Tiempo de conspiraciones: El último testigo (The Parallax View, Alan J. Pakula, 1974)

 

Como resultado de los convulsos acontecimientos políticos de la década anterior, el Nuevo Hollywood de los setenta, y también su público, ahora súbitamente más adulto, desarrollaron paralelamente una atracción y un interés por las películas que, inspirándose en mayor o menor medida en hechos reales, exploraban las turbiedades de las trastiendas institucionales y políticas de la nación y hablaban de individuos que, actuando a menudo al margen de la ley o forzándola mucho, sirviendo más a grupos de presión y a sectores políticos y económicos concretos (por ejemplo, el famoso complejo militar-industrial del que hablara Eisenhower en su discurso de despedida de la presidencia) que a los ciudadanos votantes, amenazaban la democracia estadounidense. No podía ser de otro modo tras unos años en los que la sombra del magnicidio había recorrido el país de parte a parte (John y Robert Kennedy, Martin Luther King…) y en un momento en el que la discutible administración Nixon encadenaba dos mandatos, con el trasfondo de la guerra de Vietnam en su fase decisiva y las oscuras maniobras del Gobierno estadounidense en apoyo de regímenes autoritarios y dictaduras militares por todo el mundo, en especial Hispanoamérica, como barrera contra el bloque comunista. Con títulos como Acción ejecutiva (Executive Action, David Miller, 1973), La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974) o Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, Sydney Pollack, 1975), las películas parecían tanto nutrirse de ese clima como contribuir a su generación y ser casi agentes premonitorios, y fue Alan J. Pakula, con su trilogía de principios de los años setenta, quien elevó el cine de conspiraciones políticas a la categoría de fenómeno social, mientras que fuera de Estados Unidos directores como Costa-Gavras o Gillo Pontecorvo hacían lo propio desde una óptica más ideologizada y antiamericana. Si en Klute (1971) Pakula exponía el perfil enfermizo de una sociedad sometida a permanente vigilancia y a la ausencia de controles en determinadas esferas, en Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976) recreaba con afán documental el largo proceso de caída de Nixon a raíz del estallido del caso Watergate. En el segundo título de esta etapa, esta El último testigo, Pakula bucea en las interioridades de los despachos gubernamentales y de las agencias de seguridad para advertir sobre los peligros de unas instancias políticas ajenas al escrutinio general y al control democrático por parte de la opinión pública.

THE PARALLAX VIEW Remains a Shockingly Relevant Movie - Nerdist

La película se abre con un largo y lento travelling en la gran sala de una dependencia gubernativa en la que una comisión política -al estilo de la llamada «Comisión Warren», que se ocupó de examinar todo lo acontecido en torno al asesinato de John F. Kennedy- expone las conclusiones de un informe de investigación y da carpetazo a un asunto. Tres años después, el periodista Joseph Frady (Warren Beatty), junto a algunos compañeros de profesión, se encuentran en un acto político celebrado en torre conocida como la Aguja de Seattle, cuando se produce un tiroteo y un candidato a senador es asesinado. Algún tiempo después, su colega Lee Carter (Paula Prentiss) aparece en casa de Joseph y le transmite una inquietante información: un buen número de testigos presenciales de aquel asesinato han ido muriendo sucesivamente en extrañas circunstancias, tras los accidentes más extraños y las combinaciones de azares y casualidades más rocambolescas (algo que ocurrió también, en un margen temporal muy estreno -apenas diez años- con dieciocho ciudadanos presentes en Dallas el 22 de noviembre de 1963, y que en su día habían sido interrogados por las autoridades). Lee tiene la sospecha de que alguien va a tras ella para asesinarla, pero a Joseph todo eso le parecen tonterías, paranoias de una mente obsesiva y pueril. Pero Frady no tiene más remedio que cambiar de idea cuando contempla su cadáver sobre la mesa de autopsias del forense. Una vez más, se confirma la extraña muerte de otro testigo y Frady, mientras espera su turno, empieza a investigar, con el permiso reticente del director de su periódico (Hume Cronyn), qué ocurrió realmente en aquel atentado de Seattle, cuál fue el móvil y quién estaba detrás.

