Invitación al noir: El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, Marcel Carné, 1938)

 

El cine negro se lo debe casi todo a Francia. Su denominación, por ejemplo, proveniente de la colección de la editorial Gallimard dedicada a aquellas historias pulp de detectives y chicas malas, de sabuesos de dudosa moral y de esbirros sin escrúpulos, de suburbios neblinosos y oscuridades amenazadoras, novelas de quiosco de cubiertas negras que en retrospectiva (empezaron a publicarse en 1945) darían nombre a una de los principales géneros del cine de las décadas siguientes. También le brinda una de sus mayores influencias (junto al expresionismo alemán, el cine de gánsteres americano, la literatura gótica y de terror y la tragedia griega), el realismo poético francés de los años treinta, encarnado en directores como Vigo, Duvivier, Renoir, Clair o Marcel Carné, y su lente deformante, su hallazgo del lirismo en los entornos a priori menos propensos, los marginales, los apartados, los excedentes de los cada vez más grandes conglomerados urbanos de vidas anónimas y vacías, su mirada poética a la realidad más sucia y dura, a la vida alejada de la pompa y el oropel de los entretenimientos de la clase alta (la ópera, el gran teatro) y de las proclamas patrióticas, los discursos solemnes y las demagogias políticas, la vida de los desfavorecidos de las barriadas y los extrarradios, los defenestrados del sistema económico y moral, de ahí que terminara desarrollando un importante componente de crítica social, o al menos de reivindicación de una mirada más ecuánime y sincera al verdadero entorno que rodeaba a quienes hacían el cine. Todas estas corrientes, notas y sinergias confluyen en esta producción francesa que sirve prácticamente de plantilla a lo que después se llamaría «ciclo negro americano», de 1941 a 1959, del que El muelle de las brumas es precursora, manual de estilo y casi manifiesto programático.

Basta la mera exposición de la sinopsis para establecer este parentesco directo: Jean, desertor del ejército (Jean Gabin), llega a Le Havre, ciudad portuaria de la costa occidental francesa habitualmente cubierta por nieblas nocturnas, con el propósito de escapar del país en barco. En Casa Panamá, un garito de la zona más agreste y desolada de los muelles donde se dan cita una serie de personajes deprimidos y solitarios, conoce a Nelly (Michèle Morgan), una muchacha de diecisiete años que vive bajo la tutela de Zabel, próspero comerciante de la ciudad (Michel Simon) cuya fortuna parece no provenir tanto de su negocio como de otras actividades algo más turbias que le generan ciertos problemas con unos jóvenes que encarnan algo así como el embrión de un grupo de crimen organizado, una pandilla de bravucones ociosos que recorren la ciudad y trapichean con lo que pueden, pero que al tiempo intentan mantener la apariencia de señores respetables. De esas conexiones surgen los distintos hilos conductores de la historia: en primer lugar, Jean encuentra en los parroquianos de Casa Panamá la ayuda que necesita para marcharse del país, hasta el punto de que consigue aprovechar la muerte de uno de ellos para hacerse con documentación y ropa nuevas; en segundo término, Jean y Nelly, cuyos flirteos comienzan como resultado de una atracción netamente sexual, se enamoran inesperadamente y entre ellos nace un sentimiento de esperanza y dependencia que choca con las aspiraciones de él y con la realidad inmediata de ella; la naturaleza ambigua de la relación entre Nelly y Zabel se revela cuando este siente unos celos terribles de Jean, y empieza a maquinar la manera de deshacerse de él aprovechando el desencuentro entre el desertor y Lucien (Pierre Brasseur), el cabecilla de los gánsteres, con el que ha tenido un altercado y al que ha humillado delante de sus compinches. Queda así definida la telaraña del vínculo que, por encima de los detalles argumentales, se entreteje de unos personajes a otros y a su vez a todos entre sí: la fatalidad, ingrediente esencial del género negro por encima de la intriga detectivesca, la presencia policial o la existencia de un crimen.

Todos los personajes se encuentran poseídos por fuerzas que les superan y que les obligan a actuar por encima de sus intereses iniciales, incluso en contra de su instinto de conservación: por Nelly, Jean arriesga el éxito de su proyecto de huida de Francia y se expone a la detención; por Jean, Nelly está dispuesta a lanzarse a una vida de incertidumbre lejos de las comodidades y seguridades que le proporciona Zabel; este, por asegurarse y retener a Nelly, pero también por ambición, por satisfacción de su ego, por soberbia, no solo se ha metido en negocios sucios, sino que intenta aprovechar el desencuentro entre Jean y Lucien para utilizar a este contra aquel; Lucien no puede sustraerse a la herida en su orgullo que le ha causado la humillación sufrida y su única posibilidad de sacudirse su complejo de inferioridad pasa por enfrentarse a Jean, que es la encarnación de sus propias debilidades, de su cobardía, de su insignificancia. En este juego de propósitos cruzados cobra especial dimensión la relación a tres bandas entre Jean, Nelly y Zabel, que insinúa claramente la clave sexual del conflicto, que luego deriva en romántica (en cuanto a Nelly y Jean), y no al revés, a través de alusiones veladas (o no tanto) en los diálogos y en el trabajo de puesta en escena, bastante inequívoco.

