más cara rodada hasta entonces en las cinematografías escandinavas.

El director se encontró de principio a fin con múltiples dificultades añadidas. Al inicio del proyecto había intentado que participaran algunos historiadores expertos en el tema, pero estos se negaron rotundamente, mostrándose además contrarios a la película. Una vez terminada, la censura danesa obligó a que se hicieran numerosos cortes en varias escenas consideradas demasiado violentas o eróticas, ante el disgusto de Christensen.

Lo cierto es que este no se había puesto cortapisa alguna, incluyendo desnudos, primeros planos de las crueles torturas inquisitoriales e imágenes perturbadoras. Por fortuna, los fragmentos mutilados se reintegrarían a las distintas versiones restauradas por el Swedish Film Institute, la última de ellas digitalmente en 2016.

Salto a América

Una vez estrenada, Häxan despertó, como no podía ser de otra manera, reacciones opuestas. No fueron pocos los críticos que la encontraron difícil de seguir, con su mezcla de documental e historias de ficción, rigor histórico y fantasía desatada. El delirio erótico y grotesco de sus imágenes, el mensaje anticlerical, la obvia simpatía de Christensen por las brujas como víctimas de la superstición, la ignorancia y el fanatismo religioso, combinado todo con la delectación sensacionalista en sádicas torturas y crueldades, resultó indigerible para parte de la prensa escandinava, condenando el filme como ofensivo e inmoral.

Dreyer la ensalzó de inmediato, poniéndola como ejemplo a seguir para los cineastas nórdicos, mientras también la crítica de Nueva York y la prensa de Hollywood, fascinada por su espectacularidad e inventiva visual, consideraban a su director como uno de los mejores de Europa. Por supuesto, los surrealistas franceses la adoraron de inmediato: en ella encontraban tanto una feroz subversión de los valores tradicionales, como la imaginería diabólica, erótica y esotérica que amaban, amén de un toque casi freudiano en sus explicaciones racionalistas. El caldero de brujas ideal para Breton y sus amigos.

Häxan tropezó con la censura al estrenarse en Francia, Alemania y Estados Unidos, siendo retirada rápidamente de cartelera. Pero si bien no llegó a cumplir las expectativas económicas de Christensen, algo que curiosamente comparte con el Nosferatu de Murnau, aunque por motivos distintos, sí le sirvió a este para promocionarse internacionalmente, primero trabajando en la alemana UFA para, poco después, pasar a Estados Unidos.

En Hollywood permaneció entre 1924 y 1929, contratado primero por MGM y después por Warner. Su fortuna fue irregular y la mayoría de sus filmes americanos se han perdido, si bien algunos, como The Devil’s Circus (1926) o Mockery (1927), han reaparecido milagrosamente, como también su mejor logro del periodo, la comedia de misterio Seven Footprints to Satan (1929), basada en la novela de Abraham Merritt, parte de una trilogía en la que colaboró como guionista el escritor Cornell Woolrich. En muchos de sus títulos aparecían connotaciones satánicas o diabólicas que a veces poco o nada tenían que ver con su argumento, en un intento de amortizar la fama escandalosa de Häxan.

Aunque su siguiente colaboración con Woolrich, House of Horror (1929), fue un éxito, Christensen no estaba nada satisfecho con su experiencia americana. Harto de presiones, despidos y falta de libertad creativa, volvió a Dinamarca, donde apenas volvió a dirigir, abandonando el cine en 1942, tras el fracaso de su última película, The Lady with the Light Gloves (1942). Curiosamente, encontró trabajo como encargado de un cine en Copenhague, viviendo en la intimidad y el olvido hasta su muerte en 1959, con 79 años.

Obra de culto

El destino de Häxan, sin embargo, sería muy diferente. Fue reestrenada en su país en 1941, poco después de la invasión alemana, con un prólogo añadido por el director donde este insistía en su naturaleza divulgativa y educativa, además de con nuevos intertítulos. Pero su apogeo llegaría en plena eclosión de la Contracultura, el underground y el revival ocultista y New Age de los años 60.