El guion se construye sobre una sucesiva intriga doble. En primer lugar, Frady recorre algunos puntos del país para investigar la muerte del candidato y descubrir que ese atentado puede estar relacionado con otros sufridos por otras personalidades influyentes, debido a su extrañeza y a su modus operandi. Cuando él mismo se convierte en objetivo de un intento de asesinato del que solo pueden ser instigadores altas instancias del Gobierno, salta la segunda línea de misterio que conforma la atmósfera de thriller conectado al espíritu de su tiempo: Frady llega a la conclusión de que existe una organización, denominada Parallax, que recluta, adiestra y alquila asesinos profesionales para cometer asesinatos por interés, y que las diversas agencias del Gobierno han venido utilizando reiterada e indiscriminadamente sus servicios para lograr sus objetivos, tanto dentro de los Estados Unidos como en el ámbito internacional. Así las cosas, y aprovechando Frady que tras el atentado sufrido sus adversarios creen que ha muerto, decide investigar sobre esa organización infiltrándose en ella como posible asesino a sueldo. Solo Bill Rintels, el director de su periódico, conoce la verdad y dispone de los elementos para probar la identidad de Frady, la única conexión que mantiene con el mundo real, y también el eslabón más débil de su plan… Frady se introduce en un universo oculto de contactos con nombre falso, citas con desconocidos en lugares extraños, planes elaborados sin revelar la identidad de la víctima… y el posible riesgo de ser descubierto por quienes, sin duda, acabarían con él… otra vez. Cuando finalmente es requerido para entrar en acción, su objetivo es también un político en campaña pero… ¿Es ese realmente su objetivo, o todo eso no es más que una farsa gigantesca de la que el objetivo es él?

La película capta el estado de ánimo del país, producto de los acontecimientos previos, pero también, al igual que ocurre con la cinta de Coppola del mismo año, se beneficia (como también lo hizo a nivel de taquilla gracias a su oportuno estreno) de un clima en ebullición que estaba a punto de cristalizar en la crisis del gabinete de Nixon y su dimisión ese mismo verano. Con datos y situaciones extraídos de las recientes investigaciones sobre el asesinato de JFK, y empleando los mecanismos propios del cine de intriga política de aquel contexto (escuchas clandestinas, grabaciones, citas secretas, confidentes, testigos, agentes ocultos, conspiraciones por el poder, asesinatos políticos, ocultamiento de actos ilegales, silenciamiento o conducta cómplice de la prensa…), Pakula, con guion de David Giler y Lorenzo Semple Jr., elabora un suspense canónico que tiene varios momentos álgidos: en el inicio, la lucha en lo alto de la Aguja de Seattle; en la primera investigación, todo lo que ocurre en el pueblo y la encerrona que tienen a Frady cuando es invitado a ir de pesca; y, sobre todo, el largo fragmento final en el pabellón en el que se supone que Frady va a hacer su debut como asesino, elaborada secuencia con un inteligente empleo del espacio y de la luz (en particular, de su ausencia), con una tensión creciente a medida que las distintas líneas de atención van confluyendo hacia la terrible verdad de la que no existe escapatoria. La película remata con una estructura circular, una escena en la que la misma comisión que ha abierto el filme emite un nuevo dictamen que zanja la cuestión de la seguridad de los hechos probados, para tranquilidad del ciudadano.

A pesar de no estar tan inspirado como en los otros títulos de esta trilogía oficiosa, Pakula se maneja como pez en el agua en un registro que domina plenamente y que, en última instancia, remite a reflexionar acerca de la verdadera naturaleza del poder en una democracia, y en especial, sobre el lugar donde realmente se asienta ese poder. Un punto de gravedad alejado de los focos y de los debates públicos, de las tertulias y los titulares de prensa, de las campañas electorales y de los eslóganes, de las ideologías y de los idealismos, de talante conservador y de condición alegal (ni por encima ni por debajo de la ley, sino en un registro moral y ético en el que la ley es irrelevante), que funciona al margen de las personas individuales que lo detenten ocasionalmente, que aglutina política, judicatura, economía, prensa, ambiente social y vida cultural, y que redirige la cuestión hacia una de las ideas y estructuras más poderosas y fascinantes concebidas por la mentalidad humana, para bien y para mal: el Imperio.

Mis escenas favoritas: Ziegfield Follies (1945)

En este musical surgido de la unidad de Arthur Freed en la Metro-Goldwyn-Mayer y construido a base de fragmentos dirigidos por Vincente Minnelli, Lemuel Ayers, Roy Del Ruth, Robert Lewis, George Sidney, Merrill Pye y Charles Walters, con la participación de estrellas del estudio como William Powell, Judy Garland, Lucille Ball, Esther Williams, Hume Cronyn o Keenan Wynn, tiene lugar el memorable momento de ver a Fred Astaire y Gene Kelly compartiendo por primera y única vez coreografía en la pantalla. Impagable instante protagonizado por los dos grandes colosos del musical americano.