En esta radica la segunda y tal vez más importante batería de influencias de la película en la inminente eclosión del cine negro americano. El estilo de Carné, en particular su gusto por recrear los exteriores en estudio cuando es posible (no sucede así con las escenas iniciales de la carretera ni con las localizaciones diurnas del puerto ni en las proximidades del mar), como ocurre con las escenas nocturnas por las calles de la ciudad, a veces con complicados movimientos de cámara, uso de grúas, travellings…, unido a la creación de una atmósfera a un tiempo poética e inquietante (las nieblas, la humedad, las calles mojadas, los contrastes lumínicos, el empleo del sonido del agua chocando con el malecón, la música diagética), además de plasmar el estado de incertidumbre y de ansiedad que envuelve a los personajes de manera cada vez más asfixiante (de nuevo las nieblas, la oscuridad, la composición de los planos, los ángulos de cámara y de las fuentes de luz, el sonido o la ausencia de él), anticipa el tema del destino implacable, fatal, que incluso con la partida ganada obliga a los personajes a encararlo y afrontarlo hasta sus últimas consecuencias, aquellas a las que han estado a punto de burlar pero que finalmente se imponen porque nada pueden contra unas retorcidas circunstancias, externas e internas (en especial la propia conciencia), que dictan sus condiciones y los utilizan como simples peones para sus trágicos designios. La conclusión, homenajeada por Brian De Palma en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, 1993), sintetiza a la perfección cuál es el mecanismo vertebrador del género negro: la victoria de la fatalidad.

Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Una de las influencias más patentes en el género negro (cuando es auténtico noir, es decir, cuando la historia supera las fronteras de la intriga meramente policíaca o criminal), junto a las de la novela gótica, el relato detectivesco, el expresionismo alemán, el realismo poético francés o el cine de gánsteres de los años treinta, es la tragedia griega y, en particular, el peso que en ella representa el destino como elemento caracterizador de los personajes. Estos, en la lucha por la consecución de sus deseos, despiertan unas fuerzas adversas que se afanan en dificultar sus logros, y ante las que triunfan o sucumben según el sentido en que su destino esté escrito en los designios divinos, con independencia de sus talentos, destrezas y bondades, o también de sus malas acciones. Trasladado al género negro, este principio se manifiesta en aquellos protagonistas que se revuelven contra un sino que se les muestra implacable, al que combaten denodadamente con su astucia y todas sus fuerzas pero frente al que terminan inevitablemente por claudicar, no sin antes haber experimentado o incluso provocado grandes sufrimientos, al comprender que ese desenlace va ligado a una naturaleza íntima de la que no pueden desprenderse por más que lo intenten. Así ocurre con Webb Garwood (Van Heflin, en una de las mejores interpretaciones de su carrera), el agente de policía que una noche acude a la llamada de una mujer casada que denuncia la presencia de un merodeador en los contornos de su casa (magnífica primera secuencia, antes de los créditos, cuando la cámara subjetiva obliga al espectador a ocupar la posición del mirón, es decir, a comprender su auténtica naturaleza como espectador de cine). Una misión que cambia sus ambiciones y sella su destino, porque al fin hace emerger su auténtica personalidad.

