Scorsese se hace mayor: Boxcar Bertha

Los años sesenta son, para el cine americano, un híbrido. Por un lado, son los estertores del antiguo sistema de estudios, con un cine estancado en unos modos y maneras clásicos que ya no responden a la realidad y a las ambiciones de su público. Por otro lado, es un permanente laboratorio de experimentación, transformación y cambio muy influenciado por las corrientes foráneas, preferentemente europeas. Los primeros pasos de John Cassavetes y el resto del New American Cinema eclosionan con el éxito popular de películas que como Bonnie & Clyde o Easy rider, nacidas de la oportunidad que nuevos productores dan a los talentos emergentes surgidos de los suburbios de Hollywood y de las televisiones y teatros de Nueva York, inician una senda en el cine norteamericano que, de manera intermitente, se mantendrá como hegemónica durante unos diez años, hasta que los nuevos sistemas de producción, distribución y publicidad implantados como resultado de los multimillonarios éxitos de El Padrino, El exorcista, Tiburón y La guerra de las galaxias transformen para siempre el cine estadounidense hasta convertirlo en su mayor parte en el catálogo de vaciedades que se exhibe impúdicamente en las carteleras de todo el mundo para su vergüenza y nuestra consternación. Uno de los supervivientes de aquella generación que intentó cambiar el cine de Hollywood para bien de entre los que mejor se adaptaron a los nuevos tiempos (no hay más que ver cómo ha disminuido exponencialmente la calidad de sus trabajos a medida que se han ido volviendo más acomodaticios y complacientes) es Martin Scorsese, que tuvo algo más de cuerda que el resto. Su película de 1972, Boxcar Bertha, la segunda de su filmografía, no sólo es ejemplar en cuanto a la presencia de ese nuevo aire fresco del cine americano de los sesenta y setenta, sino que permite comprobar cómo ha evolucionado la carrera de Scorsese, sus temas y sus ambiciones, en cuarenta años de trayectoria.

La película no podría entenderse sin dos influencias notables: la primera, la de la película de Arthur Penn, de la que Boxcar Bertha parece una versión empequeñecida en lo presupuestario, afeada en lo estético y aligerada en cuanto a estrellas en su reparto, por más que temáticamente contenga un buen puñado de puntos de conexión; la segunda, la de su productor, Roger Corman, alejado durante estos años de su prolongada querencia a las películas de terror de serie B, a las adaptaciones de relatos de Lovecraft o Edgar Allan Poe y a la presencia de Vincent Price, y atraído enormemente por las películas situadas en las décadas veinte y treinta del siglo XX (como sus propios filmes La matanza del día de San Valentín, de 1967, o Mamá sangrienta, de 1970, en la que un jovencísimo Robert De Niro y un desgarbado Bruce Dern, entre otros, forman un grupo de hijos devotos de su madre, Shelley Winters, además de una banda de violentos y crueles atracadores). A esta doble influencia hay que sumar la subrepticia presencia de la estructura del western, el enfrentamiento entre la ley y los bandidos, los episodios de violencia a él asociados y el entorno rural y de campo abierto donde tiene lugar buena parte de la historia, en localizaciones del viejo sur de Estados Unidos.

Así, Scorsese construye, con guión de Joyce y J. William Corrington inspirado en hechos reales, la historia de Bertha (una jovencísima Barbara Hershey), una Continuar leyendo «Scorsese se hace mayor: Boxcar Bertha»

Clásico del cine de terror: Los crímenes del museo de cera

Para Gema, que guarda en un rincón muy especial el recuerdo de esta película.

André De Toth es quizá el más desconocido (e infravalorado por su adscripción a la llamada serie B) de los cineastas miembros del oficiosamente conocido como Club del Parche, compuesto junto a él por John Ford, Fritz Lang, Nicholas Ray y Raoul Walsh, y cuya seña distintiva consiste, obviamente, en el uso de uno de esos antifaces por problemas de visión. En el caso de De Toth, se debió a la pérdida de un ojo en su juventud, allá en su Hungría natal. Truncada su incipiente carrera cinematográfica en 1939 con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, probó suerte en occidente, primero en Inglaterra junto a su paisano Alexander Korda, en esas típicas superproducciones de época en plano historicista tan queridas al cine británico de por aquel entonces, y luego en Estados Unidos, donde destacó por su matrimonio de ocho años con la guapísima oficial Veronica Lake, y donde se especializó en cine de género, especialmente en los westerns de serie B, el cine de aventuras, el cine bélico o la intriga de terror.