Es entonces cuando entra en escena el fascinante director y distribuidor británico Anthony Balch, fanático del terror y de lo extraño, realizador de cortos experimentales y del filme de culto Horror Hospital (1973), amigo íntimo y colaborador de William Burroughs, quien estrenaría en los cines ingleses títulos tan singulares como Onibaba (1964) de Kaneto Shindo, el satánico y psicodélico Invocation of My Demon Brother (1969) del crowleyano Kenneth Anger, o Supervixens (1975) de Russ Meyer.

Aprovechando el vacío legal que había dejado Häxan en dominio público, Balch remontó la película en 1967, retitulándola Häxan. Witchcraft to the Ages (La brujería a través de los tiempos, título con el que sería conocida en nuestro país), reduciendo su duración original de 104 a 76 minutos, sincronizando una narración ad-hoc leída por el mismísimo Burroughs y acompañando sus imágenes con una provocadora banda sonora de free jazz, a cargo del músico suizo Daniel Humair, al frente de un quinteto entre cuyos integrantes se contaba el violinista Jean-Luc Ponty.

En plena Era de Acuario, apenas un año antes del estreno de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1968) de Polanski, y uno después de la fundación en San Francisco de la Iglesia de Satán de Anton LaVey, Häxan se convirtió de inmediato en un filme de culto para sesiones de medianoche en los templos nocturnos de Londres, Nueva York o Los Angeles, en salas abarrotadas por hippies y beatniks, envueltas en la niebla de porros y pipas de marihuana, ante los ojos desorbitados de una nueva generación que «viajaba», literalmente, como las brujas del filme, en alas del LSD y de las alucinantes imágenes creadas por Christensen más de cuarenta años atrás.

A lo largo de las décadas, el poder mágico y la influencia de Häxan no dejaron de crecer, de forma sutil pero contundente. Su tratamiento racionalista, mágico y materialista al tiempo, pero, sobre todo, crítico con el fanatismo religioso y la Inquisición influiría en las mejores películas sobre el tema, como Madre Juana de los Ángeles (1961) de Kawalerowicz, Martillo para las brujas (1970) de Otakar Vávra o Los diablos (1971) de Ken Russell, al tiempo que en las más locas, comerciales y eróticas de Michael Reeves, Jesús Franco, Paul Naschy, Michael Armstrong o Adrian Hoven.

Pero también su reconstrucción erudita y escalofriante de las supersticiones y fantasías medievales, con su cortejo de hechicerías, paganismo y criaturas diabólicas, marcaría profundamente esa tendencia subterránea del cine fantástico, hoy de nuevo en boga, conocida como folk-horror.

Sobre todo, su original fórmula de documental dramatizado, con su docta presentación de los hechos, rodeando de verosimilitud científica e histórica imágenes fantásticas, grotescas y eróticas, sería transformada en tópico narrativo por el género mondo italiano, ese documental sensacionalista (o shockumentary como dicen los anglosajones), así bautizado por la seminal Mondo cane (1962) de Cavara, Jacopetti y Prosperi, estrenada en España como Este perro mundo, de la que desciende en línea directa la sangrienta Holocausto caníbal.

Así, hasta llegar a un par de jóvenes cinéfagos que resucitaron y reificaron la receta para El proyecto de la bruja de Blair, abriendo nuevo territorio para el «falso metraje encontrado» y el «falso documental» de terror, que reinaron en el género durante más de una década y todavía hoy siguen dando coletazos.

Admirada por lumbreras del fantástico como Guillermo del Toro, Rob Zombie —que le rinde homenaje en su magnífica The Lords of Salem (2012)—, Robert Eggers —que reconoce su influencia en su mejor película: La bruja (2015)— o Richard Stanley, entre otros; fuente de inspiración para músicos y bandas de rock gótico y vanguardista, Häxan nos recuerda que artefactos tan modernos, posmodernos e hipermodernos como el falso documental, la película-ensayo, el docudrama y la no-ficción, o modas tan recientes como el «metraje encontrado de terror» y el folk horror acaban de cumplir, en realidad, como el propio Nosferatu, un siglo de existencia.