El instante en que el destino de Webb empieza a escribirse es aquel en que se fija en el atractivo de la denunciante, Susan Gilvray (Evelyn Keyes), que se disponía a darse un baño cuando observó la cara de un hombre que la miraba desde el otro lado de la ventana (planta baja, persiana levantada y cortinas descorridas, todo hay que decirlo). Asustada, llamó a la policía, y ahí el inteligentísimo guion de Dalton Trumbo y Hugo Butler efectúa un trasvase de identidades desde el anónimo acosador inicial de la mujer al personaje de Webb quien, tras cumplir junto a su compañero de patrulla (John Maxwell) la misión de revisar los alrededores y comprobar que ya no hay nadie allí y ha desaparecido el peligro, comete su primer gran error, solamente porque no puede actuar de otro modo: de regreso a casa, finalizado ya su turno, visita de nuevo a Susan bajo el pretexto de que hacer una segunda ronda para asegurarse de que todo sigue bien es un imperativo de sus protocolos policiales. Una segunda visita que tiene como objetivo tantear el terreno, extraer e interpretar el sentido de las señales que ha creído detectar en su estancia anterior, conocer las circunstancias personales de la mujer y ver en qué medida puede satisfacer sus deseos con ella. Y no puede decirse que no estuviera en lo cierto, porque a esa segunda visita le sigue una tercera, ya vestido de paisano, en la que se desenvuelve como el dueño de la casa. Dos casualidades, o quizá no tanto, terminan de conformar en la mente de Webb un plan muy diferente al de permanecer en la policía un par de décadas antes del retiro y de una modesta pensión de jubilación: primero, se entera de que a esas horas de la noche el marido de Susan está trabajando, y precisamente no en cualquier empleo, puesto que es el locutor de una popular emisión radiofónica nocturna; segundo, mientras busca tabaco en el escritorio del famoso marido, descubre en un cajón una póliza de seguro de vida por valor de setenta y dos mil dólares. Ahora bien, ¿ha sido simple azar o bien cosa de Susan, que le ha dicho dónde guarda precisamente el tabaco su marido? Por otro lado, ella no está muy feliz en su matrimonio; al contrario, apenas puede decir nada bueno de su esposo. ¿Está incitando a Webb a alguna acción drástica para conseguir que puedan estar juntos, sin la molestia de un marido iracundo opuesto al divorcio? Sea como fuere, las circunstancias en que conoció a Susan proporcionan a Webb una vía de escape: si el marido fuera objeto de una muerte violenta, las culpas podrían recaer en cualquier merodeador.

La construcción del drama que empieza a envolver a Webb y Susan se nutre a partes iguales del guion literario y de los aciertos de Losey en los detalles de la puesta en escena. Un origen levemente común de ambos, el mismo entorno californiano en la juventud, aunque en barrios muy distintos, ella en uno residencial de casas ordenadas y césped recién cortado, él en un populoso suburbio marginal, pero coincidente en los entornos sociales (cafeterías, centros comerciales, bailes de fin de curso), les dota de una especie de pasado común que los lleva a proyectar la posibilidad de un futuro juntos. Por otro lado, Webb deja claro que fue su extracción social lo que dificultó su ascenso en la vida y lo que le obligó a ser un simple patrullero, profesión que denigra y desprecia; su sueño es convertirse en administrador de un motel de Las Vegas, aunque para eso necesitaría dinero fresco, unas decenas de miles de dólares para hacerse con él, porque confía en que se trata de un negocio seguro que procura beneficios cuantiosos. Susan, por su parte, huiría a gusto hacia ese futuro… si no estuviera casada. Todo parece apuntar al marido como único obstáculo para la felicidad de ambos (no juntos, aunque se necesiten entre sí, sino la de cada uno por separado, utilizando al otro: conseguir su sueño empresarial o escapar de una cárcel matrimonial), y así lo subraya la puesta en escena de Losey, que avanza buena parte de lo que va a ocurrir: si en su segunda visita, todavía de uniforme pero fuera de servicio, Webb deposita su gorra de policía sobre la radio en la que resuena la voz del marido parásito, en su angosto apartamento, la primera vez que recibe una llamada telefónica de Susan, una diana con un contorno humano cuelga en de la pared, y deja a las claras el testimonio de la excelente puntería de Webb con el revólver en forma de varios impactos limpios en el corazón. La visita de Webb a casa de su compañero para observar su colección de piedras raras recolectadas por todo el Oeste adelanta asimismo el tercio final del metraje (de un total muy breve, apenas ochenta y ocho minutos), la presencia de Webb y Susan en uno de los antiguos pueblos mineros abandonados, al que se accede por un único camino de tierra que atraviesa un desfiladero a menudo taponado por grandes piedras desprendidas de los muros que lo circundan.

El detalle crucial que puede demostrar ante todos la relación adúltera previa a la muerte del marido y, por tanto, también para Susan, la prueba de que una fatalidad fortuita pudo ser en realidad una maniobra muy bien calculada para hacer pasar un asesinato premeditado por un desgraciado infortunio sobrevenido, amenaza la armoniosa vida en común recién inaugurada de la pareja. Webb revela una personalidad áspera, mentirosa y ruin. Ama a Susan, o eso dice, y sin embargo le miente para seducirla y conquistarla, le tiende una trampa de aparente honorabilidad en la que ella cree pero que es por completo falsa, porque pesa más el egoísmo en la consecución de sus fines que la supuesta felicidad a la que aspira junto a ella, que no es más que resultado de la elaborada construcción de una mentira, y esos fines no eluden incluso la posibilidad de más asesinatos si de ocultar el primero de ellos se trata. Susan, sin embargo, es la víctima no del todo inocente de un sofisticado engaño, pero no es ajena a nociones como la de los escrúpulos o la del remordimiento, y será a través de ella, de una mujer fatal en contra de su voluntad, como se certificará el destino que Webb ha buscado desde el principio, desde su vida anterior, desde el ingreso en la policía o incluso antes. Aunque el guion abusa en algunos puntos de un exceso del empleo de la casualidad y el forzamiento de situaciones (la oportuna visita al desierto del compañero de Webb y de su esposa en busca de más piedras para su colección, y su llegada en el momento oportuno para taponar la huida de Webb por el desfiladero), resulta de lo más pertinente para ilustrar la influencia de la predestinación y de la tragedia en la conformación de los antihéroes del cine negro. La última imagen de Webb, su trabajoso ascenso por un montículo rocoso y el desenlace de la historia al alcanzar la cima, ejercen de acertado resumen visual de lo que implica el auténtico noir para sus protagonistas: un esforzado, y, en última instancia, incluso anhelado, camino de expiación mediante la autodestrucción.

