Música para una banda sonora vital: Fat City (John Huston, 1972)

Help Me Make it Through the Night, de Kris Kristofferson, acompaña el inolvidable inicio de esta modesta obra maestra de John Huston, adaptada por Leonard Gardner a partir de su propia novela, historia de un veterano púgil en decadencia (Stacy Keach) que sale adelante trabajando como temporero agrícola en Stockton (California), donde conoce a un joven que también quiere ser boxeador (Jeff Bridges). Fat City, absurdamente subtitulada en España, Ciudad dorada, es una expresión de la jerga del boxeo norteamericana que significa «Paraíso en la Tierra». Un comienzo espléndido que sitúa perfectamente el tono, el tempo y el espacio de esta película magnífica.

Testimonio de Serie B: En un aprieto (Tight Spot, Phil Karlson, 1955)

 

También conocida en España como Testimonio fatal, en un alarde dramático de una grandilocuencia digna de las sobremesas de Atresmedia, y dirigida por Phil Karlson, uno de los reyes de la serie B con un puñado de títulos merecedores de mayor consideración –Trágica información (Scandal Sheet, 1952), El cuarto hombre (Kansas City Confidential, 1952), Calle River 99 (99 River Street, 1953), El imperio del terror (The Phenix City Story, 1955)…-, se trata de un entretenido thriller en torno a la protección de una valiosa testigo que, sin embargo, se mantiene reacia a colaborar. Tras el asesinato del más importante confidente de las autoridades cuando se disponía a testificar ante el tribunal contra Benjamin Costain (Lorne Greene), un jerarca mafioso, la última esperanza del fiscal Lloyd Hallett (Edward G. Robinson) reside en la reclusa Sherry Conley (Ginger Rogers), condenada en su momento por dar cobijo a un fugitivo, que es puesta bajo custodia del teniente de policía Vince Striker (Brian Keith). Confinada en una habitación de hotel hasta el día fijado para su declaración, los hombres de Costain ponen en práctica toda una serie de maniobras y estrategias en busca de que Sherry no pueda testificar, mientras que el fiscal y el policía tratan de convencerla de que lo haga. Así, es la descarada, socarrona y algo vulgar Sherry el eje sobre el que se articula la lucha entre la ley y el crimen organizado en la ciudad de Nueva York, si bien el objetivo de Hallett no es encerrar a Costain, sino deportarlo: su intención no es que la mujer revele la participación del mafioso en la comisión de delitos capitales que impliquen su condena y prisión, o tal vez algo más, sino que acredite, como testigo presencial, la realización de ciertas prácticas ilegales, como son la introducción ilegal de personas en el país, que quiebran el juramento de lealtad pronunciado por los ciudadanos extranjeros para obtener su permiso de residencia, y cuya vulneración implica su expulsión de territorio estadounidense. Una premisa, adaptada de una obra teatral de Leonard Kantor por el guion de William Bowers, que recuerda, con muchos matices, al episodio real de la deportación del famoso Charles Lucky Luciano.

La puesta en escena de la película, así como la estructura de su guion, denotan, quizá excesivamente, la deuda con su origen teatral. Situada en escenarios reducidos (en particular, la habitación de hotel, con un breve preludio en la prisión y un aún más breve epílogo en la sala del tribunal, a los que se añaden el paso por algunos despachos y por un aparcamiento), la dirección de Karlson trata de paliar su dependencia de este estatismo formal con las herramientas habituales, es decir, fragmentando los espacios por medio de la utilización de distintas perspectivas y angulaciones de la habitación 2409 del hotel St. Charles, incluso sacando la cámara al otro lado de la ventana para mirar hacia dentro, y haciendo que los personajes se desplacen continuamente por ella, entren o salgan, y también colocando secuencias de transición, ubicadas en exteriores, que conectan un escenario con otro y que preferentemente tienen lugar en las cercanías de los edificios o en el interior de vehículos en circulación que se mueven entre uno y otro. En paralelo, tiene lugar el proceso de transformación de los personajes principales: Sherry, desde el punto egoísta y resentido de quien, castigada por la sociedad, ve cómo esta requiere ahora de su participación apelando a los mismos valores que sirvieron para excluirla y encerrarla; y Striker, cuyo celoso cumplimiento de las normas choca con el carácter disoluto y desafiante de su protegida, mientras que, al mismo tiempo que su actitud hacia ella varía hacia el extremo opuesto, su conducta real obedece a un cambio sobre el que pivota el giro de guion que domina el tramo final del filme. Por su parte, la interpretación de Edward G. Robinson como fiscal es más bien de perfil bajo; siendo consciente de su condición secundaria, deja cancha abierta en escena a sus compañeros de reparto. En cuanto a Lorne Greene, su personaje es de una pieza, y lo interpreta como tal. En este apartado interpretativo, destaca especialmente el trabajo de Ginger Rogers, que para nada buscar disimular el efecto de sus cuarenta y cuatro años en su rostro y en su figura, pero que demuestra una vez más su talento como actriz, como ha hecho prácticamente siempre que se ha alejado del género musical. En esta ocasión, su celebrada vis cómica se reduce a la ironía y al sarcasmo, recurso que, a fuerza de reiteración, resulta incluso irritante, pero que se sostiene mejor que la algo forzada mutación final de su carácter.

