Palabra de Terry Gilliam

 

«La gran diferencia entre un Kubrick y un Spielberg es que Spielberg es más exitoso. Sus películas ganan mucho más dinero… pero son reconfortantes. Te dan respuestas. Siempre, sus películas son respuestas. Pero no creo que sean respuestas muy inteligentes. En 2001, Kubrick me mostró un final que no sé bien lo que significa, tengo que pensarlo. Trabajar, abre todo tipo de posibilidades. Y, probablemente, la próxima persona con la que hable tenga una idea diferente de lo que significa ese final de 2001. Así que, de repente, estamos en una discusión, debatimos. Las películas de Kubrick nos hacen pensar, pero las películas de Spielberg no. Spielberg, y la mayoría de las películas en Hollywood en estos días, tienen éxito porque son reconfortantes, atan las cosas en pequeños lazos de regalo, te dan respuestas, incluso si las respuestas son estúpidas. Te vas a casa y no tienes que preocuparte. Los Kubricks de este mundo, y los grandes cineastas, te hacen ir a casa y pensar. Hay una cita maravillosa en el libro que Freddy Raphael escribió sobre la realización de Eyes Wide Shut. Está hablando con Kubrick sobre La lista de Schindler y el Holocausto y dice: «La lista de Schindler va sobre el éxito y el Holocausto es el fracaso». Y eso es Kubrick. Y es perfecto”.

Música para una banda sonora vital: El señor de la guerra (The War Lord, Franklin J. Shaffner, 1965)

Espléndida partitura de Jerome Moross para la que es tal vez la mejor película que Hollywood (es una producción Universal Pictures) haya dedicado a la Edad Media. Una obra que colocó en el mapa a Franklin J. Shaffner, que venía de la televisión, de su debut en el largometraje en El mejor hombre y de escribir los discursos de John F. Kennedy, y que inspiró el llamado «ciclo Bromwyn» del poeta español Juan Eduardo Cirlot, una de las cimas de la poesía española del siglo XX.

Diálogos de celuloide: Veredicto final (The Verdict, Sidney Lumet, 1982)

“La mayor parte del tiempo estamos perdidos. Decimos: “Por favor, Dios, dinos lo que está bien, dinos cuál es la verdad”. No hay justicia. Los ricos ganan, los pobres quedan impotentes. Nos cansamos de oír mentiras. Y poco a poco, nos vamos muriendo. Parte de nosotros muere. Nos vemos como víctimas. Y nos convertimos en víctimas. Nos hacemos… nos hacemos débiles. Dudamos de nosotros mismos, de nuestras creencias. Dudamos de las instituciones. Dudamos de la ley. Pero hoy, ustedes son la ley. ¡Ustedes son la ley!. No lo son ni los libros, ni los abogados. No lo es una estatua de mármol, ni la parafernalia de un tribunal, no son más que símbolos de nuestro deseo de ser justos, son, en realidad, una oración, una oración ferviente y temerosa. En mi religión se dice: “Actúa como si tuvieras fe y la fe te será otorgada”. Sí… si queremos tener fe en la justicia sólo tenemos que creer en nosotros mismos y actuar con justicia. Y yo creo que hay justicia en nuestros corazones”.

(guion de David Mamet a partir de la novela de Barry Reed)

Western como estudio de personajes: Solo el valiente (Only the Valiant, Gordon Douglas, 1951)

 