Cine bisagra: Bob le flambeur (Jean-Pierre Melville, 1956)

 

En pocas ocasiones puede situarse con certeza el punto crucial o la sutil aparición de una personalidad que impliquen un cambio profundo, automático, irreparable e irreversible. En la historia del cine, uno de estos momentos es la irrupción de Jean-Pierre Melville y su obra debut, El silencio del mar (Le silence de la mer, 1949), crónica de la vida de un anciano y su sobrina que deben compartir alojamiento con un afable oficial nazi durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Con ella se abrió un doble proceso amplificado en sus siguientes títulos, Los chicos terribles (Les enfants terribles, 1950), basada en una obra de Jean Cocteau, quien también coescribió el guion, y el melodrama Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953), que suponía, en primer lugar, una notabilísima influencia en lo que después llegaría a denominarse nouvelle-vague y, en particular, en cineastas como Jean-Luc Godard, y en segundo término, la paulatina disolución de las hasta entonces reconocidas distinciones estilísticas y temáticas entre las películas europeas y las norteamericanas, entre los aires clásicos y el cine moderno y, finalmente, entre las películas de gánsteres y los relatos costumbristas. Rápida maduración de un lenguaje propio que con esta, su cuarta película, derivaría en la consideración de Melville como máximo exponente e inevitable referencia no solo del noir francés, sino del cine negro a nivel mundial, además de convertirle en precursor e inspirador de cineastas posteriores como Sergio Leone o Quentin Tarantino y de proporcionarle una breve y no muy feliz experiencia como productor dueño de su propio estudio que lo llevó a la ruina. Bob le flambeur (Bob, el jugador) se encuentra, por tanto, en el punto exacto en el que Melville asume herramientas cinematográficas heredadas a la vez que avanza y aventura otras nuevas, aunando un sentimiento de nostalgia por los tiempos pasados con las sensibilidades contemporáneas surgidas tras el conflicto mundial, todo ello bajo una respetuosa atención por una caracterización de los personajes y de las relaciones entre ellos y una recreación de espacios y lugares estrictamente realista, casi documental, pero dotada de una poética muy personal, melancólica y amarga, resultante de los estériles esfuerzos de debatirse entre la lucha por la consecución de las ilusiones y el desengaño y el desencanto de las derrotas.

 

En este punto, la atmósfera y el escenario pesan tanto como un protagonista más, en especial las bulliciosas noches de bares, restaurantes y cabarés enloquecidos a ritmos de jazz y los tenues amaneceres solitarios y románticos del Pigalle parisino (limpieza de calles, rótulos luminosos que se apagan, el renacer del pálpito de la vida diaria…) entre los que se desenvuelve Robert Montaigné (Roger Duchesne), más conocido por su apodo “Bob, le flambeur”, un cincuentón que vive en Montmartre (desde el salón de su casa se ve la fachada de la Basílica del Sacré Coeur), viste con sobria elegancia y es tratado con reconocimiento y respeto por todos los que le conocen. Bob es un antiguo gánster retirado hace más de veinte años, tras una larga condena de prisión. Soltero y sin familia, se mantiene activo gracias a su obsesión por el juego y las apuestas, se comporta con las maneras, la tranquilidad y la educación de un dandi y manifiesta un código moral muy concreto y estricto respecto a sus conocidos más próximos y de confianza (tal vez fuera demasiado llamarlos «seres queridos»). Sin embargo, después de unas cuantas malas jugadas y a causa de un revés de la fortuna (la fatalidad, ingrediente imprescindible del noir en todas sus expresiones), y a pesar de las advertencias de algunos de sus viejos amigos, se deja enrolar en un proyecto de atraco al casino de Deauville, una ciudad de vacaciones de la costa normanda (con un prestigioso festival de cine, por cierto), cuyo plan él se encarga de perfeccionar como un mecanismo ajustado e infalible… Salvo por un detalle, una voz indiscreta que, entre el interés, la venganza y el despecho, mantiene informada a la policía, algo incrédula y recelosa a creer que la regeneración de Bob pueda verse realmente en riesgo (tampoco se hacen ilusiones: cuestión de interés y de terror a volver a la cárcel a su edad), de los planes del jugador. Particularmente, el inspector Ledru (Guy Decomble) se niega a dar por ciertos los rumores que apuntan la vuelta al crimen de Bob después de dos décadas lejos de los negocios sucios, un hombre, además, que se siento unido a Bob por una especial relación de amistad, gratitud y lealtad después de que, en cierta ocasión, el jugador le salvara la vida.