La película, que transita por los lugares comunes propios de su subgénero, el de protección de testigos cruciales (antagonismo de caracteres, choque entre el interés personal y el deber público, claustrofobia y atmósfera permanente de amenaza, acción y violencia en las tentativas de agresión y en las consiguientes respuestas defensivas, tentativas de soborno, relaciones del hampa con elementos turbios de la policía dispuestos a plegarse a sus intereses, traiciones y dobles juegos…), necesita proporcionar un final acorde con los dictados del Código de Producción, por lo que el desenlace, justo tras el clímax del giro de guion que lo condiciona todo, conduce al inevitable castigo de los culpables (incluido alguno no inicialmente previsto) y a la redención, por medio del sacrificio, de quienes todavía conservan un ápice de rectitud moral que los lleva a dudar. La conclusión, sin embargo, aunque mesurada y coherente en lo que se refiere al personaje de Striker, resulta algo precipitada y «peliculera» en lo que respecta a Sherry pero, sobre todo, resulta involuntariamente abierto e interpretable, para nada tan cerrado y determinante como tal vez le gustaría a los responsables de gestionar la aplicación del Código. Así, como en la vida misma, queda en el aire, o a la interpretación del espectador, decidir si el final es tan feliz como una lectura explícita de las imágenes invita a pensar, o si fuera de cuadro pueden todavía operar fuerzas e intereses que conduzcan a un final «real» muy distinto, en el que los Striker y los Conley salen derrotados, y los Costain y los Luciano caen de pie y sobreviven.

Música para una banda sonora vital: El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake is Missing, Otto Preminger, 1965)

Paul Glass compone la partitura de esta intriga policíaca de Otto Preminger en torno a la desaparición de una niña dentro de su propia escuela: una niña a la que nadie, excepto su propia madre, dice haber visto. Escrita por Penelope y John Mortimer a partir de una novela de Evelyn Piper, cuenta en su reparto con Carol Lynley, Laurence Olivier, Keir Dullea, Noël Coward y, en pequeños papeles, Anna Massey, Oliver Reed y Finlay Currie. La música de Paul Glass (acompañada en los créditos por el diseño gráfico de Saul Bass) contiene a un tiempo aires infantiles de candidez e ingenuidad y un velo de inquietante amenaza que remiten directamente al desarrollo de esta historia, en última instancia algo tramposa.

Palabra de Fritz Lang

<<Quiero contarle una anécdota: tiene algo que ver con cuánto puede soportar el público. Durante mi último contrato con período con un estudio (siempre amé demasiado mi libertad y nunca quise tener contratos por períodos), Harry Cohn [entonces director de Columbia Pictures] me mandó un día una nota: “El señor Cohn espera su presencia en la sala de proyecciones mañana por la mañana a las diez en punto”. De acuerdo. (De pasada, soy una de las personas que estimaba a Harry Cohn, fue siempre muy amable conmigo; generalmente se le odiaba, muy irrazonablemente.) De cualquier forma, no tenía nada que hacer, no era mi película, me importaba un comino. Naturalmente, sentados por allí estaban el director, el productor y el guionista, no recuerdo qué película era. Por supuesto, a las diez en punto, ¿quién falta sino Harry Cohn? Todos “sabemos” eso: hay que llegar siempre un poco tarde; toda mujer sabe que cuando tiene una cita con su amante no debe ser puntual. Finalmente, llega y dice: “De acuerdo, proyecten”. Se sienta en la primera fila; la película se proyecta; ni una palabra, ni una respiración. La película acaba, luces, todo el mundo se queda sentado, inmóvil. No se oye el menor ruido. Harry Cohn se levanta, anda hacia la pantalla —sin decir una palabra—, vuelve, se queda de pie frente a la primera fila, gira, va de nuevo a la pantalla. Y yo pensé: “¿Qué tiene en la cabeza este hijo de tal?” De pronto se volvió y dijo: “Es una película muy buena”. Gran suspiro de toda la audiencia. “Pero…” Todo el mundo deja de respirar. (Me dije: “Ahora viene”.) “Pero —dijo— es exactamente diecinueve minutos demasiado larga”. ¡Aja! No creo que el productor o el director se hubieran atrevido a decir nada: estaban todos bajo contrato, pero el guionista no lo estaba, así que, finalmente, dijo: “Perdone, señor Cohn, ¿por qué dice “exactamente diecinueve minutos”? ¿Por qué no dice media hora, un cuarto de hora, veinte minutos, aproximadamente?” Y Harry Cohn le miró —estaba muy tranquilo— y dice: “Joven, exactamente hace diecinueve minutos empezó a dolerme el trasero, y justo ahí sé que el público sentiría lo mismo”. ¡Y tenia razón! En el momento en que el público empieza a sentirse dolorido, uno sabe que lo ha perdido. Hay una ley no escrita —es algo que hay que sentir— sobre cuánto puede uno estirar una escena, una situación, cuánto tiempo puede mantenerse la tensión.>>