 

Doble prisión: Fuerza bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947)

Julius Dassin, más conocido como Jules Dassin tras su forzosa emigración a Francia, es otro de los célebres damnificados por la persecución emprendida contra los cineastas de Hollywood a raíz de las «investigaciones» del Comité de Actividades Antiestadounidenses. Formado como actor y director, y también en la radio, empezó como ayudante de Alfred Hitchcock antes de iniciar una próspera carrera como director de películas de cine negro y criminal, muchas de ellas auténticos clásicos, con algunas incursiones en el drama, filmadas en obligada itinerancia entre Estados Unidos (en dos etapas), Reino Unido, Francia, Italia o, tras su matrimonio con Melina Mercouri, Grecia. Fuerza bruta abre el prolífico y excelente periodo central de su obra, una cinta que, más allá del argumento literal, no puede obviar su conexión con el tiempo en que fue filmada y estrenada y que, por tanto, es un drama carcelario pero también, y sobre todo, un retrato político-social.

El pilar de la narración viene constituido por el régimen de terror que el capitán Munsey (Hume Cronyn), jefe de los guardias, impone tras los muros de la atestada penitenciaría de Westgate. La superpoblación del penal, que obliga a hacinar en las celdas al doble de presos de su capacidad, pone contra las cuerdas al alcaide, que puede verse obligado a abandonar su puesto. Una situación propicia para Munsey, que además de maniobrar conforme a sus propios intereses personales utilizando los cada vez más frecuentes hechos violentos e intentos de fuga de la cárcel para minar la posición de su superior y aumentar sus opciones de ocupar su puesto, aprovecha este mismo enrarecimiento progresivo para dar salida a su vena sádica, elevando el nivel del régimen disciplinario, disfrutando con las cada vez más arbitrarias decisiones y normas destinadas a hacer insoportable la vida entre rejas, y, como resultado de todo ello, saboreando cada ocasión de que dispone para torturar, apalear y vejar a quienes cumplen condena, sin eludir el cinismo que implica demostrar públicamente cada vez que puede su supuesta preocupación y consideración por el bienestar de sus «clientes». No obstante, cuando uno de los presos más respetados, un hombre mayor que ha sido obligado a trabajar hasta morir exhausto en el llamado «foso», el lugar más penoso al que los presos pueden ser destinados al trabajo, los reclusos de la celda R17, encabezados por Joe Collins (Burt Lancaster), organizan un temerario plan de fuga que amenaza con desencadenar una auténtica ola de violencia.

La estructura narrativa que plantea el guión de Richard Brooks trata en paralelo el implacable régimen penitenciario que impone Munsey y la preparación de este laborioso y peligroso plan de fuga con incursiones en forma de flashback que cuentan la forma en que varios de los presos de esa celda R17 han llegado a encontrarse en prisión. Continuar leyendo «Doble prisión: Fuerza bruta (Brute Force, Jules Dassin, 1947)»

Música para una banda sonora vital: El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, Joseph L. Mankiewicz, 1970)

Un western dirigido por Joseph L. Mankiewicz nunca hubiera podido ser una película del Oeste más. Escrita por Robert Benton y David Newman, dos de los precursores del llamado Nuevo Hollywood, se trata de una tragicomedia carcelaria que aborda las relaciones entre los presidiarios de una aislada cárcel de Arizona (Kirk Douglas, Warren Oates, John Randolph, Hume Cronyn, Michael Blodgett o Burgess Meredith, entre otros) y su nuevo alcaide (Henry Fonda) y el paradero de un botín escondido de medio millón de dólares.

Se trata de una película de los setenta, que busca, por tanto, redefinir las fronteras de los géneros, y que reformula ciertos tópicos para aproximarlos a su tiempo. La vertiente humorística se subraya con el sardónico tema que abre la película, de su mismo título, interpretado por el cantante, y también actor, de gran éxito en la segunda mitad de los años sesenta, Trini Lopez.

Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)

murmullos_39

Una película de Joe Mankiewicz (1909-1993) es sinónimo de buen texto, de guion literario construido con la precisión de un mecanismo de relojería, y también de estupendas interpretaciones, brillantes e intensas. Murmullos en la ciudad (People will talk, 1951) no es una excepción. Sin embargo, oscila ostensiblemente entre el drama y la comedia en un alarde de indefinición que, al mismo tiempo que hace que el conjunto termine por resentirse del inadecuado ensamblaje de sus distintos elementos y tonos, ofrece puntuales secuencias de particular interés dramático, humorístico o estético que la hacen plenamente disfrutable. Cierto es, no obstante, que el inicio del film invita a unas expectativas que no llegan a cumplirse con exactitud, apuntando hacia una screwball que no puede andar más lejos de la realidad.