Melville, que escribe el guion en colaboración con Auguste Le Breton, también coautor del guion de Rififi (Jules Dassin, 1955) combina magistralmente las rígidas convenciones del género (planificación de un robo, partidas de póquer, gánsteres y matones de anchos abrigos y pistolas en la sobaquera, triángulos amorosos, delatores, confidentes, tiroteos cruzados, vehículos que cruzan las noches a toda velocidad, tipos con dobleces y turbios intereses que se traicionan a unos y otros) con un estilo desenfadado e informal que dota al conjunto de una atractiva elegancia visual al tiempo que explora nuevas y evocadoras demarcaciones. Construida de manera indirecta, a base de sobrentendidos y elipsis y un uso lacónico de los diálogos, lo relevante de la película no es tanto el golpe y sus consecuencias policiales, judiciales y penitenciarias como la gente en sí misma, sus problemas, sus dificultades vitales en el día a día, la incertidumbre por el futuro ante la llegada de la vejez (ese colchón de seguridad en forma de miles de francos ahorrados durante toda una carrera en los bajos fondos que se desvanece y que obliga al jugador a reponerlo volviendo a las andadas) y, por encima de todo, sobrevolando al grupo (Anne -Isabelle Corey-, la muchacha menor de edad; el proxeneta Marc -Gerard Buhr-; Paolo, el amante de Anne -Daniel Cauchy-; Yvonne -Simone Paris-, propietaria de un bar de noche que frecuentan todos ellos…), un común sentimiento de nostalgia por lo no vivido, por el triunfo no logrado, por la ansiada edad dorada que nunca pudieron alcanzar y disfrutar y que hoy es solo un sueño del pasado transformado en una realidad opresiva, aburrida, insustancial y llena de interrogantes. Este es el ingrediente principal de la cinta, su hallazgo de la belleza y de la melancolía en el retrato de una época que ha muerto sin llegar a eclosionar y que se proyecta hacia un futuro ignorado repleto de promesas, pero fuera del alcance de unos seres acabados y amortizados, extremo que se subraya mediante la ironía que domina el desenlace de la historia.

Una película cálida y absorbente que alimenta al espectador a través de su sobria y precisa construcción, su ritmo sostenido y la atención que dedica a detalles reveladores y anticipadores de la acción. Por una parte, define perfectamente al protagonista y su apego a los juegos de azar por medio del recorrido que metódicamente sigue cada noche antes del regreso a casa, de garito en garito. Por otro lado, transmite de manera visual los altibajos de confianza de Bob de cara al éxito del atraco en función de su relación con la joven Anne y de sus previsiones y maniobras respecto al romance de esta con Paolo. Finalmente, la secuencia en la que el experto en cajas fuertes (René Salgue) ensaya ante el financiador de la operación su ejecución del trabajo que tiene asignado mientras el pastor alemán que le acompaña reacciona a cada uno de sus actos y avances, advierte al espectador de la inevitable conclusión a la que está abocado el último golpe de Bob y sus compinches. Una película bajo la que, desde otra perspectiva, alimenta el buñueliano tema del conflicto entre el deseo y las fuerzas que este desencadena para impedir su consecución, y que se nutre del contraste entre lo asfixiante y opresivo de los espacios cerrados y la lírica composición que la fotografía de Henri Decae hace de los exteriores nocturnos, acompañados de aires jazzísticos, y del paisaje urbano que refleja el pulso inalterable de la ciudad. Porque, al margen del combate entre los deseos y las frustraciones de Bob y los suyos, el corazón de París y de la noche no deja de latir.

El motor es la actriz: La última seducción (The Last Seduction, John Dahl, 1994)

Esta película, clásico instantáneo de los años noventa, significó una doble eclosión fugaz. Primero, la de John Dahl, prometedor cineasta «independiente» (lo de la independencia en el cine, cuestiones financieras aparte, hay que ponerlo siempre entre muchísimas comillas) que, tras unos inicios titubeantes, venía de sorprender con la revitalización del noir que supuso Red Rock West (1993), se confirmó con este título y se consagró comercial e industrialmente con Rounders (1998) antes de diluirse en proyectos fallidos y subproductos mediocres y perderse entre las grietas de los capítulos de distintas series de televisión. Segundo, y sobre todo, la de Linda Fiorentino, que alcanzó en esta película el cénit de su carrera y luego desapareció tan pronto como emergió, en películas de poca importancia, cada vez menos relevantes y más penosas y lamentables, hasta esfumarse casi por completo con el nuevo siglo, circunstancia que no era ajena a su particular carácter y su escasa docilidad en la trastienda de los rodajes. No obstante, este breve destello de su trayectoria como actriz le vale un lugar propio entre las femmes fatales del género negro, de las que es tributaria y a las que a la vez supera con creces merced a un personaje fascinante magníficamente perfilado que ella ejecuta con una maestría que hacía tiempo que no se estilaba en una pantalla y que no ha vuelto a verse después.