Fritz Lang en Fritz Lang en América (Peter Bogdanovich. Editorial Fundamentos, 1972).

La América del cambio: Un lunar en el sol (A Raisin in the Sun, Daniel Petrie, 1961)

 

A veces el cine propiamente dicho no es lo más importante. No cuenta tanto si la película se resiente en exceso de su origen teatral, si el director Daniel Petrie no se maneja con excesiva soltura en el escenario casi único del humilde y abarrotado apartamento de una familia negra de Chicago, si la historia, al margen de la raza de sus protagonistas, resulta un tanto tópica y repetitiva para ese principio de la década de los sesenta, con diálogos y situaciones que suenan a cada momento a ya visto u oído. Importa algo, o bastante más, la excelente labor de los intérpretes (la mayoría de las menciones a la película en premios como los Globos de Oro, los BAFTA o el National Board of Review, fueron para las interpretaciones de protagonista y secundarios; también hubo otras, para director y guionista, en sus respectivos premios sindicales), y más todavía el argumento, basado en la obra de Lorraine Hansberry y adaptado al cine por ella misma, primera autora negra en estrenar una obra en Broadway, precisamente esta Un lunar en el sol. Pero, por encima de todo, lo más importante es que la película presenta con total normalidad una historia sobre los problemas de una familia negra en la América de la recién comenzada década de los sesenta, la de la lucha por los derechos civiles y la igualdad racial, y que lo hace con total sencillez, sin subrayados ni panfletos ni sin renunciar a cierta complejidad, pero también sin restar un gramo de contundencia y de denuncia en su alegato de fondo.

La trama, en conjunto, pesa menos que los personajes: una familia que vive en continuas apreturas (literales: en el pequeño apartamento viven el protagonista, su madre, su hermana, su esposa y su pequeño hijo) ve algo de luz gracias al cheque de diez mil dólares que esperan, proveniente del seguro de vida del abuelo, fallecido hace poco (la idea de que de la pérdida surge una nueva oportunidad es uno de los hilos conductores del texto). Ahí acaba el acuerdo, porque mientras Walter Lee (Sidney Poitier) aguarda ese dinero para poner su parte en una sociedad a tres bandas con dos amigos, junto a los que se propone abrir una licorería, negocio mediante el que espera poder abandonar su profesión de chófer de un hombre rico y prosperar por cuenta propia, su madre, Lena (Claudia McNeil), se propone terminar de pagarle los estudios a su hija, Beneatha (Diana Sands), que está en la Facultad de Medicina aunque, más que estudiar, parece más interesada en salir con amigos, o ligues, y, en menor medida, en los progresos en la lucha por la igualdad con los blancos. Entre hermana y hermano y entre madre e hijo, Ruth, la esposa de este (Ruby Dee), que colabora en los ingresos cocinando para otras familias, hace de muro de contención y de balsa de lágrimas de su marido y su familia política. El diferente uso que quieren dar al dinero madre e hijo genera un progresivo enfrentamiento entre ellos, y también de Walter Lee con Beneatha, lo que a su vez provoca una crisis y un distanciamiento con su esposa. En el fondo, la idea que subyace en todos ellos son los distintos caminos que se plantean para alcanzar la dignidad social, la superación de los límites que socialmente se imponen a los negros en la sociedad americana del momento: un negocio propio, una casa mejor, una vida mejor, un futuro mejor, respetabilidad. Las decisiones de la viuda (dividir el dinero en tres partes: una para comprar una casa en un barrio residencial, hasta ahora poblado exclusivamente por blancos; otra para garantizar los estudios de Beneatha; una última para apoyar las inversiones de Walter Lee) tienen consecuencias imprevistas, y la familia parece estar a punto de desmoronarse.

