Música para una banda sonora vital: La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016)

Aunque la música de esta desigual aunque celebrada producción de ciencia ficción extraterrestre viene atribuida al islandés Jóhann Jóhannsson, es Max Richter quien firma su tema de apertura y cierre. Adaptada por Eric Heisserer a partir de un relato de Ted Chiang, la película de Villeneuve funciona mejor en el planteamiento de su primera e interesante mitad que en su deslavazado desarrollo hacia el clímax y en su ¿conclusión?

Mis escenas favoritas: El tormento y el éxtasis (The Agony and the Ecstasy, Carol Reed, 1965)

En la Roma de principios del siglo XVI, en pleno Renacimiento, papa Julio II (Rex Harrison) encarga a Miguel Ángel (Charlton Heston) que pinte el techo de la Capilla Sixtina, pero el artista, que se siente escultor y no pintor, rechaza el trabajo. El Papa le obliga a aceptarlo, y la obra se convierte en un largo enfrentamiento de férreas voluntades, avivado por constantes diferencias artísticas y temperamentales. Adaptada por Philip Dunne a partir de un bestseller de Irving Stone, Carol Reed dirige una historia en la que destaca la interpretación de Charlton Heston, especializado por entonces en encarnar a personajes míticos de la humanidad, así como la recreación de la Italia del Quinquecento, en la que el mecenazgo artístico como elemento de impulso político a golpe de prestigio propagandístico convive con las guerras internas y la amenaza de intervención de potencias como Francia o España. En ese barullo político hay, no obstante, espacio para el arte y para la religión, e incluso para acentuar las semejanzas entre la creación artística y la divinidad.

Rostros y rastros de Sherlock Holmes en la pantalla

“Mi nombre es Sherlock Holmes y mi negocio es saber las cosas que otras personas no saben”. Toda una declaración de principios o carta de presentación que define (aunque no del todo) al personaje literario más popular del arte cinematográfico. Y es que, junto a una figura histórica, Napoleón Bonaparte (cuyo busto es clave en una de las más recordadas aventuras holmesianas), y otra, el Jesús bíblico, que combina la doble naturaleza de su desconocida realidad histórica y su posterior construcción literaria, política, mítica y religiosa, el detective consultor creado por Arthur Conan Doyle –se dice que tomando como modelo al doctor Joseph Bell, precursor de la medicina forense y entusiasta defensor de la aplicación del método analítico y deductivo al ejercicio de su profesión, de quien Conan Doyle fue alumno en la Universidad de Edimburgo en 1877– completa el podio de los personajes que más títulos cinematográficos y televisivos han protagonizado en la historia del audiovisual, pero es el único de los tres con dimensión exclusivamente literaria.

El cine ha sido al mismo tiempo fiel e infiel a Conan Doyle a la hora de trasladar el universo holmesiano a la pantalla. Infiel, por ejemplo, en cuanto al retrato de la figura del doctor Watson, al que se representa habitualmente como poco diligente, despistado, torpe, ingenuo y en exceso amante de las faldas, de la buena comida y de la mejor bebida, cualidades que no parecen propias, y así queda demostrado en la obra de Conan Doyle, de un hombre que ha cursado una carrera meritoria, que se ha especializado en cirugía y ha sobrevivido como oficial del ejército a complicados escenarios militares como Afganistán, lugar de algunas de las más dolorosas y sangrientas derrotas del imperialismo británico. Un hombre muy culto, que ha leído a los clásicos, sensible a las artes, en especial a la música, que lleva un pormenorizado registro de los casos de su compañero y mantiene al día álbumes de recortes con las principales noticias que contienen los diarios. Un hombre que se ha casado y enviudado tres veces, que participa activamente y cada vez de manera más decisiva en las investigaciones de su colega, y que trata a Holmes con la misma ironía con que su amigo se refiere a él en todo momento. Tampoco el cine se ha mostrado especialmente afortunado al aceptar en demasiadas ocasiones esa reconocible estética de Holmes, ese vestuario tan característico que en ningún caso nace de la pluma de Conan Doyle: su cubrecabezas y su capa de Inverness provienen de una de las ediciones de El misterio del valle del Boscombe en la que el ilustrador Sidney Paget convirtió en gorra de cazador lo que el autor describía como una gorra de paño; respecto a su famosa pipa se le atribuyen dos modelos, una meerschaum o espuma de mar que no existió hasta bien entrado el siglo XX y una calabash utilizada por el actor William Gillette (junto con la lupa y el violín) en las versiones teatrales a partir de 1899, cuando lo cierto es que el Holmes de Conan Doyle posee al menos tres pipas para fumar su tabaco malo y seco, una de brezo, una de arcilla y otra de madera de cerezo.