La película que Gregory Peck llegara a considerar como la primera gran crisis personal y profesional en su incipiente carrera ha ido adquiriendo con el tiempo cierta pátina de joya escondida, a medida que se ha ido reivindicando la figura y la trayectoria del siempre discreto Gordon Douglas, uno de esos considerados «artesanos» que presenta sin embargo suficiente nómina de títulos sólidos y solventes para otorgarle dimensión propia como cineasta con personalidad creativa e intereses concretos. Se trata de un western con referencias fordianas (la última entrega de la llamada «trilogía de la caballería» de John Ford, Rio Grande, se estrenó el año anterior) y tintes hawksianos que, a través de un protagonista atormentado como centro, acumula a su alrededor una heterogénea galería de personajes masculinos obligados a interaccionar, cooperando o enfrentándose entre sí, sometidos a una letal amenaza exterior, con un fuerte de la caballería estadounidense hostigado por tribus apaches como escenario. El capitán Lance (Peck) tiene fama de severo y poco empático, pero también de ser el mejor oficial del puesto. Cuando la avanzadilla ante el territorio apache, situada en un enclave militar llamado Fort Invincible, es aniquilada, Lance se desplaza allí con un pelotón y logra capturar a Tucsos (Michael Ansara), el jefe de la partida. Sin embargo, demasiados expuestos al enemigo, el coronel decide trasladar al prisionero a un fuerte mayor y más lejano, para lo que elige al teniente Holloway (Gig Young), un hombre muy querido por la tropa que además es rival de Lance por el amor de Cathy (Barbara Payton), hija de otro oficial. Aunque la decisión es estrictamente de interés militar (el coronel, enfermo e impedido, considera a Lance más cualificado para la defensa del fuerte ante el inminente ataque de un millar de enfurecidos apaches dispuestos a liberar a su jefe), los hombres interpretan la elección de Holloway para la misión como una maniobra de Lance para deshacerse de un adversario personal, y cuando el pelotón es atacado, Tucsos liberado por sus guerreros y Holloway y otros hombres perecen, Lance es señalado por todos (incluida Cathy) como responsable único. Cuando diseña un plan de defensa que incluye establecer una primera línea de resistencia en el desolado Fort Invincible, elige para acompañarle a la tropa que más le desprecia: el teniente Winters (Dan Riss), débil e incompetente; el sargento Ben Murdock (Neville Brand), un bravucón indisciplinado; el cabo Gilchrist (Ward Bond), un borracho; el corneta Saxton (Terry Kilburn), un cobarde; y los soldados Rutledge (Warner Anderson), que le guarda un rencor irracional desde los tiempos de la Academia; Kebussyan (Lon Chaney Jr.,), un árabe enrolado en la caballería estadounidense que formaba parte del destacamento aniquilado de Holloway y odia a muerte al capitán Lance; Onstot (Steve Brodie), un sudista que siempre se hace el enfermo; y Joe Harmony (Jeff Corey), el explorador de la unidad. Las intenciones de Lance son impedir a los apaches el paso por el estrecho desfiladero que conecta su territorio con la empalizada de Fort Invincible, volándolo con explosivos si es preciso.

Que a Douglas y sus guionistas, Harry Brown y Edward H. North, les interesa sobre todo el retrato de personajes en una situación desesperada se desprende del desprecio a la lógica que resulta de la incongruente premisa argumental, es decir, cómo un grupo de nueve hombres puede resistir en un fuerte cuya guarnición completa ha sido aniquilada totalmente por el mismo enemigo al que van a enfrentarse ahora, o bien cómo aquella no fue capaz de pensar en el bloqueo del desfiladero como infalible medio de defensa y ahorro de vidas. Dejando esta anomalía dramática aparte, es el pequeño espacio de Fort Invincible y las relaciones entre los personajes el objeto de interés de Douglas. La película pasa aquí de los exteriores y las cabalgadas por las praderas a escenarios recreados en el estudio, tanto en el interior del fuerte como en sus alrededor y en las acartonadas paredes supuestamente rocosas del desfiladero (la película es una producción conjunta de Warner Bros. con Republic Pictures, famosa por la producción de sus westerns de bajo presupuesto, lo que se traslada a cierta precariedad en los decorados y en una absoluta incoherencia visual, de puesta en escena y de iluminación, respecto a los exteriores auténticos), y si bien la principal queja de Peck en su día se refería a que su personaje no deja de deambular, de forma algo desorientada y caprichosa, de aquí para allá para tener grupos de escenas de uno a uno con sus compañeros que revelen las motivaciones y aspiraciones más o menos veladas de los personajes, lo cierto es que es ahí donde radica el interés de la película. Un poco al modo de La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1934), incluido el personaje de árabe algo místico que allí era Boris Karloff y aquí el hijo de Lon Chaney, los soldados van siendo eliminados uno a uno por un enemigo invisible, al tiempo que sus conflictos e intereses opuestos condicionan el incierto éxito de una misión que Lance ha encomendado a los hombres a priori menos indicados para estar bajo su mando (más adelante, en el instante previo al clímax de acción de la cinta, anuncia los verdaderos motivos de esta elección: su carácter prescindible; el hecho de que sus muertes, más que seguras, no supondrán una gran pérdida a la caballería ni a sus compañeros de la segunda línea defensiva).