A esta última categoría pertenece Los crímenes del museo de cera, de 1953, uno de las cimas del cine de terror del periodo clásico y remake del original de Michael Curtiz de 1933 protagonizado por la king-kongniana Fay Wray. En este caso, De Toth parte de la misma historia despojándola de los aspectos que «suavizaban» el contenido terrorífico de la anterior (suprimiendo personajes y subtramas que desviaban el tono de la película) y apostando por los elementos de la narración que, en la línea de Edgar Allan Poe, son puramente propios del relato de terror, lo que, unido a la presencia de Vincent Price (mejor ver la cinta en versión original para percibir la calidad y el poder de caracterización del personaje a través de su voz), a la siniestra aparición de Igor (Charles Bronson, en su primer papel relevante -aunque cuarto en realidad, por más que suele citarse ésta como su primera aparición en la pantalla- en el cine, todavía con su auténtico apellido polaco, Buchinsky) y a la teatral atmósfera cercana en muchos aspectos a los clásicos británicos de la Hammer, consigue elevar el conjunto final de la película por encima de su precedesora, tanto en creación de personajes como en intensidad narrativa y puesta en escena.

La película sigue en cuanto a argumento las líneas principales de su fuente de inspiración: en el Nueva York decimonónico, Vincent Price es Henry Jarrod, un escultor de figuras de cera de gran belleza que es dueño a medias con otro socio de un pequeño museo en el que se exponen sus creaciones artísticas. A pesar de su pericia como modelador, el museo no resulta rentable, y a duras penas consiguen reunir a un puñado de visitantes. Sin embargo, Jarrod siente una enorme satisfacción personal y un cariño no exento de orgullo por cada una de las figuras que ha creado, especialmente por María Antonieta en el cadalso antes de ser decapitada, y se rebela frente a su socio cuando éste le propone incendiar el local para cobrar la cuantiosa indemnización del seguro. No obstante, pierde la pelea y su socio consigue sus propósitos sin que le importe la vida de Henry, quien, intentando salvar lo que puede, ve cómo sus manos, las herramientas primordiales de su trabajo, resultan abrasadas y quedan inútiles.

Años después, un nuevo museo ha abierto en la ciudad y, al contrario que el anterior, es todo un éxito: no sólo por el increíble realismo que reflejan las magníficas figuras que expone, sino por el morbo que supone para el público que se especialice en la recreación de escenas de famosos crímenes, algunos de ellos recientes y todavía investigados por la policía, incluida la desaparición de personas y el misterioso robo de algunos cadáveres de la morgue de la ciudad. El escultor, que ha contado con su ayudante Igor para resucitar su museo, se queda perplejo cuando descubre en una de las visitantes la viva imagen de su María Antonieta, y pone en marcha su particular nueva manera de «modelar» sus figuras. La joven intentará evitar las atenciones de Jarrod, mientras la policía cada vez se hace más preguntas respecto a esas extrañas desapariciones de cadáveres, a la enigmática figura embozada que frecuenta las neblinosas noches de la ciudad, y al gusto de Jarrod por presentar nuevas figuras tras cada crimen o cada robo. Continuar leyendo «Clásico del cine de terror: Los crímenes del museo de cera»

Mis escenas favoritas – El cuervo

Hace unos días tuve la suerte de asistir a la presentación en Zaragoza del libro Cuentos completos de Edgar Allan Poe y en la conversación posterior con las escritoras y amigas blogueras Marta Navarro y Patricia Esteban salió a colación esta escena de El cuervo (The raven), dirigida en 1963 por Roger Corman y libremente basada en el famoso poema del autor norteamericano.

