Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)

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Una película de Joe Mankiewicz (1909-1993) es sinónimo de buen texto, de guion literario construido con la precisión de un mecanismo de relojería, y también de estupendas interpretaciones, brillantes e intensas. Murmullos en la ciudad (People will talk, 1951) no es una excepción. Sin embargo, oscila ostensiblemente entre el drama y la comedia en un alarde de indefinición que, al mismo tiempo que hace que el conjunto termine por resentirse del inadecuado ensamblaje de sus distintos elementos y tonos, ofrece puntuales secuencias de particular interés dramático, humorístico o estético que la hacen plenamente disfrutable. Cierto es, no obstante, que el inicio del film invita a unas expectativas que no llegan a cumplirse con exactitud, apuntando hacia una screwball que no puede andar más lejos de la realidad.

El doctor Praetorius (Cary Grant), médico de éxito pero cuya práctica se pone en cuestión por algunos colegas y estudiosos, en especial por su celoso compañero de departamento, el profesor Rodney Elwell (Hume Cronyn), alterna la docencia universitaria con la dirección de un hospital. El mencionado Elwell, tan envidioso de su reconocimiento como escandalizado por los curiosos métodos clínicos que emplea Praetorius, se decide a investigar su pasado, del que hay varios datos que no encajan: en primer lugar, sus oscuros años como médico rural, del que ha logrado testimonios de lo más extravagantes sobre presuntos remedios milagrosos en la curación de enfermedades; por otro lado, la misteriosa figura que acompaña a Praetorius a todas partes y a toda hora, el enigmático señor Shunderson (Finlay Currie), no se sabe si guardaespaldas, mayordomo, asistente o sombra todo en uno, pero que es presentado siempre por Praetorious como «un buen amigo». Paralelamente, Praetorius se encuentra en su clínica con un caso especialmente interesante: Deborah Higgins, una joven bastante atractiva (Jeanne Crain), presenta un interesante repertorio de problemas de inestabilidad emocional, cansancio, abatimiento… Su problema no es otro que un embarazo no deseado cuyo autor acaba de fallecer en acto de servicio (militar), un estado que pone en riesgo la peculiarmente estrecha relación que mantiene con su padre (Sidney Blackmer), para el cual el médico idea un remedio infalible: casarse con ella. Por otra parte, Praetorius dirige la orquesta de aficionados que en los actos oficiales interpreta el Gaudeamus igitur, himno de la universidad, entre cuyos miembros se halla su amigo, el profesor Barker (Walter Slezak).

Los 109 minutos de metraje saltan del humor (en principio muy prometedor, luego relegado a un papel subdiario, excepto en la secuencia del infantil «cabreo a tres bandas» con el tren eléctrico) al romance o directamente al drama, a menudo utilizando los mismos pretextos y elementos narrativos. En esta ocasión, la confusión de identidades (o de estados, cabría matizar), no sirve a la comedia sino al drama en su vertiente romántica. Es, al mismo tiempo, una película sobre la amistad, presentada desde la perspectiva de un raro carácter incondicional (la extraña relación de Praetorius y Shunderson, tan firme como inexplicable), un pacto absoluto a pesar de ser tácito, incomprendido por una sociedad que no cree que esas relaciones puedan sustentarse en algo más que el interés o la conveniencia, y que ofrece un tipo de fidelidad a los principios que estaba cuestionándose en la América de los cincuenta. También se trata de un film que observa la profesión médica desde cierto escepticismo (más importante que el tratamiento de las enfermedades parece ser el tratamiento debido a las personas enfermas), aunque no mayor que el dedicado a la docencia universitaria, que en cierto punto, personalizado en Elwell, Mankiewicz, autor del guion, utiliza como trasunto del maccarthismo que estaba vapuleando a América con su actitud inquisitorial. Por último, se trata de una historia de amor algo sui generis, bastante moderna y atrevida para la moralidad pública de aquellos años, en la que la mentira no constituye un peligro, sino la base fundamental de una unión que solo adquiere plena solidez cuando el secreto sale a la luz. Continuar leyendo «Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)»

Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)