Sobre esa estructura de western convencional insertado en el marco de la caballería (terceto de personajes en choque sentimental; situación límite bajo la amenaza india; toque de corneta y salvación in extremis en la secuencia decisiva), algo lastrado por los exteriores reconstruidos en estudio, donde la fotografía de Lionel Lindon hace lo que puede y en los que, además, tiene lugar el grueso de las secuencias de acción, con un guion en parte caprichoso y con un desenlace algo apresurado y comprimido en su búsqueda del final armónico y feliz que haga encajar las piezas anteriormente diseminadas con meticulosidad y detalle, la fortaleza de la película, como en otros estimables westerns de su director –Río Conchos (1964), Chuka (1967), Los forajidos de Río Bravo (Barquero, 1970)-, radica, en la línea de Hawks, en la presentación de un puñado de personajes bien caracterizados con intereses diversos, que se van desarrollando a medida que se suceden las circunstancias expuestas en el guion y convergen en torno a ideas y principios como el instinto de supervivencia, el orden, la disciplina, la angustia, la debilidad, el egoísmo y el deber. Bajo los acordes de una vibrante y sensible música de Franz Waxman, Douglas conduce con buen pulso y vivo ritmo una historia que va más de personas que de situaciones, en la que lo que más le interesa es la evolución de los personajes en torno a Lance (la chica y el malogrado Holloway, y cada uno de los miembros de su pequeña tropa), y de cómo este es capaz de recuperar o redimir a algunos de ellos (el cobarde Saxton, el borracho Gilchrist -si bien cediendo y dejándole entrar en su terreno-, el iluminado Kebussyan, que de desafecto pasa a ser su gran defensor, el teniente Winters, el héroe mudo que posibilita el sentido del desenlace), ganándolos para la causa de todos, mientras que nada puede hacer por otros -el sargento Murdock y el soldado Onslot, reducidos a la categoría de divertimento para los apaches; el soldado Rutledge, que siente su animadversión por el capitán hasta el final- porque aceptan de mayor grado la muerte que la autoridad de su superior.

En el momento culminante, sin embargo, antes del presuroso epílogo que nos introduce en la reconfortante conclusión, la presencia inesperada de una ametralladora Gatling anuncia ya en 1951 la muerte de un mundo, de una manera de entender el Oeste, la guerra, el choque de civilizaciones entre blancos e indios, la imposibilidad de un futuro para estos. La irrupción definitiva de la era moderna, de la tecnología, de la aniquilación masiva cuyo pulso se sentía notablemente al inicio de aquella década. Y, sobre todo, la muerte de unos personajes que en un solo golpe de manivela (como las de las antiguas cámaras cinematográficas, que también señalaron un cambio de era) han quedado anticuados, desfasados, héroes imperfectos sin tiempo ni sitio.

Huellas de un espíritu (1998): El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) en el 25º aniversario de su estreno

Han coincidido en el tiempo el 50º aniversario de El espíritu de la colmena y la vuelta de Víctor Erice al largometraje con la excepcional Cerrar los ojos (2023). En este punto, vale la pena volver veinticinco años atrás y comprobar la vigencia de la que ya entonces disfrutaba la primera película de Erice, cuyo peso específico en el cine español y mundial no ha dejado de crecer, huellas que perviven y pueden rastrearse en la última película del director vasco.