Un misterio de su tiempo: La reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, J. Lee Thompson, 1975)

 

En tres ocasiones distintas en el último siglo y medio, los fenómenos y las creencias ligados a la parapsicología, el espiritismo y, en general, el más allá y el mundo de lo sobrenatural, tradiciones mantenidas a lo largo de los siglos con independencia de cronologías y geografías, han irrumpido en la sociedad hasta convertirse en una expresión más, plenamente reconocida y aceptada, de la cultura popular. Tras la Primera Guerra Mundial tuvo lugar la gran eclosión del interés por esta clase de actividades; la gran conmoción provocada por la altísima mortandad durante el conflicto y los últimos coletazos del universo victoriano y sus terrores góticos propiciaron el surgimiento de no pocas asociaciones y grupos dedicados a la investigación, no digamos ya a la explotación económica, de todo lo ligado al ocultismo, el esoterismo, lo mágico y lo extraordinario (sabido es, por ejemplo, el acusado interés, por no decir obsesión, del escritor Arthur Conan Doyle por el espiritismo, en aras de irracional deseo de ponerse en contacto con su hijo caído en combate). Después de la Segunda Guerra Mundial, aún más devastadora, y durante la que se produjo el inmenso horror del exterminio sistematizado de millones de personas, hubo un resurgir de este tipo de atracción por las ciencias ocultas, influida, en primer lugar, por las teorías de Freud previas a la guerra, y también por la inclinación de los propios nazis por estas cuestiones, atracción de la que es muestra evidente la significativa cantidad y variedad de películas de Hollywood que desde la segunda mitad de los años cuarenta incidieron en los aspectos mentales, traumáticos, psicológicos, psicoanalíticos de los personajes como piedra angular para los argumentos de sus guiones. Por último, desde los años sesenta, en particular como resultado de la liberación sexual, el protagonismo de distintos gurús y directores espirituales en la carrera de célebres grupos de rock y en la cultura hippie y la proliferación de drogas que conducían a estados de trance y aparentes experiencias místicas, favorecieron un renacer del protagonismo de estas historias, acrecentado por el éxito comercial de cierta literatura y de películas basadas en ella como La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), a partir de la novela de Ira Levin, o El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), con William Peter Blatty adaptando su propio libro a la pantalla. La proliferación de títulos que, desde una u otra óptica (espiritismo, enfermedades mentales, posesiones diabólicas, presencias fantasmales, dobles personalidades, reencarnaciones, regresiones hipnóticas, etc.), abordaron este tipo de temática se vio auspiciada por los aires renovadores del Nuevo Hollywood de los setenta, que dieron cabida a otro tipo de prismas e intereses en el cine norteamericano, hasta entonces infrecuentes o muy condicionados por la censura.

Al modo de lo que sucede con la traducción del título de la novela de Levin y de la película de Polanski en España, el de la cinta de Thompson anuncia ya tal vez demasiado el contenido del misterio en torno al cual gira el argumento, sin que en este caso haya que atribuir responsabilidad alguna a traductores o distribuidores, ya que así figura tanto en el original como en el best-seller de Max Ehrlich que él mismo convierte en guion. Producida nada menos que por la compañía de Bing Crosby, la película supone la última obra del otrora estimable Jack Lee Thompson alejada de lo que sería el nicho primordial de sus siguientes tres lustros de carrera, entregada a las películas de acción y violencia protagonizadas por Charles Bronson y Chuck Norris, algunas de ellas auténticos hitos de taquilla, ocasionalmente salpicadas con subproductos menores, en ocasiones incluso ridículos, encabezados por Anthony Quinn, Robert Mitchum o Richard Chamberlain. Y como el título proclama, el nudo del misterio sobre el que se despliega la acción dramática proviene de la creencia del protagonista, un profesor universitario llamado Peter Proud (Michael Sarrazin, uno de los rostros de moda de los setenta), de que las pesadillas extrañas y recurrentes que empieza a padecer cada noche de manera absorbente y acuciante, plagadas de rostros, lugares e incluso objetos desconocidos pero al mismo tiempo extrañamente familiares, son visiones de una vida anterior que tuvo que transcurrir en los años treinta. Ese pálpito inicial parece confirmarse cuando recibe el asesoramiento de un psiquiatra (Paul Hecht) que intenta ayudarle a superar la situación, y sobre todo, cuando por azar, cuando ya cree que está haciendo progresos en su vuelta a la normalidad, descubre en la televisión unas imágenes que reproducen algunos de los escenarios por los que discurren sus sueños. Con ayuda de su pareja (Cornelia Sharpe), Peter cruza el país e inicia una investigación en Nueva Inglaterra a la búsqueda de los indicios que puedan llevarle a descubrir los acontecimientos, los espacios y la identidad de los personajes que pueblan sus pesadillas. Así, logra entrar en contacto con Marcia Curtis (Margot Kidder) y su hija Ann (Jennifer O’Neill), nombres vinculados a lo que él entiende por su vida pasada, y gracias a las que obtiene la información que le permite forjarse, de algún modo, una doble identidad cuya mezcla y combinación origina toda clase de tribulaciones, dudas, trampas y callejones de difícil salida. En particular respecto a Ann, ya que si Peter Proud se siente de inmediato atraído por ella hasta las últimas consecuencias, su otra «personalidad» ve impedida radicalmente esta inclinación natural por razones de parentesco directo.