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Roger Corman ha pasado a la historia del cine por su prolífica carrera dentro de los cánones del cine fantástico y de terror, con preferencia por las adaptaciones literarias de Edgar Allan Poe y la presencia de actores inolvidables como Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff o Lon Chaney Jr., entre muchos otros, además de una joven promesa llamada Jack Nicholson. Dentro de su abundantísima relación de títulos, casi siempre enmarcada en los estrechos márgenes de los bajos presupuestos y de la mediocridad del acabado final de buena parte de las cintas debido precisamente a esta limitación, se esconden no obstante pequeñas joyas fuera de las líneas habituales del cine de Corman, pertenecientes, cosa rara en él, a géneros como el bélico –Secreta invasión (The secret invasion, 1964), antecedente directo de Doce del patíbulo (The dirty dozen, Robert Aldrich, 1967) o el clásico El barón rojo (Von Richthoffen and Brown, 1971), sobre el famoso aviador alemán- o el western (La cabalgada de los malditos, A time for killing, 1967), siendo esta faceta del director probablemente superior, técnicamente hablando, que no quizá en cuanto a empleo de la imaginación, a sus empeños cinematográficos más comunes. A esta corriente minoritaria pero mucho más que estimable pertenece La matanza del día de San Valentín (The St. Valentine’s day massacre, 1967), crónica casi periodística de los sucesos acaecidos en Chicago el 14 de febrero de 1929.

Al Capone (Jason Robards) ha pasado en apenas seis años de ser un simple guardaespaldas a convertirse en la cabeza del crimen organizado de Chicago. Es el más osado, el más implacable, el más vengativo y el más violento. En los últimos años ha eliminado a otros hampones importantes de la ciudad que podían intentar hacerle sombra ante los grandes jefes del sindicato del crimen. Pese a su enorme poder, el líder de los gangsters de la zona norte, ‘Bugs’ Moran (Ralph Meeker), jefe de una banda de alemanes, polacos e irlandeses, desea arrebatar a los italianos el primer lugar en el escalafón de la delincuencia en la ciudad e idea un meticuloso plan para ir ocupando poco a poco el área de acción de los hombres de Capone, con la ayuda, entre otros, de su matón Pete Gusenberg (George Segal). La guerra de bandas está servida, porque los intentos de negociación que sugieren algunos de los hombres de Capone ya han fracasado en ocasiones anteriores con otros jefazos revoltosos a los que finalmente hubo que borrar del mapa. Por tanto, el deseo de Capone triunfa y sus hombres comienzan a preparar la respuesta, que culmina con la famosa matanza, llevada a cabo por esbirros disfrazados de policías, el exilio y posterior encarcelamiento de Moran y la investidura de Al Capone como jefe supremo de la mafia de Chicago.

La película, de apenas 95 minutos de duración, está construida en un formato casi periodístico. Una voz en off ayuda al espectador a situarse identificando a los personajes más importantes del drama, con sus lugares de procedencia, sus más relevantes antecedentes penales y los aspectos más cruciales de su futuro, o su marcha de este mundo antes de tiempo, una vez superado -o no- el episodio de la matanza. De este modo quizá no demasiado efectivo desde el punto de vista de la narración cinematográfica, Corman logra que su película cobre dinamismo y ritmo, además de ahorrar en economía narrativa. Los personajes y las situaciones son así situados desde el inicio, y asistimos sin más a conversaciones y tiroteos que hacen avanzar la acción paulatinamente hacia su esperado final, el cual es ya anunciado al comienzo del film. Dos aspectos destacan en el desarrollo: en primer lugar, que nos encontramos de nuevo ante una película de Corman con un presupuesto muy limitado, si bien en esta ocasión el talento del director y los esfuerzos del equipo de decoración y ambientación logran dar bastante el pego. En segundo término, el manejo de la tensión en una situación violenta de confrontación cuyo clímax es conocido y esperado y que, aún así, resulta dramático, violento, excesivo.

Corman elabora sofisticadas secuencias de tiroteos que sin duda inspiraron a uno de sus más jóvenes colaboradores de aquellos tiempos, un tal Francis Coppola, Continuar leyendo «Amor se escribe con plomo: La matanza del día de San Valentín (1967)»

Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo

Las mujeres hermosas hablan la misma lengua en todo el mundo.

¿Y las feas?

No las escucho.