Cine en fotos: Michał Waszyński

 

Uno de los múltiples aciertos de la última película de Víctor Erice es recuperar, aunque sea a través del guiño a la falsa traducción de su libro de memorias, la figura de Michał Waszyński, hijo de humildes judíos ucranianos que se convirtió en prolífico director de cine polaco, y después en un refinado hombre de sociedad que presumía de orígenes aristocráticos. Consiguió eludir el Holocausto pero no la dictadura soviética, y fue deportado a un campo de Siberia. Cuando Stalin necesitó de la carne de cañón polaca, Waszyński se sumó al célebre batallón Anders, que peleó contra las fuerzas del Eje en Oriente Medio, Italia y el Norte de África. Waszyński se las arregló para reengancharse en una unidad de producción de películas y realizar algunos documentales y crónicas de guerra.

El final de la contienda lo halló en Roma y continuó haciendo cine, llegó a dirigir a Anna Magnani y a Vittorio De Sica en El desconocido de San Marino (Lo sconosciuto a San Marino, 1948), y de director pasó a productor, donde tenía el dinero más a mano. Colaboró con Orson Welles en Otelo (Othello, 1952), participó en el descubrimiento de Sophia Loren y Audrey Hepburn, metió baza en la concepción de películas como La condesa descalza (The Barefoot Comtessa, Joseph L. Mankiewicz, 1958), y de la mano de Samuel Bronston, con quien había trabajado ya en Italia, convertido en su mano derecha, desembarcó en España en los años cincuenta.

Dentro del «imperio Bronston», en cuyas películas el «príncipe Waszyński», que ya se había fabricado una biografía nueva acorde a su personaje de hombre de mundo elegante y refinado, solía aparecer con el crédito de «productor asociado», le correspondía un importante papel en la elección de reparto, vestuario y decorados (ya lo había hecho en la primera superproducción de Hollywood en España, la película de Robert Rossen sobre Alejandro Magno, de 1955). Hombre políglota, de gran cultura y de gusto exquisito, era imprescindible consejero de la compañía para asuntos artísticos (también se rumorea sobre sus grandes cualidades para distraer dinero de la caja…).

Instalado en San Miguel de la Florida, en las afueras de Madrid, su casa era obligado punto de reunión y de fiestas durante el llamado «Hollywood español» de los 50 y 60. Y en esa casa murió el 20 de febrero de 1965, algunos dicen que a causa de una insuficiencia cardíaca agravada por la diabetes; otros que falleció de un infarto en pleno brindis con champán durante una cena privada, rodeado de amigos y gentes del cine. Sea como fuere, y hasta en eso continúan la leyenda y las dudas sobre su verdad, la única certeza al respecto es que sus restos yacen en un cementerio romano.

Muerte a la ‘Belle Époque’: París, bajos fondos (Casque d’Or, Jacques Becker, 1952)

 

Lo primero que conviene afirmar sobre esta película de Jacques Becker es que se trata de una obra maestra. Así de claro. Sin matices. Una cinta engañosamente discreta en su estética, delicada en su forma y de demoledora contundencia en su fondo, que adapta al cine, con ligeros matices y cambios, una historia real (coescrita por Becker junto a Jacques Companéez) para ofrecer un retrato desencantado sobre el final de la Belle Époque que obedece igualmente a un estado de ánimo concreto de la sociedad francesa de los primeros años cincuenta, en proceso de recuperación económica, social y moral tras la contienda mundial y la ocupación, y al mismo tiempo ya metida de lleno en la escalada de sus conflictos coloniales en Argelia e Indochina. El retrato que del París del cambio de siglo hace la película de Becker nos lleva así de la holganza, la frivolidad, el eterno verano de una ciudad salpicada de artistas, chicas fáciles, fiestas, música, verbenas y bailes nocturnos, a la oscuridad de una realidad terca y terrible que acecha tras los muros y a la vuelta de la esquina en forma de fatalidad. El argumento se nutre así a un tiempo de la atmósfera luminosa de una época inmortalizada por los pintores impresionistas, de la sordidez de la crónica criminal de cualquier tiempo y lugar, y de ciertos resortes dramáticos que acercan la historia, por un lado, a la tragedia tradicional, y por otro, al género negro.