La puesta en escena se construye sobre la sensación de extrañamiento. A ella contribuye, en primer lugar, el tratamiento de las imágenes del «pasado» de Peter Proud, la sucesión de flashes inconexos de índole pesadillesca (fachadas, cornisas, torres en plano inclinado, espacios vacíos, exteriores sombríos, formas desnudas, las aguas oscuras y profundas de un lago y una barca que se abre paso entre la bruma, rostros y cuerpos desconocidos sorprendidos en la intimidad…), acompañadas en algunos casos de un suave erotismo, que crean esa atmósfera de inestabilidad onírica, de realidad líquida en la que es complicado hacer pie. Esta turbiedad viene subrayada por la fotografía de Victor J. Kemper, atravesada como por un velo de ensueño, por una luz clara de gasa luminosa pero algo sucia que confiere a las imágenes un aire de alucinación, y por la música de Jerry Goldsmith, que explota y acrecienta el tono de enrarecimiento e inquietud general. Entre las interpretaciones, la eficacia de Sarrazin como protagonista contrasta con el parcial error de casting que implica la presencia de Margot Kidder en dos planos temporales diferentes; si bien en el supuesto pasado de los años 30 puede encajar, en su ancianidad del plano actual su caracterización deja bastante que desear, deficiencia aumentada cuando se trata de hacerla pasar por madre del personaje de Jennifer O’Neill, que brilla esplendorosamente como la presencia más bella y atractiva de la película a pesar de que tarda prácticamente una hora de metraje en aparecer. En cuanto al guion, como es lógico en argumentos que se plantean sobre la base de premisas tan altas, la idea del enigma inicial, hasta que se averigua en qué parece consistir realmente el trastorno de Peter, resulta más intrigante y sólido que el desarrollo, en el que abundan los caprichos dramáticos y al que se le ven no pocas veces las costuras de una narración hecha para epatar al espectador, a menudo a costa de la credibilidad y la verosimilitud (al margen de que la historia transcurra por los derroteros de una hipotética reencarnación, detalle que ya exige afrontar la historia con límites de credibilidad y verosimilitud bastante laxos), si bien remonta en un final mítico, al menos para quienes vieron por vez primera la película en algún pase televisivo de los ochenta, remate que cierra una perturbadora estructura circular que se ha ido construyendo paulatinamente hacia un final de impacto.

Más que intriga o terror, la película, que vista hoy no escapa del todo de los aires de telefilme, trata del misterio, de la actitud y del temor ante lo desconocido, lo inexplicable. Muy al hilo de su tiempo y de cierto cine que se hizo entonces y que gozó de buen grado de aceptación entre el público, la historia parece encarnar en Peter Proud las dudas de todo un país que busca obsesivamente la manera de reencontrarse a sí mismo, de reconstruir su identidad maltrecha tras los convulsos años sesenta, la experiencia de Vietnam y la agitación política derivada de la accidentada y corrupta administración Nixon. El empeño de redescubrir el alma de un personaje, o de una América, de rumbo perdido, una búsqueda a ciegas cuya conclusión no puede ser optimista.

Vidas de película – Ruth Gordon y Garson Kanin

09 Sep 1952, New York, New York, USA --- Screenwriter, Carson Kanin, and his actress and playwright wife, Ruth Gordon, are ready to set sail on the . They are travelling to England and France for a vacation. --- Image by © Bettmann/CORBIS

Ruth Gordon y Garson Kanin fueron una de las parejas creativas más importantes del Hollywood clásico.