El doctor Praetorius (Cary Grant), médico de éxito pero cuya práctica se pone en cuestión por algunos colegas y estudiosos, en especial por su celoso compañero de departamento, el profesor Rodney Elwell (Hume Cronyn), alterna la docencia universitaria con la dirección de un hospital. El mencionado Elwell, tan envidioso de su reconocimiento como escandalizado por los curiosos métodos clínicos que emplea Praetorius, se decide a investigar su pasado, del que hay varios datos que no encajan: en primer lugar, sus oscuros años como médico rural, del que ha logrado testimonios de lo más extravagantes sobre presuntos remedios milagrosos en la curación de enfermedades; por otro lado, la misteriosa figura que acompaña a Praetorius a todas partes y a toda hora, el enigmático señor Shunderson (Finlay Currie), no se sabe si guardaespaldas, mayordomo, asistente o sombra todo en uno, pero que es presentado siempre por Praetorious como «un buen amigo». Paralelamente, Praetorius se encuentra en su clínica con un caso especialmente interesante: Deborah Higgins, una joven bastante atractiva (Jeanne Crain), presenta un interesante repertorio de problemas de inestabilidad emocional, cansancio, abatimiento… Su problema no es otro que un embarazo no deseado cuyo autor acaba de fallecer en acto de servicio (militar), un estado que pone en riesgo la peculiarmente estrecha relación que mantiene con su padre (Sidney Blackmer), para el cual el médico idea un remedio infalible: casarse con ella. Por otra parte, Praetorius dirige la orquesta de aficionados que en los actos oficiales interpreta el Gaudeamus igitur, himno de la universidad, entre cuyos miembros se halla su amigo, el profesor Barker (Walter Slezak).

Los 109 minutos de metraje saltan del humor (en principio muy prometedor, luego relegado a un papel subdiario, excepto en la secuencia del infantil «cabreo a tres bandas» con el tren eléctrico) al romance o directamente al drama, a menudo utilizando los mismos pretextos y elementos narrativos. En esta ocasión, la confusión de identidades (o de estados, cabría matizar), no sirve a la comedia sino al drama en su vertiente romántica. Es, al mismo tiempo, una película sobre la amistad, presentada desde la perspectiva de un raro carácter incondicional (la extraña relación de Praetorius y Shunderson, tan firme como inexplicable), un pacto absoluto a pesar de ser tácito, incomprendido por una sociedad que no cree que esas relaciones puedan sustentarse en algo más que el interés o la conveniencia, y que ofrece un tipo de fidelidad a los principios que estaba cuestionándose en la América de los cincuenta. También se trata de un film que observa la profesión médica desde cierto escepticismo (más importante que el tratamiento de las enfermedades parece ser el tratamiento debido a las personas enfermas), aunque no mayor que el dedicado a la docencia universitaria, que en cierto punto, personalizado en Elwell, Mankiewicz, autor del guion, utiliza como trasunto del maccarthismo que estaba vapuleando a América con su actitud inquisitorial. Por último, se trata de una historia de amor algo sui generis, bastante moderna y atrevida para la moralidad pública de aquellos años, en la que la mentira no constituye un peligro, sino la base fundamental de una unión que solo adquiere plena solidez cuando el secreto sale a la luz. Continuar leyendo «Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)»

Alfred Hitchcock presenta: Náufragos (1944)

Náufragos_39

Como parte de la sociedad norteamericana y occidental, Hollywood contribuyó directamente al esfuerzo de guerra, bien enrolándose en las mismas filas de los distintos ejércitos aliados participantes, bien con producciones destinadas al mantenimiento de la moral de los combatientes o de la sociedad civil, así como en la difusión propagandística del papel de los Estados Unidos y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial a través de gran cantidad de documentales y de producciones de ficción enmarcados en pleno conflicto. Si directores como Frank Capra o John Ford, entre otros (William Wyler, John Sturges…), filmaron directamente episodios bélicos desde el mismo teatro de operaciones o desde el interior de las filas norteamericanas para mostrar su trabajo y su dedicación al público, otros como Alfred Hitchcock, británico afincado en América que deseaba hacer algo para destacar el papel de los británicos de Hollywood entre quienes dedicaban dinero, tiempo y medios a apoyar la causa aliada, dirigieron un incontable número de trabajos de ficción destinados a difundir o a ejemplificar entre el público el heroico comportamiento de los soldados aliados, los mensajes propagandísticos deliberadamente diseñados por el gobierno o, en menor proporción, discursos antibelicistas y apaciguadores. Hitchcock dirigió los cortometrajes Bon voyage (1944), la historia de un piloto británico derribado en Francia y apresado por los alemanes que consigue fugarse y llegar a su país gracias a la Resistencia, y Aventura malgache (1944), que estudia la duplicidad del caso francés a través de la historia de un patriota francés de Madagascar que revela secretos a su amante, que es colaboradora del gobierno proalemán de Vichy. La gran obra de Hitchcock dentro de esta corriente es su magistral Náufragos (Lifeboat, 1944), todo un prodigio.