Aunque la película posee elementos suficientes para aplaudir su solvencia en el uso del lenguaje cinematográfico (transiciones como el paso del airbag que estalla al cómodo y mullido almohadón de una cama de hospital; los momentos en que la protagonista va calzada y descalza; el mobiliario de los espacios y, en particular, la falta de él…), la mayor virtud y fuerza del filme reside en el guion, que si bien reúne una serie de lugares comunes en el cine negro, algunos de ellos tratados mediante la elipsis, cuenta con dos bazas fundamentales: la estructura, que va de la sencillez del planteamiento inicial hacia la complejidad progresiva de la trama y del desenlace, alternando la presencia y el peso de los personajes masculinos (primero, abogado y detective; después, marido y amante), que flotan y giran en torno a la verdadera protagonista, y en especial esta, el auténtico pilar central y leitmotiv de la historia, alimentado de forma tan meritoria por Fiorentino que asombra y seduce por igual, hasta el punto de que el cautivado espectador, que a pesar de su naturaleza perversa y maquinadora no puede evitar ponerse de su lado, concluye indefectiblemente que sin la actriz, sencillamente, la película no podría existir, o al menos alcanzar la misma dimensión. Tan pronto (y tan tarde) como mediados de los noventa, el personaje femenino rompe el corsé de la femme fatale por las costuras y, lejos de aludir metafóricamente a esa idea de fatalidad que es (o debería ser) consustancial al género negro, se erige en su encarnación física, rigiendo y determinando los destinos de cuantos hombres la rodean con ausencia total de moral o remordimientos, buscando únicamente su liberación personal en términos prácticos y funcionales, que cuando es necesario son también crueles y criminales pero, desde su perspectiva, meras operaciones o maniobras utilitarias para la consecución de un fin, tan ambicioso (el dinero) como imprescindible (la supervivencia). Un personaje totalmente autónomo y ajeno a cualquier idea de sumisión o sometimiento, de una feminidad que se eleva incluso por encima de la retórica feminista para imponerse sobre ella y alcanzar un resultado que haría salivar a las huestes más irracionales y furibundas del Mee Too y corrientes similares o a cualquier iletrada ministra del ramo, pero que en el fondo supera y aparta el argumento del sexo como forma de categorizar y estigmatizar los personajes de una película.

Clay Gregory (Bill Pullman), incitado por su esposa, Bridget (Linda Fiorentino), se introduce en un negocio ilegal de venta de drogas y medicamentos que le proporciona estratosféricos beneficios con los que pagar las enormes deudas, de un centenar de miles de dólares con unos intereses semanales de diez de los grandes adicionales, que tiene contraídas con algún jefe mafioso no identificado (extremo siempre tratado en elipsis en el argumento que funciona como MacGuffin parcial). Desde el primer momento, sin embargo, queda claro que la mente pensante del matrimonio es ella: jefa de equipo de una empresa de telemarketing en la que tiene martirizados a los empleados a su cargo (la mayoría hombres), está acostumbrada a métodos expeditivos y a incentivos laborales que bordean la explotación y la humillación. Es fácil suponer cuánto ha podido costarle y qué metodos ha podido utilizar para conseguir que el infeliz, inexperto y bastante botarate de Clay haya dado semejante paso, y también el grado y el número de cuestionamientos lesivos para su orgullo masculino que le ocasiona a diario y que le sirven de acicate. Por eso no es de extrañar que, tras los nervios de la experiencia del intercambio de mercancía por dinero reaccione violentamente, dándole una bofetada, cuando ella hace el enésimo comentario sarcástico sobre su inteligencia y su hombría, sin sospechar que, con ese gesto, que posiblemente tampoco es el primero, está detonando una serie de circunstancias que van a escapar a su control. Porque Bridget, resentida pero sin perder jamás su sentido práctico, concibe casi de inmediato un plan que a la vez la monta en el dólar y la libra de un cretino: aprovechando que este se está duchando, coge el portante y desaparece por la puerta de casa con una bolsa que contiene setecientos mil dólares, dispuesta a huir de Nueva York y retornar (se sugiere) a Chicago, ciudad donde está su no demasiado limpio pasado (de nuevo sugerido).