Conocida por el gran público sobre todo como actriz, en especial por papeles de la última estapa de su carrera -primordialmente por La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y Harold y Maude (Hal Ashby, 1971), en realidad Ruth Gordon venía compaginando su faceta de actriz con la de guionista desde principios de los años cuarenta. Uno de sus apariciones más conocidas como actriz en esa época fue La mujer de las dos caras, dirigida en 1941 por George Cukor, la última película de Greta Garbo, coprotagonizada por Melvyn Douglas.

Por su parte, Garson Kanin destacó como director teatral en Broadway antes de saltar a Hollywood para coescribir junto a Ruth Gordon los guiones de películas como Doble vida (A double life, 1947), Nacida ayer (Born yesterday, 1949), La costilla de Adán (Adam’s rib, 1950) o La impetuosa (Pat and Mike, 1952), todas para su amigo George Cukor. Por la primera de ellas y por las dos últimas, la pareja Gordon-Kanin sería nominada al Óscar al mejor guión.

Si Ruth Gordon alternaba su profesión de escritora con la de actriz, Kanin hacía lo propio con la de director. Después de una experiencia previa junto a Dalton Trumbo en A man to remember (1938), Kanin dirigió en los estudios RKO Mamá a la fuerza (Bachelor mother, 1939), con Ginger Rogers y David Niven, Mi mujer favorita (My favorite wife, 1940), esta última en sustitución de Leo McCarey, y protagonizada por Cary Grant, Irene Dunne y Randolph Scott, y Tom, Dick y Harry (1941), de nuevo con el protagonismo de Ginger Rogers. Después de un paréntesis de más de veinte años sin dirigir, Kanin volvió en los años sesenta a dirigir películas para la RKO, pero en ningún caso se aproximaron en calidad a sus trabajos en la dirección de la década de los cuarenta. Retirado del cine, en 1979 publicó la novela Moviola, narración de algunos de algunos los episodios más célebres de la historia de Hollywood, por la que desfilan personajes como Irving Thalberg, David O. Selznick o Marilyn Monroe.

Ruth Gordon falleció en 1985. Kanin volvió a casarse, y murió en Nueva York en 1999.

La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)

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Pues sí, un escalofrío en toda regla es lo que te sube por la espalda y te sacude los bajos cuando te pones a ver una película y te aparece este fulano, el «profesor» Fernando Jiménez del Oso, para soltarte un prólogo, absolutamente banal, gratuito y, por tanto, prescindible, sobre la duplicidad en la naturaleza y el pulso entre contrarios, mientras se adorna la cosa con música satánica y unas cuantas estampas demoníacas, pinturas de Goya y grabados de La Biblia y La divina comedia incluidas, en ese lenguaje pseudocientífico empleado por los «investigadores de lo oculto», los «estudiosos de lo paranormal». Pasado el bochorno de semejante espectáculo, la cosa entra en materia. Y lo hace a lo bestia: el prólogo continúa con una ceremonia satanista en la cual, una especie de fraile calvorota y barbado se beneficia a una joven apetitosa y virginal ante un altar demoníaco y rodeado de tipos disfrazados con túnicas como él, y la cosa dura hasta que un puñal brillante y curvilíneo aparece donde corresponde… Pero esto es solo el principio. Incoherente y que nada tiene que ver con los personajes de la película, pero un principio al fin y al cabo.