La película corresponde a una serie de filmes inspirados en las narraciones de Poe que contaba con la presencia imprescindible en casi cada producción de figuras como Vincent Price, Peter Lorre o Lon Chaney Jr. En este caso, además de los dos primeros, aparecía también Boris Karloff y un jovencísimo Jack Nicholson. La escena final, el combate entre Karloff y Price es un pequeño tesoro de magia, fantasía y humor y cuenta con unos memorables y simpáticos, para 1963, efectos especiales.

Cine para pensar – El retrato de Dorian Gray

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Lo único importante es la belleza.

Albert Lewin, director de dos películas (ambas sobresalientes; la otra es Pandora y el holandés errante, de 1950, con James Mason y Ava Gardner, entre otros), escribió y realizó en 1945 la que, hasta la fecha, es la mejor adaptación de la inmortal novela de Oscar Wilde. Se ha dicho a menudo que su mérito es nulo, que se limita a copiar fielmente los diálogos de la novela y a mutilar diversos fragmentos y reflexiones. Injusta valoración propia de quien critica el cine según un modelo meramente literario y no cinematográfico, por no mencionar el hecho de que sería estúpido pretender adaptar la obra (como han hecho todas y cada una de las versiones posteriores, concebidas en apariencia para el lucimiento de los distintos guaperas de moda pero sin garra ni mordiente más allá de una estética pretendidamente sofisticada pero vacía) sin incluir las magistrales conversaciones que escribió Wilde, en las cuales reposa la mayor parte de la carga filosófica, moral e intelectual de una obra maestra de la literatura.

Como tal obra la historia es bien conocida: Dorian Gray (Hurd Hatfield) es un elegante y sofisticado joven de la alta sociedad londinense cuya belleza angelical no pasa desapercibida para las mujeres y cuya fortuna permite que su futuro matrimonial sea objeto de interminables polémicas en los salones de té de las damas de la aristocracia. Esa belleza no le pasa inadvertida a Basil Hallward, un pintor en horas bajas que descubre en el rostro de Dorian el vehículo para la realización de un retrato perfecto y en éste la rentabilidad que sus pinturas habituales no le dan. Dorian, complacido en su vanidad, accederá a ello y acudirá con frecuencia al estudio del pintor, al igual que un amigo de éste, un cínico y sarcástico lord llamado Henry Wotton (impecable, absorbente, magnético George Sanders), que se ve inmediatamente atraído por la personalidad de Gray y por el efecto que una belleza tan perfecta ejerce en él mismo y a su alrededor. Continuar leyendo «Cine para pensar – El retrato de Dorian Gray»

‘Escalofrío en la noche’ con Clint Eastwood

¿Cómo es posible que Clint Eastwood no haya aparecido antes en este blog después de más de un año de películas y directores? Quienes lo han juzgado como pedazo de carne con ojos que se limitaba a mover su corpacho por una serie de películas de disparos y mamporros a mansalva es evidente que no han profundizado mucho en su filmografía y que sus trabajos, sobre todo a lo largo de la última década y media para el gran público, pero desde mucho antes para los aficionados, demuestran la categoría como cineasta del californiano. Más allá de la leyenda nunca confirmada de que podría ser hijo de Stan Laurel (sí, sí, aparentemente surgida de un acopio de datos meramente circunstanciales difícilmente oponibles a la acreditada identidad de su padre, Clint sénior, pero no por ello menos carente de casualidades más que chocantes), hay que reconocer que independientemente de los gustos personales, Eastwood es mucho más cineasta que ese actor circunspecto que arrastraba su poncho desgastado, su barba de tres días y sus puritos por Almería. Porque apenas cinco años después de finalizar su trabajo para Leone como el pistolero sin nombre y mientras rodaba con Don Siegel el inicio de otra de las series que lo consagró, nada menos que interpretando a Harry Callahan ‘El Sucio’, Clint Eastwood preparaba, insistimos, sólo siete años después de su debut en el cine, su desembarco en la dirección y producción con una temática alejada de lo que se esperaba de él.
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