En ese París del final de lo que también se llamó la «Era de los banquetes», en los estertores de la Belle Époque de 1900, una hermosa prostituta que frecuenta el barrio de Belleville, Marie (Simone Signoret), apodada Casque d’Or debido a la forma en que esculpe sus larga cabellera rubia sobre su cabeza, y también por cierta parodia de ennoblecimiento que conlleva su nacimiento en Orleans, es la amante de Roland (William Sabatier), uno de los matones de la banda de Felix Leca (Claude Dauphin), que bajo la respetable apariencia de un acomodado comerciante de vinos selectos en realidad oculta su verdadera naturaleza de jefe de un pequeño clan del naciente hampa parisino. Raymond (Raymond Bussières), otro de los hombres de Leca, acude una tarde a uno de los múltiples bailes que se celebran en Joinville, uno de los extrarradios de la ciudad, junto a su amigo Manda (Serge Reggiani), un carpintero de enigmático pasado, no muy alejado de los pandilleros de Felix, recién instalado en la ciudad. La atracción entre Manda y Marie es inmediata, lo cual despierta los celos de Roland y les lleva a un breve conato de enfrentamiento violento. Quiere la casualidad que, de vuelta a París, el propio Felix Leca manifieste interés en la chica, hasta el punto de hacer una oferta por ella a su esbirro. Marie, sin embargo, es orgullosa, se sabe fuerte y poderosa merced a sus encantos y su influencia en los hombres, y juega con unos y con otros hasta que se percata de una inesperada realidad: en Manda ha encontrado ese amor que creía que solo existía en las novelas, y además es correspondida en igual medida. Sin embargo, ni Roland ni, sobre todo, Felix, están dispuestos a aceptar esa situación, y este último va a utilizar, en primer lugar, los celos de su matón, y después las circunstancias en la que acaba su pugna particular con Manda, en beneficio de su propia y egoísta aspiración de conseguir a la muchacha sin detenerse en ninguna otra consideración, y satisfacer así su deseo. Manda, por su parte, se encuentra prometido con la hija del maestro carpintero en cuyo taller trabaja, donde ha sido acogido en circunstancias difíciles, como un desinteresado acto de reinserción social que ahora puede verse traicionado. El pacífico y cristalino sentimiento que comparten Marie y Manda, ese amor sincero, puro y libre, se ve así amenazado desde distintos extremos, con Felix moviendo los hilos hasta que el juego se convierte poco a poco en una trampa para todos, y empieza a percibirse cómo la sombra de la muerte, espoleada por la fatalidad, cubre el hasta hace no mucho plácido y brillante París de las fiestas, el vino y el amor. Un amor que, de súbito, se encuentra destinado a la tragedia de lo imposible.