La historia se mueve en dos direcciones. En vertical, trata de la discriminación de los negros y de la búsqueda de la igualdad con los blancos: los esfuerzos de Lena, los estudios de Beneatha, los intentos de Walter Lee por regentar su propio negocio, el proyecto familiar de mudarse a un barrio mejor fuera de los emplazamientos de los suburbios destinados a los negros, son tres maneras de intentar superar las barreras de raza que se mantienen en la sociedad americana de aquellos años. En horizontal, la historia reflexiona sobre la identidad negra en esa sociedad, debatiéndose entre la asimilación que implica asumir las modas, las aspiraciones, los valores, las profesiones y los hábitos sociales de los blancos, como unos norteamericanos más, y la diferenciación, la búsqueda de las propias raíces, el retroceso de la mirada a los ancestrales orígenes africanos y al drama de la esclavitud, y la construcción de una identidad en torno a la idea de conciencia de clase separada de la sociedad blanca (así hay que entender la duda de Beneatha entre dos de sus pretendientes: el de familia acomodada que viste bien, tiene un negocio y goza de una buena posición económica, y el profesor de origen nigeriano que le habla de las tribus africanas, de sus lenguas, de su música; dos mundos opuestos pero indiferentes uno al otro). Beneatha es uno de los puntales de la narración, en oposición a su madre: si esta es un ama de casa tradicional y religiosa, respetuosa de los valores tradicionales dentro y fuera del hogar, Beneatha encarna el espíritu de una nueva generación, una mujer negra que estudia Medicina, no tiene ninguna intención de casarse y aspira a vivir conforme a su propio criterio, desde su independencia absoluta (lo mismo adopta ropajes tradicionales de Nigeria que se pone a bailar conforme a las percusiones y ritmos de la música africana). Tanto Lena como Walter Lee, sin embargo, obedecen a otra mentalidad: Lena obliga a su hija a aceptar la existencia de Dios, al menos formalmente, mientras viva bajo su techo; Walter Lee, por otro lado, además de disputarle el dinero para sus estudios, le recrimina que en vez de Medicina no estudie Enfermería, una profesión, según él, más adecuada a su sexo y a su raza. Así queda presentado el tema de cómo los negros (y, en general, las minorías) asumen el discurso de los blancos (o de las mayorías) como propio, y por tanto ayudan a prolongar inconscientemente los estereotipos y los estigmas que conscientemente dicen combatir.

Este, el racismo institucionalizado y la oposición contra él desde distintas perspectivas, prioridades y formas de ser, es, lógicamente, la piedra angular de la historia, manifestada a través de los personajes, pero sin trincheras ni panfletos (la obra de una dramaturga negra, sobre un tema propio de los negros, interpretado por negros, y dirigida para el cine por un blanco para la Columbia Pictures), dado que evita la ingenuidad, la bisoñez y la militancia ciega que supondría retratar a todos los negros como personajes positivos (aunque sí esboza al único blanco de la trama, interpretado por John Fiedler, como personaje negativo), al tiempo que refleja sin concesiones, pero también sin señalar culpables únicos, las dificultades por las que a principios de los años sesenta transitaba todavía la población negra de las grandes urbes norteamericanas, desde la estigmatización social a la discriminación en el empleo o incluso en la libertad de movimientos y la autonomía vital. Un escenario que en esa década empezaría a cambiar drásticamente (aunque no del todo), sin que la autora de la obra, Lorraine Hansberry, pudiera ver la culminación de ese proceso de cambio, ya que falleció prematuramente a los treinta y cuatro años, en 1965.

Música para una banda sonora vital: Yo vigilo el camino (I Walk the Line, John Frankenheimer, 1970)

 

Las canciones de Johnny Cash tienen gran importancia en esta película de John Frankenheimer, hasta el punto de que una de ellas le da título en su versión original. Un solvente drama rural que transita entre el romance otoñal y el thriller policíaco, escrito por Alvin Sargent a partir de la novela de Madison Jones, que tiene como fondo el desencanto vital que experimenta el sheriff de una pequeña localidad de Tennessee (Gregory Peck) hasta que conoce a la joven y hermosa Alma (Tuesday Weld), de la que se enamora aunque eso ponga en riesgo su matrimonio y a pesar de que ella sea la hija de un fabricante ilegal de licor al que, en teoría, debe perseguir.