Fiske (Richard Widmark) en El jardín del diablo

Cuando uno tiene la suerte de disfrutar de El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954) no puede evitar llegar a la conclusión de que, con los años, el cine de aventuras ha empequeñecido tanto como las pantallas en las que se proyecta actualmente. No hay duda de que habrá quien califique esta película de pequeña, de western rutinario, artesanal, normalmente los mismos que pierden el culo por la última bobada de superhéroes de cómic que llegue a la cartelera. Y sin embargo, este western de aventuras dirigido por Henry Hathaway, uno de los más importantes y más cualificados directores todo-terreno (abominamos de la definición de «artesanos») de la época dorada del Hollywood clásico, poseedor de una filmografía enorme, repleta de títulos fenomenales y que, especialmente en el western, era considerado (quizá junto a Howard Hawks o Anthony Mann) como la mejor alternativa a John Ford, es una película vibrante, vigorosa, absorbente y no carente de peculiaridades psicológicas y temáticas que la dotan de algo más que acción y aventura. La premisa no puede ser más convencional, la coincidencia de un grupo de personas de caracteres diversos en una misión común a realizar en un entorno exótico presidido por la amenaza de indios hostiles; la ejecución no puede ser más excelente.

Un barco de vapor se acerca a Puerto Miguel, un pequeño pueblo de la costa mexicana, para reparar una avería. Tres de los pasajeros que viajan en el barco camino de un yacimiento de oro (se supone que californiano, estamos por tanto en 1848-1850), Hooker (Gary Cooper), un pistolero de enigmático pasado, Fiske (Richard Widmark), un jugador que huele el dinero fácil, y Daly (Cameron Mitchell), un entusiasta convencido del gran porvenir que le espera, desembarcan para estirar las piernas y tomar unas copas de mezcal. A la cantina del pueblo (tras un par de canciones en español de Rita Moreno) llega una mujer blanca, Leah Fuller (Susan Hayward, luciendo falda-pantalón y cartuchera al cinto), en busca de ayuda para rescatar a su marido, sepultado por un corrimiento de tierras en la mina de oro que poseen en territorio apache, en unas tierras sagradas que llaman El jardín del diablo. Cada uno, por unas razones distintas que no ocultan una razón común a los tres, decide acompañar a la mujer en el rescate de su marido, acompañados por un lugareño, Vicente (Víctor Manuel Mendoza), a diferencia de sus compañeros, más interesado en el oro que en la mujer.

Una vez planteada la trama, la historia consta de tres segmentos: la ida, la estancia y la vuelta. El camino a la mina son los minutos de la cinta más ligados a la aventura. Un viaje a través de unos bellísimos parajes mexicanos, fotografiados maravillosamente en Technicolor por Milton Krasner, que hace resaltar la grandiosidad interminable de las montañas, los bosques y las llanuras para potenciar la sensación de exposición del pequeño grupo a los rigores y los riesgos del trayecto, en especial ese tránsito a caballo por una estrecha cornisa montañosa abierta a un profundo abismo que supone el único acceso al territorio indio (y la célebre secuencia del salto a caballo del único tramo de esa cornisa que se ha hundido). Durante esta fase de la película, el guión de Frank Fenton y la pericia en la dirección de Hathaway no sólo avanzan buena parte de las situaciones y peligros que van a tener lugar en el metraje posterior, sino que caracterizan a la perfección a los personajes gracias a su distinta actitud ante los avatares del camino. Así, vemos a Vicente marcando la ruta para recordarla, supuestamente con ansias de repetir la expedición con algo más que unas alforjas para acercarse a la mina; sabemos que Daly desea a Leah, y también que Hooker, fuera lo que fuera en el pasado, es un tipo íntegro y legal, que corrige a Daly en sus excesos con una buena paliza pasada por las brasas. Por último, Fiske inicia una relación curiosa con Hooker, de comprensión mutua y de rebelión ante su, según él, manía de dirigir el grupo (de la que se extraen datos que pueden explicar al espectador el posible pasado del personaje).

Tanto en este pasaje como en el capítulo central, la llegada a la mina y el hallazgo del marido, el factor dramático predominante consiste en la rivalidad masculina por la mujer, y también en la utilización por parte de ella de todas las armas femeninas a su alcance con tal de conseguir sus fines; Continuar leyendo «Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo»