Dentro del cine, dentro de la vida: Fellini ocho y medio (8½ (Otto e mezzo), Federico Fellini, 1963)

El título de esta obra maestra de Federico Fellini, de cuyo estreno se cumplieron 60 años el pasado 14 de febrero, responde al conteo que el cineasta hacía de su obra hasta entonces, la suma de sus largometrajes y sus participaciones en películas colectivas. En este primer tramo de su carrera ya había agotado lo que para otros directores sería la trayectoria de toda una vida: éxito de público, premios en abundancia, reconocimiento crítico, publicidad extra asociada al escándalo para algunos sectores de la sociedad, incluso una excomunión decretada por el Vaticano. Con cuarenta y tres años cumplidos había transitado desde el tributo y la colaboración con sus primeros maestros (Rossellini, Visconti, De Sica…) a, tras su relativo alejamiento de ellos, la construcción de una obra madura que lo había elevado a la estatura de creador cinematográfico con personalidad propia y diferenciada, a la consagrada figura de autor con mayúsculas. No obstante, tras el pelotazo que supuso La dolce vita (1960), esta sensación de plenitud apenas camuflaba cierta impresión de descontento y amargura resultantes del pálpito del camino agotado, del callejón sin salida, del universo exprimido, de la vía muerta. Fellini, siempre dado a los altibajos emocionales, vivió su triunfo desde la depresión, la duda, la incertidumbre y el hastío, profundamente renuente a un poco halagüeño horizonte de eterna repetición de sí mismo, de hacer una y otra vez la misma película, de encadenarse a una fórmula, pero al mismo tiempo sin encontrar alternativa, nuevos tonos, formatos, historias, intereses que vinieran a integrar un nuevo catálogo de referencias y anhelos que alimentaran su ansia de seguir escribiendo, dibujando, filmando, soñando. Finalmente lo encontró allí donde más cerca, pero también más profundamente, lo atesoraba. Encerrado en sí mismo, rescató de su interior todo aquello que fuera había buscado infructuosamente. Del abismo de su depresión, emergiendo de ella gracias a su fecunda y disparatada imaginación, tomando como fuente su fértil ingenio, surgió toda una aventura creativa que vendría a constituir el segundo y más original y celebrado tramo de su vida de cineasta (aún vendría después un tercero, igualmente maravilloso, compuesto por sus últimas obras, entre lo autorreferencial, lo metacinematográfico y lo ensayístico en torno a la cultura de masas), y sus imágenes empezaron a saltar -ya en la previa La dolce vita– de la condición de imagen cinematográfica concienzudamente elaborada a la categoría de icono.

La munición fue su propia realidad, su estado, su experiencia vivida en aquel mismo momento: la angustia de un director de cine, Guido Anselmi (Marcello Mastroianni) que, en estado de honda crisis personal y creativa, tiene que afrontar su nueva película; la del artista que debe encarar la construcción de una nueva obra a su altura, pero también la del hombre y sus relaciones con las mujeres que han marcado su vida y la del individuo que supera el ecuador vital y otea, ya a lo lejos, la presencia de la muerte. En suma, se trata de un argumento muy sencillo, también inquietante y desde luego profundamente conmovedor, pero tratado desde el famoso y tópico barroquismo felliniano, es decir, a través de la combinación de visiones fantásticas (esas apariciones de Claudia Cardinale, las representaciones de episodios ya pasados de la vida de Guido) y situaciones turbadoras y conflictivas del presente, la mezcla de realidad y sueño, de humor y miedo, y la apelación a todo lo que nos rodea, el choque con nuestros padres, con los hijos, con las parejas, con los amigos y los compañeros de trabajo, pero también las primeras dificultades al observar los primeros indicios de envejecimiento, la desorientación vital, la confirmación de cómo van tomando forma cruel ciertos temores vividos en la infancia que entonces parecían remotos, irreales, esquivos. No se trata de un tratado filosófico, aunque pueda conducir a conclusiones filosóficas, ni tampoco de una investigación psicoanalítica, a pesar de que alguien crea que puede analizar la personalidad de Fellini por medio de la película, sino de una serie de cuadros casi teatrales, para nada insertos en el realismo (aunque con sus gotas de realidad, para hacer creíble la hermosa mentira de las imágenes) que, a partir del amor por el cine nos lleva al amor por la vida, y a cómo se nutren y se retroalimentan. El éxito en el cine no ha venido acompañado del triunfo en la vida, entendido este como esa difusa entelequia que llamamos felicidad, si acaso, al contrario. El primero se ha construido a costa de sacrificar el segundo, y es ese balance negativo Guido siente la necesidad de rendir y rendirse cuentas y compensar las pérdidas. Ese repaso por mujeres (Sandra Milo, Anouk Aimée…) y episodios de su vida es, como en el caso de Fellini, freno e incentivo, rémora y estímulo pero, durante el proceso, sobre todo, un agudo sufrimiento, un estado de desconcierto permanente, de rumbo errático, de horizonte desvanecido.

La mirada felliniana, construida sobre el luminoso blanco y negro de Gianni Di Venanzo y acompañada de la emotiva y, a ratos, bullanguera partitura de Nino Rota (que también tiene una pequeña aparición en pantalla), una de las más famosas y representativas de la historia del cine, constituye uno de los mayores pasos de gigante dados por el arte cinematográfico en busca de la modernidad formal y conceptual. Una película que se nutre de formas y registros puramente imaginativos para reflejar, precisamente, los procelosos laberintos sentimentales y psicológicos que acompañan el proceso creativo y sus mecanismos artísticos, la persecución de la inspiración y de los argumentos en las simas de la propia personalidad. Marcello Mastroianni se convierte en una de las más poderosas encarnaciones cinematográficas, artísticas, del siglo, con su traje negro y sus gafas tintadas observando el mundo, su mundo, desde la terraza del café de un balneario; o con sombrero y cigarro, mirando perplejo el espectáculo de confusión que le rodea desde una bañera; o armado de un látigo, proyectando sus fantasías sobre las paredes blancas, improvisado lienzo que hace de pantalla para el cine de su imaginación, tierna y libidinosa, frágil y atormentada, poblada de mujeres hipnóticas y de temores perennes. Las brillantes imágenes de Fellini, y también sus sonidos (de nuevo, la música de Rota entre ellos), se instalan en la memoria del espectador y del arte cinematográfico, conforman un cierto testimonio del perfil mental de la desvaída conciencia europea de los años sesenta (previa, por supuesto, al 68, con la que Fellini comparte estado de ánimo), y avanzan la superación de un punto crucial en la trayectoria de su autor, la meritoria capacidad de transformar una crisis personal en una obra de arte puro, y la eclosión de cine, imaginación y fantasía que supondrá su segunda etapa creativa, desde Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965) a Y la nave va (E la nave va, 1983). Un renacimiento personal y profesional que es todo un canto a la vida y a la vez una danza de la muerte. En uno de los finales de película más memorables de todos los tiempos, Fellini y Nino Rota ponen en primer término la celebración de la existencia, una danza conectada al pasado, por ejemplo, medieval -los seres que, siguiendo el patrón de su época, danzan acompañados de la muerte en el final de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, 1957)- y una proyección de futuro -esa plataforma al modo de las de lanzamientos de cohetes de Cabo Cañaveral- en torno a la cual los personajes de la vida de Guido, o del cine de Fellini, bailan cogidos de las manos formando una serpiente encadenada, riendo, cantando, conmemorando ese milagro que llamamos vida.

Música para una banda sonora vital: La dolce vita (Federico Fellini, 1960)

Nino Rota y Federico Fellini, tanto monta. Buena parte de la obra del director de Rimini (16 películas), la mayor parte de aquellas adjetivables como «fellinianas», no sería la misma sin la música del compositor milanés. Por ejemplo, esta obra maestra que crece con cada visionado (a diferencia de sus mal disimuladas, y peores, emulaciones digitales de los últimos años).

Érase una vez en… Los Ángeles: Estudio de modelos (Model Shop, Jacques Demy, 1969)

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Para ilustrar a su equipo de colaboradores acerca de qué imagen de la ciudad de Los Ángeles pretendía reproducir en su última película, Érase una vez en… Hollywood (Once upon a Time in… Hollywood, 2019), Quentin Tarantino eligió proyectarles esta cinta del francés Jacques Demy, en la que la luz del sol, las calles bulliciosas y el enjambre de vehículos que día a día recorre su entramado de arterias asfaltadas adquieren un protagonismo fundamental. La ciudad de 1969 es un escenario de soledad e incertidumbre para su protagonista, George (Gary Lockwood), un joven arquitecto que, inmovilizado por el hastío vital y el sinsentido cotidiano, se niega a renunciar a sus sueños profesionales aunque tampoco emprende ninguna acción para hacerlos realidad. El presente junto a su novia (Alexandra Hay) le resulta tan anodino como la preocupación por el incierto futuro de un posible reclutamiento para acudir a combatir a Vietnam; la gran amenaza, las deudas económicas que pueden dejarle sin coche, sin su preciado deportivo de coleccionista, en una ciudad que es un templo dedicado al automóvil, un lugar que carece de existencia, que resulta inabarcable e inaccesible sin él. George deambula por las calles sin rumbo fijo, visitando a los amigos que le deben dinero en infructuosos intentos por sumar el importe de la deuda pendiente, dejando pasar el tiempo, viendo pasar la vida, siempre tras el volante de su flamante convertible. Así es como conoce a Lola (Anouk Aimée), toda una dama que circula en un enorme coche blanco al que George se dispone a seguir, y que lo conduce a una gran casa en la zona alta de la ciudad. El azar y la naciente obsesión que siente por esa mujer tan atrayente y enigmática desembocan en un lugar inesperado, un estudio fotográfico en el que Lola cobra por dejarse hacer fotografías en ropa interior y poses sugerentes. Es allí donde Lola y George descubren que son almas perdidas, desorientadas, para las que la ciudad se ha convertido en un laberinto de salida única, al tiempo que reconocen su incapacidad, o su falta de voluntad, para traspasarla. El amor, una lucha a la desesperada, se revelará como el espejismo de una alternativa irreal en una ciudad en la que la única respuesta es estar solo.

Un espejismo construido con luz y color, la luminosidad de la eterna primavera californiana que refulge en los cromados de los coches nuevos o se refleja en las cristaleras de los edificios y de los grandes almacenes se suma a los enormes y coloridos letreros de los restaurantes y los locales de moda, a los destellos de los semáforos y a la sicodelia de los últimos retazos de la contracultura americana, de la música, las flores y los cánticos de paz y amor, allí donde el sueño está a punto de morir, el reverso oscuro de la cultura hippie. George, hombre sin pasado, y Lola, mujer sin futuro, se debaten entre sus deseos y la dura realidad que les aguarda lejos de esas calles y el uno del otro, mientras fingen que el tiempo y el lugar en que viven son eternos, que están congelados como la imagen de ella en las fotografías para las que posa. George encuentra inicialmente un sentido a su existencia, el largo y meticuloso seguimiento del coche de Lola, casi un homenaje a la persecución muda que Scottie hace de Madeleine en Vértigo/De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), pero el estudio fotográfico de Hollywood Hills, atendido por muchachas muy jóvenes, inexpresivas y ligeras de ropa, igualmente allí varadas en un negocio clandestino sin futuro ni esperanza, abre un nuevo callejón sin salida. Condenados a ser como esos coches que no paran de circular por las calles sin encontrarse jamás, George y Lola hacen un paréntesis en sus soledades respectivas para jugar a que todo es posible, aunque nada ciertamente lo es salvo el camino que el pasado y que otros han trazado por ellos en una carretera de una sola dirección. Historia de amour fou y de obsesiones larvadas, de las que van minando el interior sin saltar al terreno de las apariencias, Demy capta magníficamente el espíritu y la atmósfera de la época. La sombra de Vietnam, el final del sueño, se extiende sobre los últimos coletazos de la utopía revolucionaria (la de los derechos civiles, la del antibelicismo, la de la revolución sexual, entre otras) regada con prensa semioculta y contestataria que todavía habla de hacer la revolución y música protesta y abierta a las drogas y al rock and roll.

Limitada a un arco dramático que dura apenas algo más de veinticuatro horas, del alba de un día al amanecer del siguiente, Demy disecciona lúcidamente un tiempo muerto de calma antes de la pesadilla. El hombre emancipado de su familia, a cuyo seno no desea volver sin antes demostrar de lo que es capaz haciendo la vida por su cuenta, y al que esperan los tiroteos y las matanzas entre junglas y arrozales, está paralizado por la frustración y el peso de la responsabilidad, y lucha denodadamente, aunque sin poder moverse, por encontrar una vía de escape, como un pez fuera del agua. La mujer, de vuelta ya de todo, solo contempla el regreso al espacio conocido, a la ciudad familiar, como forma de seguir adelante. Demy retrata una ciudad de Los Ángeles alejada del glamur y de los focos de la fama y los negocios, más bien incrustada en cierta sordidez latente bajo el trampantojo de la Meca del cine, elipsis que funciona y hace sentir todo su peso en contraste con la soledad y la angustia vital de unos personajes para los que Hollywood, simplemente, no existe.

Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»