El metraje, poco más de hora y media, transcurre con notable fluidez y bajo un espejismo de falsa ligereza, en un primer tramo con un tono amable y costumbrista que se va enrareciendo a medida que las cartas de los distintos personajes quedan descubiertas, y que las escenas diurnas se van sustituyendo por las nocturnas. El lirismo, la música (inolvidables los giros de la pareja Manda-Marie cuando bailan por vez primera en la verbena, e igualmente en la coda final) y la luminosidad de todo lo que rodea el amor de la pareja protagonista contrastan con los claroscuros y los ambientes urbanos surburbiales y lúgubres en los que se mueve la banda de Felix. Y ahí radica la clave de la narración, en ese progresivo enrarecimiento que supone la confrontación de dos estéticas opuestas que representan asimismo las dos naturalezas que se combaten durante toda la película. Porque París, bajos fondos es, sobre todo, un tratado sobre la naturaleza sentimental y emocional del ser humano, un reflejo de sus más altos valores y de sus más turbios instintos, y de la lucha de ambos por el dominio de la personalidad y del carácter. En resumen, el largo camino hacia la felicidad por medio la redención, y la inevitable caída en desgracia de quienes ni siquiera alcanzan la noción de la posibilidad de esta última. Los personajes se dividen así en dos categorías que no se mezclan. En la primera se incluyen Marie, Manda y Raymond, personajes que vienen del otro extremo, de la oscuridad, pero que ahora se muestran a la luz. Si la historia de Marie y Manda es la del amor puro, sencillo y desinteresado, no un amour fou sino el amor total, completo, absoluto, hasta más allá de la vida, la amistad de Raymond y Manda es a prueba de cualquier atisbo de egoísmo o interés, es una manifestación de amistad prototípica que se eleva por encima de cualquier condicionamiento o circunstancia. Esta cualidad de nobleza extrema, especialmente acusada en el personaje de Manda (su intachable comportamiento con el patrón de la carpintería y con su hija, su natural lealtad, sin límite ni cortapisa, a pesar de él mismo, de su felicidad, para quienes quiere y aprecia), que desde el punto de vista moral puede considerarse sin duda como una fortaleza, un signo admirable de personalidad, una actitud elogiable y envidiable, desde el otro extremo del espectro ético no aparece sino una debilidad, y como tal la aprovechan quienes se encuentran en ese bando opuesto. Así, Felix se vale justamente de esa ineludible inclinación de estos tres personajes por hacer lo correcto como expresión de amor, de amistad, de deber contraído con los otros, para introducir la semilla de la trampa que va a causar la perdición de todos: provocar un mal para que quienes obran bien, precisamente por ello, porque no pueden evitarlo sin contravenir su propia conciencia, ayuden a extenderlo, a amplificarlo, a convertirlo en un mal mayor.

De este modo, la ambivalencia moral de la película se plantea en toda su desoladora dimensión: aquellos que representan los valores positivos se ven tan atrapados y arrastrados a la desgracia como quienes encarnan las actitudes negativas; todos pagan por sus pecados, por sus debilidades, por sus actos irracionales, por sus servidumbres. Lo único común en todos los casos es la belleza en la composición de los encuadres, de notable influencia pictórica y cuidadoso empleo de la luz, la elegancia de los movimientos de cámara, la sencillez de la narrativa (no obstante realmente osada en sus alusiones sexuales, en más de una ocasión expresas) y la delicadeza en el tratamiento de la fotografía de Robert Lefevre (en algunos momentos, como en los primeros planos de éxtasis romántico de Marie, quizá un poco pasada de vueltas, gasas, halos y brillos luminosos), pero al servicio del relato, en resumidas cuentas, de que la redención frente al crimen, la fortaleza moral frente a la abyección, no garantizan que la vida ofrezca una recompensa mayor; que ambos extremos dialogan, que se contaminan y se condicionan, que llevan en última a instancia a un mundo sin amor en el que triunfa solamente una idea de justicia impersonal, aséptica, deshumanizada, burocrática. La clase de mundo que en 1900 abandonaba paulatinamente la paz, la despreocupación y la felicidad para encarar la progresiva escalada de maximalismos y odios enconados que iban a conducir a la Gran Guerra. Un mundo sin esperanza. 

Cine en fotos: Sam Shepard

«Se queda junto a la reventada maleta, contemplando las que fueran sus pertenencias. Aplastadas pastillas de jabón que se llevó del baño de los moteles. Chatas latas de judías. Un magullado mapa de Utah. El recalentado alquitrán negro empaña la blanquísima toalla que se guardaba para el primer baño a fondo de todo un mes.

De un extremo a otro de la carretera, nada se mueve. Ni un solo tallo se agita. Ni siquiera se mueve la solitaria pluma de alondra enganchada en el clavo del poste de la valla.

Avanza con la puntera de la bota por la negra pista de caucho quemado del patinazo. Sigue con la vista el brusco y enloquecido viraje de los neumáticos. El acre olor del caucho. El dulce olor de la arena abrasada.