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Pues eso: Andrés y Ana (José María Guillén y Marian Karr) una joven pareja que espera su primer hijo (luego nos enteramos de que tras varios intentos fallidos), se aburren en casa durante un puente. Como todas sus parejas de amigos han salido de la ciudad, están solos y no tienen mejor plan que sacar a pasear (ojo, en coche) a su pastor alemán, Blaky (no consta su nombre en el reparto; eso sí, sus ladridos se conservan en versión original). Parados en un semáforo, son interpelados por el conductor del coche de al lado, Bruno (Ángel Aranda), que reconoce en Andrés a un antiguo compañero de colegio, aunque a este Bruno no le suena de nada. Con Bruno va su esposa, Berta (Sandra Alberti), y ambos, dado que no tienen plan, les invitan a su casa para tomar un poco de vino, comer queso y escuchar música (planazo). La choza resulta ser una antigua casona de campo apartada del casco urbano, y la merienda deriva pronto en una conversación sobre el ocultismo, el más allá y el diablo. Vamos, lo normal en unos casi desconocidos mientras comen queso y beben vino (seguro que era cabezón y de garrafa). Algunos «pequeños» detalles (la fotografía de grupo del colegio, claramente manipulada; el hecho de que Ana sorprende a Berta comiendo carne cruda como si fuera un perro; lo dicho, detallitos) ponen en guardia a la pareja, pero aceptan hacer la ouija igualmente porque entonces no había videoconsolas y no estaban por el intercambio de parejas… aún. El demonio anuncia la próxima muerte de Bruno de un disparo en la cabeza, y también el amor secreto de Ana por Juan, el hermano de Andrés… El perro se pierde por el jardín, se avecina una tormenta, la luz se va y los truenos lo iluminan todo, llueve, cae la noche, misteriosos personajes acechan la casa, y extraños fenómenos a medio camino entre lo terrorífico y lo erótico comienzan a producirse…

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A pesar de lo risible que resulta hoy, en su momento, 1978, la película tuvo una gran acogida comercial por parte del público español. Tal vez se deba a que sus escasos ochenta minutos de metraje supone una amalgama de temas y motivos del cine de terror de importación que gozaba de más éxito por aquellos años, especialmente La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y, en menor medida, El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973), sin olvidar las ‘magnas’ aportaciones europeas a la cosa del cine satánico producto de las factorías Bava, Argento o Jess Franco. Así, los personajes se conducen de manera irracional, incoherente, a golpe de efecto de guion (y, lo que es más grave, no solo los que están locos o satanizados, sino también los «normales»), el argumento consiste en un continuo sube y baja de caprichos narrativos cuya única finalidad parece ser el mantenimiento de una atmósfera de amenaza, misterio y horror en abierta combinación con el erotismo softcore, orgía y escenas de violación (hetero y lésbica, para que no falte de nada) incluidas. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Escalofrío (Carlos Puerto, 1978)»

Un Polanski muy tibio: El escritor (2010)

En El escritor (The ghost writer, 2010) se dan cita tres de las principales señas de identidad del cine de Roman Polanski, si bien en tan incierto y precario equilibrio que, cogido muy por los pelos, no logran sostenerse del todo de manera autónoma, natural, satisfactoria y en congruencia con la necesidad de coherencia y plenitud del guión. En primer lugar, las atmósferas enrarecidas, aparentemente pacíficas, íntimas e inocuas pero subrepticiamente amenazantes, tóxicas, desasosegantes, letales, que abundan tanto en su carrera (desde RepulsiónRepulsion, 1965- a La muerte y la doncellaDeath and the maiden, 1994-, de La semilla del diabloRosemary’s baby, 1968- o Callejón sin salidaCul-de-sac, 1966-, a Chinatown, 1974, entre muchas otras). A esta primera nota hay que añadir el planteamiento de una situación de suspense absorbente de tono criminal en clave puramente hitchcockiana pero con abundancia de tintes kafkianos (desde El quimérico inquilinoLe locataire, 1976- a FrenéticoFrantic, 1988-, entre otros muchos ejemplos), que va desarrollándose gracias a personajes y situaciones de los que, en ocasiones, no quedan excluidos del todo el azar caprichoso, la locura o el surrealismo. Y, en tercer lugar, por último, la atracción por personajes aislados, enclaustrados, sometidos a una situación de encierro o control -voluntarios o no-, con los que experimentar como un científico loco con sus criaturas (como la casi olvidada ¿Qué?What?, 1972-, compendio asímismo de las notas ya comentadas, o cualquiera de los ejemplos citados con anterioridad, incluso aunque en alguno de ellos esta claustrofóbica jaula no sea una casa, una habitación o un edificio, sino la completa ciudad de París o los alrededores de San Francisco). En este caso concreto, con este interés por los personajes colocados en un espacio, físico o mental, limitado, vienen a coincidir los ecos de la propia situación personal de Polanski en relación con su famoso caso de violación de una menor en Estados Unidos, su amenaza constante de detención si pisa ese país o bien cualquier otro con tratado de extradición en vigor, como en el reciente caso de Suiza, momento durante el cual fraguó el guión o la idea primigenia de varias de sus últimas películas con esta cuestión como fondo. Estas características, en el caso de El escritor, no eliminan del todo una de sus más importantes flaquezas, especialmente presentes en películas de la segunda mitad de su carrera: el empleo de fórmulas comerciales, de convencionalismos narrativos, lugares comunes o desenlaces fáciles, previsibles o incoherentes que empobrecen las tramas, limitan los argumentos o impiden a sus historias llegar hasta sus últimas consecuencias, dramáticas o de denuncia.