La película comienza por un punto de lo más álgido: la chimenea de un barco de gran tonelaje que queda sumergida bajo las aguas acompañada de la atronadora música de Hugo Friedhofer. Inmediatamente después, entre las brumas provocadas por la humareda de las explosiones y la neblina propia de las primeras horas, asistimos al espectáculo de la superviviencia, de cómo quienes han tenido la suerte de escapar del hundimiento van reencontrándose a bordo de un maltrecho bote en el que se disponen a aguardar un incierto rescate mientras revelan al espectador las razones de su mala fortuna: un submarino alemán ha torpedeado el barco en el que viajaban desde Estados Unidos al Reino Unido, pero el naufragio se ha llevado a las dos naves por delante. En el grupo, un poquito de todo: Connie Porter (la gran Tallulah Bankhead, toda una leyenda sexual del Hollywood dorado, inagotable en sus actividades de tocador, tanto con hombre como, según dicen, como con mujeres, incluso mezclados), la frívola, lenguaraz y sarcástica cronista que espera sacar todo el provecho posible de la guerra para escribir sus historias; Kovac (John Hodiak), el maquinista profesional, un americano de origen checo que se ha forjado a sí mismo desde la miseria de la inmigración; el multimillonario Charles Rittenhouse (Henry Hull), entre cuyos negocios está la construcción de material bélico; la dulce Alice (Mary Anderson), enfermera militar; el campechano Gus (William Bendix), profesional de los concursos de baile junto a su novia que trabajaba como empleado del barco y que cambió su apellido original -Schmidt- por Smith; Stanley Garett (el actor, director y guionista Hume Cronyn), un poco hombre para todo, ingenuo y bonachón, navegante más o menos aficionado; el camarero George ‘Joe’ Spencer (Canada Lee); Mrs. Higgins (Heather Angel), que llega al bote rescatada junto con su bebé cogido en brazos… y un invitado inesperado: Willy (Walter Slezak), uno de los marineros del submarino alemán hundido junto con el barco…

En Hitchcock nunca es nada de lo que parece a simple vista, y con un grupo de personas encerradas, paradójicamente, en mar abierto, esta verdad es más visible que nunca. La película combina el absorbente drama de su situación (la supervivencia directa: víveres, agua, navegación hacia las Bermudas, el lugar que suponen más cercano de entre los territorios aliados -pertenecía por entonces al Imperio Británico) con un apasionante estudio de personajes (las grandezas, miedos y miserias de cada uno de ellos: así descubriremos el verdadero origen social de Connie, la verdadera personalidad de Willy, la fragilidad emocional de Alice, la frustración de Gus, el pasado como ratero de George, la pasión callada de Stanley, el trágico desenlace de Mrs. Higgins, el rencor contra todos y todo de Kovac, la conciencia de clase de Rittenhouse…) que pone de manifiesto sus contradicciones, debilidades y grandezas, y, por supuesto, con una intriga típicamente hitchcockiana magníficamente presentada desde sus detalles más nimios (la extraordinariamente ingeniosa forma en la que el director resuelve la difícil cuestión de su habitual cameo, con una sorda y sangrante broma hacia sí mismo además) hasta la fenomenal forma de tratar la cuestión principal de la trama: ¿debe consentir la tripulación del bote que el alemán, el único que sabe algo de navegación, rumbos, corrientes, orientación en el mar, etc., etc., dirija la singladura con el peligro de poder llevarles hacia la dirección contraria del territorio aliado? ¿Es tan buena gente como parece u oculta algo? ¿Qué le hace mirar de vez en cuando algo que lleva en el bolsillo? Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta: Náufragos (1944)»

Diálogos de celuloide – El cartero siempre llama dos veces

CORA: Me hicieron una prueba. La cara les gustó, pero ahora las películas son habladas. Y en cuanto empecé a hablar desde la pantalla, descubrieron lo que era, y yo lo comprendí también: una tonta de Des Moines que tenía tantas probabilidades de triunfar en el cine como un mono. O menos. Porque el mono siquiera hace reír. Y yo lo único que conseguía era dar asco.

The postman always rings twice. Tay Garnett (1946).