Pez fuera del agua: Un hombre en apuros (Big Trouble, John Cassavetes, 1986)

El título de esta película, ya sea el original o su traducción española, parece reflejar lo perdido que se encuentra John Cassavetes en su última obra como director (falleció tres años después), una comedia con deliberada vocación de farsa que en la forma, en el fondo e incluso en la producción (financia Columbia, que ya produjo otra película anterior del director, Gloria, de 1980) resulta la más atípica, por convencional y comercial, de toda su filmografía tras la cámara. Y es que apenas nada, exceptuando algún elaborado -y por lo común innecesario- movimiento de cámara recuerda al cineasta decididamente independiente, introspectivo, incómodo, incisivo y anticomercial, que huía concienzudamente del llamado «modo de representación institucional» para dotar a sus historias de una profundidad y una autenticidad, de un lenguaje directo y de un impacto emocional infrecuentes en el cine americano comercial del tiempo en que ejerció. La película se divide en dos tramos, y su mecanismo narrativo llega a funcionar únicamente en el primero, cuando parece construirse como una parodia bufa nada menos que de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944).

Leonard Hoffman (Alan Arkin), empleado de una compañía de seguros, vive agobiado ante la perspectiva de no poder enviar a sus hijos trillizos, presuntos virtuosos de la música, a la universidad de Yale, donde ya han sido admitidos, y que es el mejor lugar indicado para ellos, tanto para desplegar todo su potencial musical como para hacer los contactos necesarios de cara a su futura carrera como concertistas. Sin embargo, por más cuentas que hace y por más ahorros que intenta rascar, las cuentas no salen y la frustración y el desencanto amenazan con enturbiar su matrimonio y su vida familiar, ya de por sí (y no se sabe muy bien por qué) enloquecida. Todo cambia cuando recibe la llamada de la atractiva Blanche Rickey (Beverly D’Angelo), que, por insistencia de su marido millonario, Steve (Peter Falk), quiere contratar una póliza de seguros para su mansión. Cuando Leonard acude a la cita, el propósito de su cliente varía sustancialmente: aquejado el marido de una mortal enfermedad cardíaca de inminente resolución, la intención de la esposa pasa más bien por contratar un seguro de vida que, gracias a un oportuno accidente, la provea de fondos suficientes con los que sufragar su viudedad. Gracias a Leonard, que necesita nada menos que doscientos mil dólares para costear los estudios de sus hijos en Yale, encuentra el producto óptimo: una póliza de seguro de vida que prevee el cobro de una doble indemnización si la muerte se produce como consecuencia de la caída desde un tren. La película sigue así el molde argumental del clásico de Wilder escrito junto a Raymond Chandler a partir de la novela de James M. Cain, excepto por dos detalles: en primer lugar, renuncia a la estructura de flashback; y en segundo, en este caso, y por ciertos motivos que se le ocultan a Leonard, Steve está de acuerdo en el plan. En lo demás, el plan sigue la plantilla de la película de 1944 hasta en los más pequeños detalles: cita en un supermercado para hablar del plan; víctima con el pie lesionado que debe moverse ayudado por muletas; viaje en coche de los tres implicados, en este caso, con la esposa, presunta arma del crimen, sentada en el asiento de atrás, colocación del cadáver junto a las vías… Hasta ahí la película se maneja con cierta agilidad, locualidad y gracia. Arkin, Falk y D’Angelo están muy divertidos y los diálogos y algunas situaciones (el brindis con licor de sardina noruego, por ejemplo) resultan frescos y chispeantes.

No obstante, el guion de Andrew Bergman empieza a hacer aguas cuando la trama vuelve a la compañía de seguros y a las formalidades previas al abono a la viuda de los cinco millones de dólares de la cláusula de doble indemnización. La sorpresa para el público -que realmente no es tal- sobre la que se monta esa secuencia anuncia el cambio de tono y de estilo y la caída en la vulgaridad que experimenta el resto del metraje. Si bien O’Mara (Charles Durning), jefe del departamento de indemnizaciones, cree que hay gato encerrado y Leonard se da cuenta de que le han tomado el pelo, el guion abandona esta línea argumental (como renuncia a explotar las posibilidades que la familia de Leonard podría dar al guion) y apuesta por la bufonada autocomplaciente. Desaparecen el lenguaje sutil, los sobreentendidos y las elipsis y la historia se convierte en una irregular comedia física con algún que otro gag afortunado, como el intento de robo en casa de Winslow (Robert Stack), el mandamás de la compañía de seguros, hombre importante y bien relacionado que al principio de la historia se ha negado a ayudar a Leonard en su empeño de lograr unas becas para Yale, y una conclusión (otro intento de robo, esta vez en la oficina de la aseguradora) que, aun con algún ocasional golpe de talento humorístico (O’Mara atado y amordazado en el asiento posterior de un coche), parece demasiado forzada y estirada, se hace demasiado larga, y carece de toda lógica incluso desde el punto de vista de la locura propia del género screwball. El desenlace y el epílogo, igualmente forzados en la necesidad de una consecución del estilo «final feliz» propio de la comedia, rompe igualmente toda lógica narrativa y cualquier vinculación dramática o psicológica de los personajes con lo mostrado anteriormente. El caos existe únicamente en el guion y tras la cámara; delante de ella no parece haber más que un ánimo desaforado, unas situaciones desesperadas y unos actores desesperados por transmitir una comicidad excéntrica que no existe ni en el texto ni en el impulso del director.