La película se abre en dos frentes: en primer lugar, la huida de Bridget, que se ve interrumpida en un pueblo de mala muerte del estado de Nueva York, en el que espera ocultarse con discreción y, sobre todo, sacar el dinero de la circulación mientras su abogado de Chicago (J. T. Walsh), con el que también (se sugiere que) tuvo sus escarceos de cama, le lleva el divorcio a distancia de manera que Clay no pueda exigir su mitad del botín como parte de los bienes conyugales; en este pueblo entra en contacto con Mike (Peter Berg), un paleto que se ve deslumbrado y encandilado por ella y con el que inicia una tórrida aventura sexual; el otro frente, presentado en segundo plano, refleja las maniobras de Clay para localizar a Bridget y recuperar el dinero con ayuda de un detective privado (Bill Nunn), al tiempo que trata de impedir que los delincuentes con los que está en deuda le rompan todos los dedos de las manos (subtrama sugerida únicamente con la mano vendada y los dedos entablillados). Estas dos líneas argumentales confluyen en un doble vértice: en el éxito del detective al encontrar el lugar en el que Bridget se oculta, lo que da pie a que su personaje demuestre el punto hasta el que es capaz de llegar para proteger su recién descubierta y asegurada (económicamente) libertad; y como consecuencia del anterior, la compleja red que Bridget empieza a tejer sobre Mike para que este se preste a asistirla en la eliminación de Clay y, por tanto, en la supresión de todos sus problemas, y en cuya elaboración emplea todas sus dotes de manipulación, engaño y chantaje emocional, sexual e incluso laboral. Sin embargo, la construcción del guion y la caracterización del personaje no apuestan por retratar a Bridget como una psicópata desequilibrada o como un ser pérfido y malvado sino como una mera superviviente que utiliza todos los medios a su alcance que le proporciona su condición de mujer atractiva para salir triunfante y con éxito en un ambiente, el del género negro, en principio poco propicio para su sexo.

Así, mientras el personaje del abogado se esfuma sin dejar rastro cuando la historia toma los derroteros más oscuros (cuando la única -o la más cómoda- salida es el crimen perfecto ya no hace falta asistencia legal), la película se va cerrando sobre el triángulo protagonista hasta reunirlo en un único espacio en el que Bridget, lejos de amilanarse, verse contrariada o sentirse intimidada en minoría entre dos hombres, despliega por última vez el tarro de las esencias de su talento retorcido y manipulador, toda su batería de recursos e improvisaciones para imponerse. Un doble salto mortal con tirabuzón que el guion realiza y que concluye en un epílogo que retuerce y redondea la trama hasta su única conclusión posible, aquella siempre impregna el cine negro, la fatalidad que se abate sobre aquellos personajes arrastrados irremisiblemente por su condición, de los que, en esta ocasión, Bridget es honrosa y seductora excepción. Su personaje escapa a cualquier limitación de conceptos como liberación o emancipación; es más una mantis religiosa que actúa por instinto, que actúa casi por impulsos automáticos en dirección a la inmediata satisfacción de cada paso, de cada necesidad, de cada deseo, y que también termina por devorar a los machos con los que se aparea. En su camino no solo cuenta con nuestra comprensión (¿son realmente los hombres que frecuenta mejores moralmente que ella?) sino que despierta nuestra simpatía y admiración, de la misma forma que el tono criminal del argumento viene rubricado con un aire adicional de comedia negra subrayado por un paralelismo tan elocuente como chocante: los dos miembros al aire; primero, el de Mike, cuando Bridget, en una escena memorable, sopesa sus encantos masculinos (que él ha calificado previamente como los de un caballo); segundo, el del detective, que implica la no menos negra resolución de la participación de este personaje en la película.

Fiorentino, que se instala en el personaje como quien se pone un traje a su medida, ofrece una prueba de que pueden construirse personajes femeninos fuertes, interesantes, actractivos, sobre la plantilla de un cliché desplazando un poco más sus límites, sin caer en el panfleto ni en la propaganda de valores, tan poco cinematográfica per se, y que estos personajes pueden despertar la empatía, la identificación y el reconocimiento del público masculino al margen del sentimentalismo, el paternalismo e incluso sin que el sexo o el aspecto físico resulten determinantes. Bridget abre y cierra su propio camino en la madurez de las antiheroínas del cine de los noventa, un tipo propio políticamente incorrecto para todos pero universalmente cautivador.