Ahora salta un lagarto. Deja una estela pisciforme con la cola. Desaparece. Tragada por el mar de arena.

¿Debería esforzarse por salvar alguna cosa? Un simple botón de muestra. ¿Un par de calcetines? ¿Las pilas de la linterna? Debería tratar de recoger alguna cosa para llevársela a ella a su regreso. Algún detalle. Un recuerdo para que ella no pueda creer que no ha estado haciendo absolutamente nada. Que se ha pasado todos estos meses errando de un lado para otro.

Revuelve los restos de una rama de mezquite. Busca un regalo. No parece que valga la pena salvar ninguna cosa. Ni siquiera las que no se han estropeado. Ni siquiera la ropa que lleva puesta. El anillo de turquesa. Las botas de punta afilada. La hebilla india.

Lo arroja todo al montón de chatarra. Se queda sentado en cuclillas, completamente desnudo, en medio de la ardiente arena. Prende fuego a los restos. Después se pone en pie. Vuelve la espalda a la autopista 608. Se pone a caminar hacia las desiertas extensiones».

(Sam Shepard, «Crónicas de Motel». Traducción de Enrique  Murillo)

Palabra de Jean Renoir

“El problema es que la televisión amalgame y convierta en papilla informe la realidad, la ficción, lo fundamental, lo secundario, el divertimento y la reflexión.”

“Un director hace una sola película en su vida. La rompe en pedazos y la vuelve a hacer.”

“Un filme es un estado mental.”

“¿Es posible triunfar sin un acto de traición?”

(Jean Renoir)

Ecosistema Neil Simon: La chica del adiós (The Goodbye Girl, Herbert Ross, 1977)

 

Una casa, un apartamento o una habitación de hotel de una gran ciudad en los que una pareja de personajes de lo más variopintos y opuestos se ven obligados a convivir durante un determinado espacio dramático de tiempo. A tal puede reducirse, con todos los peligros de generalización y ausencia de matices que conlleva toda reducción, el planteamiento de las más conocidas historias del prolífico Neil Simon, uno de los autores teatrales más célebres y populares del último tercio del siglo XX en Estados Unidos y, gracias a la abundancia de adaptaciones al cine de sus obras más exitosas, en el resto del mundo. Tal vez la que disfrute de mayor prestigio, por encima de su popularidad, y la que recibiera mejores críticas de la prensa especializada sea la obra que da pie a esta película de Herbert Ross, cineasta de irregular filmografía cuyos títulos más interesantes quedan a menudo oscurecidos en la vorágine dentro de la que se produjeron, el Nuevo Hollywood de finales de los sesenta y la década de los setenta, a priori un tiempo y un lugar no especialmente adecuados para un director de hechuras tan clásicas. El punto de partida del argumento, el habitual: Paula, una mujer separada (Marsha Mason), madre de una niña, Lucy (Quinn Cummings), tiene que compartir el que era su piso con el nuevo inquilino, Elliott Garfield (Richard Dreyfuss), un actor de poca monta que se desplaza desde Chicago a Nueva York para participar en un estrafalario montaje off Broadway del Ricardo III de William Shakespeare que dirige un individuo no menos excéntrico (Paul Benedict).