Los elementos estimables de la película, las interpretaciones de su reparto principal (Arkin, Falk, D’Angelo, Durning y Stack), entregados sin reservas a sus personajes aun con las carencias que manifiestan el guion literario y el diseño de las situaciones, el primer tramo en el que se plantea la acción que luego se abandonará sin mayores explicaciones ni consecuencias, el acierto puntual en algunos gags, y la juguetona e inspirada música de Bill Conti (acompañada en algunos fragmentos nada menos que por Mozart, que abre la película en una particular versión «vocal»), compensan, no obstante, el visionado de una película fallida que se hunde en el último tercio en la infructuosa búsqueda de una salida para la trama que no se encuentra más que como alambicado giro final, de una gracia que casi nunca transmite, y que, en suma, muestra el agotamiento de un cineasta de talento, Cassavetes, fuera de su elemento, perdido en la indeterminación de la película de encargo, desprovisto de sus mejores bazas como director, incapaz de sostenerse apoyándose en las únicas que conserva (el compromiso de los intérpretes), en un género que no es el suyo, en una estructura de estudio que le resultaba ajena, y que, por tanto, supone un epílogo agridulce, si no directamente triste, para su solvente trayectoria como rara avis de la vanguardia del cine norteamericano verdaderamente independiente, que prácticamente desapareció con él.

Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)

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Una película de intriga criminal en la que desde el principio se conoce la identidad del culpable y cuyo misterio radica en si la redención del delincuente será posible antes de que el largo brazo de la ley se pose sobre su hombro. Ese es el nudo dramático central de esta comedia detectivesca producida por Columbia en la línea de la mítica Ealing británica, es decir entre el costumbrismo y el humor irreverente, y protagonizada por uno de sus rostros más conocidos, Alec Guinness. El actor se mete en la piel del Padre Brown, el sacerdote-detective creado para la literatura por G. K. Chesterton, en una historia de robos y cuitas espirituales narrada en tono amable y con un fino y socarrón sentido del humor. A su lado, como oponente y oveja que reconducir al redil, el célebre ladrón Flambeau (Peter Finch), legendario y escurridizo autor de rocambolescos robos de valiosísimas obras de arte que, misteriosamente, nunca terminan en los circuitos de venta de piezas robadas, sino que parecen volatilizarse, desaparecer. Y es que Flambeau no es un ladrón con ánimo de lucro, sino un alma sensible y romántica que no puede vivir si no es rodeada de belleza.

Y el primer oficio del Padre Brown, aunque se trate de un detective aficionado absorbido por su afición las veinticuatro horas, es ser pastor de almas. Por eso no busca el mero castigo penal, sino la recuperación del pecador para los campos del Señor. Por tanto, se ocupa únicamente de delitos «blandos», es decir, de pequeños robos, leves transgresiones de la ley, o de delincuencia de guante blanco, todo muy civilizado y comedido, sin espacio para la violencia extrema, la sangre a borbotones, el asesinato, los ángeles caídos de forma irrecuperable. A veces él mismo se convierte en herramienta para esa remisión de condena, como ocurre en el episodio que abre la película: sorprendido en una oficina, con la caja fuerte abierta y un maletín repleto de fajos de billetes, la policía lo detiene y lo lleva al calabozo, lo que da pie a una serie de divertidas confusiones de diálogos chispeantes, en la que más importante que el humor verbal es el lenguaje visual. Cuando el Padre Brown es despojado de sus objetos personales antes de ser encerrado, incluidos los propios de su oficio, su cara de tristeza, su mirada lastimera, se dirigen a ¡¡¡una chocolatina!!! Y es que, además del crimen de perfil bajo, su otra gran atracción son los dulces, y en particular el chocolate. Después de este prólogo, la película entra en materia: sin duda el famoso Flambeau, maestro del disfraz, a quien nadie conoce, cuyo rostro nadie ha visto, querrá apoderarse de la cruz medieval de madera tallada, una reliquia de San Agustín, que, cedida por el obispado, el propio Padre Brown va a llevar a Roma para su exposición en el Vaticano. Durante el viaje en tren, en barco y de nuevo en tren, las sospechas del Padre Brown se dirigen contra un dicharachero y campechano comerciante (Bernard Lee) del que pronto deduce que no es quien dice ser, y busca la constante compañía de otro sacerdote en tránsito a Roma para mantenerse a salvo. Sin embargo, despojado de su valioso objeto en una estupenda secuencia situada en las catacumbas de París, y ya de regreso en Inglaterra, el Padre Brown diseña una trampa para lograr la captura de Flambeau y la recuperación de su crucifijo: Continuar leyendo «Sabueso del espíritu: El detective (Father Brown, Robert Hamer, 1954)»