Todo esto, además de la situación política internacional derivada de las guerras de Afganistán e Irak, llamadas pomposa y ridículamente «contra el terrorismo» pero que no son sino meras aventuras coloniales de las de toda la vida, se combina en el caldero de esta adaptación de la novela homónima de Robert Harris, coproducción franco-germano-anglo-estadounidense (con filmación de algunas localizaciones de la costa de Massachussets efectuadas por la segunda unidad sin la presencia del director) cuyo título en España, como siempre para cagarla, priva al espectador de un término esencial, la palabra «fantasma», sobre la que recae buena parte de la carga simbólica o de la lectura más honda de uno de los personajes principales, y, por extensión, de la propia película. Porque el escritor (Ewan McGregor), el ‘negro’ que va a hacerse cargo de la escritura de las memorias del ex primer ministro británico Adam Lang (Pierce Brosnan), no tiene nombre. No solo eso, sino que, en este caso, carecer de nombre es ser nadie. Pero no un nadie como un conjunto vacío, sino Nadie, el mismo que, milenios atrás, en la piel de Odiseo-Ulises, engañó a Polifemo, el Cíclope, en su camino a Ítaca. Y esto es importante porque este escritor no identificado, inexistente, viene a sustituir a su antecesor en el puesto, muerto en extrañas circunstancias, que es otro fantasma que pulula constantemente por la película, pero que no es más que una referencia: un nombre, un cadáver en la playa, apenas unos pocos testimonios de sus últimos días, algunas vivencias contadas de segundas, un coche abandonado en el ferry que conduce a la isla y un enorme enigma a su alrededor. Por tanto, son dos, y no uno, los escritores fantasmas. Pero los espectros no terminan ahí, porque hay otros fantasmas, fantasmitas y fantasmones en los 128 minutos de metraje de esta película estimulante en su inicio y un tanto decepcionante en su tercio final.

Este escritor-soldado desconocido deberá pasar un proceso de selección en una importante editorial de Londres (agradecidas apariciones secundarias de Timothy Hutton o James Belushi) para lograr un puesto que le obligará a permanecer de por vida en el anonimato en cuanto a la autoría final de la obra -otro perfil fantasmal- pero que le proporcionará sustanciosos ingresos sobre los que apuntalar su, hasta entonces, fallida, bloqueada, carrera como escritor -nuevamente, una situación virtual-. La llegada en el ferry a la isla en la que se encuentra refugiado Lang, recientemente apartado del poder y en pleno proceso de enfrentamiento a la Corte Penal Internacional, que intenta procesarle por irregularidades cometidas con prisioneros de guerra capturados en las aventuras coloniales promovidas por Estados Unidos, Reino Unido y España, constituye para el escritor la entrada en un mundo de mentiras, medias verdades, ocultamiento de información, publicidad, mercadotecnia, engaño y tergiversación, en el que el libro de Lang es lo que más parece importar, pero donde la verdad real sobre Lang es lo que menos importa. La lectura del manuscrito del libro de Lang mecanografiado por su antecesor y los nuevos datos descubiertos por el escritor en su intención de completar los huecos de una narración puramente propagandística, de un testamento político insustancial, falso y ególatra, llevan al protagonista a una espiral de secretos y mentiras que se va enredando progresivamente, y que, como en el caso anterior, amenazarán su vida. Si es que nuestro escritor está vivo… Continuar leyendo «Un Polanski muy tibio: El escritor (2010)»