En un género de tan poca variedad y excesiva explotación en las últimas décadas como la comedia romántica, la historia de Simon, autor también del guion, y Ross sorprende poco. El inicial antagonismo entre Elliott y Paula, subrayado por las costumbres y los horarios opuestos y los sucesivos enfrentamientos, llevados hasta casi el delirio, que tales situaciones incómodas generan, deriva en progresivo entendimiento y cooperación, y de ahí al afecto en grado creciente hasta la eclosión romántica final, en una conclusión, no obstante, tan emotiva como alabada. En este punto, es más acusado el arco dramático del personaje de Dreyfuss, ganador del premio Oscar al mejor actor de ese año por este papel, sobre el que reside la mayor carga de comicidad de la cinta, entre el humor físico cercano al slapstick del principio a los juegos de ironía e ingenio de sus diálogos, los mejores y más agudos de la película. El personaje de Paula, en cambio, sumido en la misma precariedad (si la carrera profesional de Elliott depende de ese papel fuera de circuito y del «descubrimiento» de algún crítico, ella se ve forzada a intentar recuperar su abandonada carrera de bailarina, pero con más años y otro cuerpo encima), es más realista y sufridora, sus problemas son más inmediatos y acuciantes por la presencia de su hija, que tampoco anda mal surtida de réplicas y apuntes socarrones. En todo el tramo inicial cobra protagonismo el escenario del apartamento, los espacios individuales (los dormitorios) y las zonas comunes a compartir por obligación, por el cual se extienden las discusiones, los desencuentros, las inoportunidades y los instantes incómodos. Cuando la película abandona sus cuatro paredes, ya está más sentimentalizada, es más romántica, a excepción de los ensayos de Elliott en la cada vez más retorcida y estrambótica visión que del personaje de Shakespeare tiene Mark, el director de la obra. La velocidad de la película también cambia; la comedia verbal y gestual, más acelerada, de diálogos rápidos y lapidarios, tiene su compensación en los más reposados baches románticos, y el centro de gravedad de la trama se desplaza del humor al amor a medida que el ritmo se ralentiza y que el apartamento pasa de ser un campo de batalla a promesa de felicidad solo alterada por el drama final, la oferta que Elliott recibe de Hollywood para hacer una película allí, y que amenaza con romper la pequeña y anómala unidad casi familiar que con tanto esfuerzo ha puesto en marcha junto a Paula.

The Goodbye Girl (1977) - Turner Classic Movies

Si las situaciones y el argumento no son demasiado originales y no ofrecen nada especialmente nuevo, cabe buscar las virtudes de la película por otros derroteros. La primera de ellas, las interpretaciones, intensas y frescas, muy trabajadas, con ese acusado e insistente, exasperante trabajo que consiste en conseguir aparentar que no se actúa (imprescindible versión original, con subtítulos o no), que se observa un pedazo de vida de gente corriente que sí, habla de manera algo más literaria que en la vida común, pero que habla y siente de verdad. En segundo término, la sensibilidad del autor y, en especial, del director, un Herbert Ross que se mueve como pez en el agua en este registro clásico, próximo a la comedia de los años treinta y cuarenta, con sensibilidad pero sin sensiblería (algunas veces camina sobre la fina línea que separa ambos conceptos, incluso adelanta algún paso peligrosamente, pero a tiempo de volver atrás), con un humor inteligente que permite participar al espectador, adelantarse, concluir, ser cómplice, y con un estilo visual tradicional, al servicio del texto y de los actores, sin alharacas ni florituras innecesarias, ese envidiable estilo invisible a menudo tan infravalorado por quienes creen que el cine solo está en aquello que se subraya. De este modo, una noche lluviosa, una persiana levantada y una cabina telefónica en la esquina pueden resultar tan cotidianos como líricos o cómicos, según el ángulo y el momento desde el que se observan. Una forma de mirar, la de Ross, que a partir de Sueños de un seductor (Play It Again, Sam, 1972) contribuyó notablemente al crecimiento como creador y cineasta de Woody Allen, quien no mucho después de trabajar con el director (tan de Brooklyn como él mismo) se plantearía abandonar su habitual estructura cómica de parodia a base de gags y sketches para, filtrada a través de sus filias personales (Bergman, Fellini, Buñuel, la literatura francesa y rusa, el cine clásico de Hollywood…), adoptar la misma querencia de Herbert Ross por ese cine de personajes, situaciones y diálogos sólidos y de mirada lírica, poética y algo sardónica hacia la gente corriente que no tiene nada de vulgar ni de anodina, sus apartamentos siempre llenos de libros y sus entornos urbanos (mercados, parques, cafés, restaurantes, librerías, teatros, cines, salas de conciertos…), que hace del estilo de Woody Allen un universo envidiable y reconocible.