El western depurado: Estación Comanche (Comanche Station, Budd Boetticher, 1960)

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No se puede completar el catálogo de buenos westerns del periodo clásico sin recurrir a las colaboraciones del director Budd Boetticher, el guionista (y posteriormente también director de estimables westerns) Burt Kennedy y el actor Randolph Scott. Antaño secundario de comedias locas, generalmente en el marco de la guerra de sexos de los años treinta y cuarenta (a menudo con su «más que amigo» Cary Grant como protagonista principal), el plano y ‘sosainas’ de Scott encontró en el western de serie B el acomodo para una carrera irregular y siempre pendiente del hilo de la irrelevancia, y aunque muy pocos son los títulos que valga la pena salvar de la quema de lo más vulgar del género, sus trabajos para Boetticher , como Los cautivos (The tall T, 1957) -o en Duelo en la Alta Sierra (Ride in the High Country, Sam Peckinpah, 1962)-, sí merecen recuperación y reconocimiento, además de proporcionar un buen disfrute.

Las estrictas limitaciones presupuestarias pese a, en este caso, contar con el respaldo de la Columbia Pictures fuerzan la necesaria sencillez del planteamiento y del desarrollo del filme. En un paisaje desolado y despoblado, Cody (Scott) ejerce muy particularmente la «profesión» de comanchero: ofrece telas, collares, abalorios y algún que otro rifle a cambio de la liberación de aquellos cautivos blancos secuestrados en las correrías indias. En una de sus misiones se trata de una mujer, la señora Lowe (Nancy Gates), por cuya liberación su esposo ha ofrecido cinco mil dólares de recompensa. En el trayecto de vuelta, a la amenaza comanche se une la de otros interesados en el botín, encabezados por Lane (Claude Akins), cuyo interés por la mujer excede lo meramente crematístico. Planteada una situación límite, como ocurre con todos los guiones de Kennedy para Boetticher, el desarrollo del argumento consiste en la interacción constante entre personajes: Cody, la señora Lowe, Lane y sus dos jóvenes esbirros transitan invariablemente entre la razón y el deseo, entre la moral y la codicia (Cody, por supuesto, es el más íntegro del grupo, y la señora Lowe la más inocente); como sucede siempre también en los guiones de las colaboraciones Boetticher-Kennedy, el panorama se complementa con el implacable peso del pasado. Por una parte, Cody y Lane arrastran cuentas pendientes desde que ambos pertenecían al ejército y se vieron involucrados en un incidente que precisó de un expediente disciplinario. Por otro lado, el propio Cody tiene una buena razón para buscar cautivos blancos entre los comanches, actividad a la que lleva dedicándose más de diez años.

De este modo, el guión teje una tela de araña de intereses, deseos, ambiciones y anhelos que chocan constantemente entre sí, y que dependen en última instancia de un factor exterior, los comanches en pie de guerra, que amenazan con convertir todo eso que para ellos es tan importante en simple papel mojado subordinado a las necesidades de la supervivencia. Continuar leyendo «El western depurado: Estación Comanche (Comanche Station, Budd Boetticher, 1960)»

Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)