El crimen no sale a cuenta: Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952)

Ni mucho menos todo el cine realizado durante la dictadura franquista puede etiquetarse como rancio o casposo, pero es que ni siquiera en la obra de uno de los más grandes adeptos al régimen, José Luis Sáenz de Heredia, todo lo que se encuentra obedece necesariamente al catálogo de las consabidas cintas de exaltación patriótica, la promoción de valores religiosos y moralizantes, los dramas que adaptan clásicos literarios o las comedias amables con alto contenido sentimental y en ningún caso reñidas con los principios fundamentales del llamado Movimiento Nacional. Muy al contrario, antes de dejarse arrastrar por modas más comerciales, «abiertas» y «atrevidas» en las décadas siguientes, filmó uno de los más eficaces noirs españoles (con participación italiana), por derecho propio una de las mejores películas españolas de la década y referente ineludible del género en España. Y como resulta primordial en el cine negro, es la ineludible fatalidad la que arrastra al protagonista a una espiral que solo puede conducirle a la autodestrucción, pero también, como es consustancial, no hablamos de un inocente, sino de un personaje con aristas no siempre favorables a su identificación con el público; son sus propias acciones, sus decisiones éticamente más que discutibles, las que marcan la tragedia a la que se ve abocado, el desenlace anunciado.

Este personaje es Martín (Raf Vallone), individuo arisco y antipático que, debido a un error del pasado que le costó su expulsión del colegio de abogados, malvive como representante de venta de perfumes, recorriendo Madrid de punta a punta y de la mañana a la noche con su muestrario en la cartera y sin poder ganarse dignamente la vida. En la fonda en la que cena habitualmente se topa con un antiguo compañero de estudios, Roberto (Julio Peña), que anda muy bebido y busca la manera de eludir a su esposa (Elena Varzi) para poder pasar la noche con su amante. El reencuentro abre una posible vía de negocio y de redención para Martín, pero su orgullo y su desprecio por todo y por todos, empezando por él mismo y terminando por Lola (Emma Penella), la joven con la que sale de vez en cuando y a la que trata con desdén y desprecio, le impiden acercarse a su viejo camarada de la Facultad de Derecho y congraciarse con él. No obstante, cuando Roberto cree haber matado al hombre en cuya compañía ha hallado esa noche a su querida, acude a pedir ayuda a Martín, que no se siente precisamente inclinado a socorrer a uno de esos tipos acomodados y solventes de los que reniega y a los que odia. Porque Martín aborrece a todos aquellos que tienen lo que él no puede tener, que viven la vida que él no puede vivir, que disfruta de las comodidades y los caprichos que él no puede permitirse. El rencor gobierna su vida hasta el punto de que la petición de ayuda de Roberto se convierte en un instrumento de venganza personal contra el mundo que siente que conspira contra él. Decidido a aprovecharse de las dificultades de Roberto, y dejándose invadir por el súbito deseo que siente por Berta, su esposa, Martín elabora un plan construido sobre la más absoluta doblez: mientras convence a Roberto de que debe fingir un suicidio para después poder huir de España de manera clandestina, en realidad lo que se propone es ocupar el lugar de Roberto ante Berta y ante el mundo, hacerse con su espacio, disfrutar de la vida fácil y segura de Roberto, de los lujos, la despreocupación y los ambientes más refinados y atractivos, una vida a la que él cree que tiene derecho. Naturalmente, hablamos de cine negro, las cosas se complican, y ni Berta es una inexperta en los juegos de dobleces ni la policía, hablamos de cine español en la etapa franquista, deja pasar fácilmente historias que no terminan de encajar. Así, el comisario Ollaza (Félix Dafauce) y el agente Díaz (Fernando Fernán Gómez, policía poco ortodoxo y bastante despistado que pone el contrapunto cómico al argumento criminal central), investigan el asunto incluso cuando este está oficialmente cerrado, dispuestos a ejercer la tutela protectora de Berta frente a un hombre de cuyas maquinaciones no han dejado de sospechar toda vez que las únicas pruebas disponibles de la muerte de Roberto (la carta firmada por él, el arma con sus huellas y los doce testigos que se hallaban en el Café Gijón en el momento en que se disparó en el corazón) apuntan al suicidio como causa de la muerte. Continuar leyendo «El crimen no sale a cuenta: Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952)»

Música para una banda sonora vital: Calles de fuego (Streets of Fire, Walter Hill, 1984)

Aquí tenemos a Diane Lane dándole al playback y meneando el esqueleto en la interpretación de Tonight Is What It Means To Be Young para este ochentero clásico de culto dirigido por Walter Hill, en el que el guionista y director pudo dar rienda suelta a dos de sus grandes pasiones, la música y el cine de acción y de violencia. A ratos tan magnética como ridícula, mixtura de película de pandilleros e intriga neo-noir, de musical y thriller, de western urbano y drama romántico con tintes de cómic retrofuturista y mucha cancha abierta al videoclip, la película es todo un ejercicio de nostalgia para los nacidos en los cincuenta que hacían cine en los ochenta y para los espectadores del siglo XXI que en esos ochenta éramos unos críos. Vergüenza ajena aparte. Que la da, y mucha.