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Con el hundimiento del sistema de estudios y el nacimiento del llamado Nuevo Hollywood, cada vez más cineastas y escritores de películas se atrevieron a sugerir, cuando no a plasmar explícitamente, que el famoso sueño americano no era más que una cabezadita de sobremesa en un sofá barato y con el estómago lleno de ácidos generados por la comida basura. Tal vez por eso La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966) no fuera entendida y apreciada en su momento sino más bien todo lo contrario, rechazada, repudiada, incluso odiada. Y es posible que esos mismos motivos hayan hecho que con el paso de las décadas se haya convertido en una de las películas más emblemáticas de los sesenta y una de las que marcan la puerta de salida al antiguo sistema, en este caso para Sam Spiegel y la Columbia Pictures, a la vez que daba la bienvenida a ese breve pero fructífero periodo de esplendor que generó una nueva nómina de directores e intérpretes que cambiarían para siempre el panorama del cine. Esta fusión de tendencias y épocas puede vislumbrarse en el propio reparto de la cinta: clásicos como Marlon Brando, Angie Dickinson, Miriam Hopkins o E. G. Marshall conviven con los emergentes Robert Redford,  Jane Fonda, Robert Duvall o James Fox.

El guión de Lillian Hellman, basado en una novela de Horton Foote, encierra el microcosmos americano en una ciudad de tamaño medio de Texas cercana a México que la fortuna petrolífera de la familia Rogers pretende convertir poco a poco en una gran urbe. Pero el sueño de esta construcción se erige sobre los cimientos de una sociedad podrida y corrupta, ambiciosa, egoísta y sin referentes, en la que el adulterio está generalizado, es conocido y consentido, la única diversión existente es entregarse al alcohol en orgiásticas fiestas de fin de semana, el racismo no ha sido erradicado ni tras la guerra de Secesión ni por el movimiento a favor de los derechos civiles, los jóvenes desperdician su ocio entre carreras de coches y maratones de rock and roll, y en la que el desarrollo futuro aspira a sustituir las tierras de cultivo y pastos por los yermos campos de petróleo. En este contexto de choque entre la realidad vivida y la soñada, la fuga de la cárcel de ‘Bubber’ Reeves (Robert Redford), un joven del pueblo que cumple condena por diversos robos, peleas y daños a los bienes públicos cuyos pasos le llevan a su localidad de origen, hace de detonante para un clima enrarecido y en continua tensión emocional que sólo aguarda la chispa adecuada para estallar: la esposa de Reeves, Anna (Jane Fonda), mantiene una relación extramatrimonial (por ambas partes) con Jake Rogers (James Fox), el hijo del gran magnate del lugar, Val Rogers (E. G. Marshall); la localidad, los campos, los caminos, las vallas, las fábricas, todo tiene un letrero que dice «Propiedades Rogers»… Por otro lado, media ciudad, sobre todo los empleados y ejecutivos de las empresas Rogers que se ven excluidos del círculo de poder (sobre todo Emily, la aburrida y casquivana esposa de Edwin, el pusilánime vicepresidente de Rogers que interpreta Robert Duvall, que se pone una venda en los ojos ante la relación que su mujer tiene con el otro vicepresidente), envidia y observa con resentimiento a los privilegiados que acuden a la fiesta de cumpleaños del gran hombre, entre los que se encuentran el sheriff Calder (Marlon Brando) y su esposa (Angie Dickinson), sin que estén muy claras las razones por las que Val Rogers, el gran ricachón, los acoge tratándose de una pareja pobre y humilde: paternalismo (el empleo de sheriff de Calder se lo proporcionó Rogers, las antiguas tierras de los Calder están en poder de los Rogers hasta que paguen sus deudas…), tal vez el viejo se siente atraído por Ruby Calder (Angie Dickinson), a la que regala vestidos para que acuda a sus fiestas de lujo; o quizá es que la quería para emparejarla con su hijo Jake, una mujer buena y sensible que la alejara de las malas compañías que frecuenta… El conflicto generacional, la lucha de clases, el racismo, la violencia latente, el modelo de éxito basado en el consumo y la posesión de bienes materiales, el nulo respeto por la ley de quienes se creen en el derecho de aplicarla por la propia mano, todo confluye hacia el desastre.

El proyecto se contagió sin duda de la misma tensión: las continuas controversias entre el productor, Sam Spiegel, la Columbia, Hellman y Penn, además de los divismos de Brando (una vez más asistimos a una secuencia en la que el actor se recrea en su propio apalizamiento), consiguen que el metraje se resienta en algunos momentos (tal vez a causa de su duración, algo más de dos horas), pero no logran restar un ápice al poder y la fuerza de las imágenes de Penn (fotografiadas por Robert Surtees) y al demoledor contenido de la narración. La maestría del director plasma esta dupla entre la América pensada y la real utilizando uno de los símbolos del individualismo americano por excelencia: el coche y la industria automovilística, el motor de América. Continuar leyendo «Sueño americano en ebullición: La jauría humana (The chase, Arthur Penn, 1966)»