En lo que el cine sí se ha esmerado ha sido en la elección de intérpretes que pudieran encarnar a un héroe tan atípico como Holmes, atractivo, contradictorio, cautivador e irritantemente egomaníaco. Un adicto al tabaco de la peor calidad (célebre su enciclopédico opúsculo literario que cataloga y distingue entre los diferentes tipos de ceniza existentes en función del cigarro o cigarrillo del que provienen) y a la droga en la que busca salvarse del aburrimiento de la monotonía. Un virtuoso del violín, con preferencia por los compositores germanos e italianos, un melómano que conoce los recovecos más oscuros de la historia de la música lo mismo que se especializa en el dominio de una antigua y enigmática modalidad de lucha japonesa, un arte marcial olvidado denominado bartitsu. Un ser que expone abiertamente una atrevida ignorancia sobre conocimientos generales al alcance de cualquiera pero capaz de alardear de erudición de la manera más pedante cuando lo posee el aguijón de la deducción, que se tumba indolente durante semanas o se embarca en una investigación sin comer ni dormir en varios días. Un individuo cerebral que relega al mínimo la importancia de los sentimientos pero que es dueño de una vida interior inabarcable, con un elevadísimo sentido de la moral, no siempre coincidente con el imperante, gracias al que puede aplicar su particular concepto de la justicia si encuentra que la ley, utilizada con propiedad, choca moralmente con él (si, por ejemplo, una mujer asesina al causante de su dolor o si un ladrón roba a otro ladrón que arrastra un delito mucho más censurable, como alguien que ha asesinado previamente para robar). Y, no obstante, un hombre que falla, que puede salir derrotado, en lucha continua contra sus límites, que llega tarde, que piensa despacio o al menos no siempre con la rapidez necesaria, y que también puede ser víctima del amor. Un héroe que sabe ser humilde, ponerse del lado de los más desfavorecidos, ganarse la confianza de la gente porque no ejerce los métodos autoritarios y amenazantes de la policía, que en el criminal ve el mal pero también un producto social, la pobreza y la carestía que gobierna la vida de la mayor parte de la población bajo la alfombra del falso esplendor victoriano, que da una oportunidad al arrepentimiento y a la redención de los delincuentes menores pero que no duda en resultar implacable conforme a su privada idea de justicia, incluso de manera letal si es preciso, cuando no hay opción para la recuperación de la senda de la rectitud. En resumen, un héroe profundamente humano, alejado de cualquier tipo de poder superior.

De ello queda constancia en la primera aproximación del cine al personaje de Conan Doyle, Sherlock Holmes Baffled, breve cinta de apenas treinta segundos dirigida por Arthur Marvin en 1900 (perdida durante años, se recuperó en 1968 y sus fotogramas, impresos en papel, se conservan en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos) en la que un ladrón con la capacidad de hacerse invisible a voluntad sustrae una serie de objetos del gabinete de Holmes sin que el detective pueda hacer nada para impedirlo. Más allá de este tanteo inicial, la complejidad y diversidad del personaje y la extremada amplitud de sus conocimientos, habilidades e intereses ha posibilitado aproximaciones del cine a la figura de Holmes bajo ópticas muy distintas y con diferentes grados de calidad, en busca tanto de una traslación ortodoxa del personaje al celuloide como de la introducción de novedades y variaciones a veces tan curiosas, enriquecedoras y estimables como en ocasiones extravagantes, decepcionantes o gratuitas.

Como se ha visto, Sherlock Holmes está presente en el cine desde sus comienzos, y ya en la etapa muda se convierte en el personaje literario más adaptado a la pantalla. Se conservan referencias de una docena y media larga de títulos con Holmes como protagonista entre 1900 y 1927, año de la irrupción del cine sonoro, repartidas por las filmografías francesa, británica, norteamericana y alemana, con predominio de versiones de El perro de Baskerville. En estas primeras películas se dan varias notas interesantes. En primer lugar, que el ya mencionado William Gillette, el actor que dio vida a Holmes en los escenarios londinenses con el cambio de siglo, fue también el elegido en 1916 para interpretarlo (y coescribir el guión) en el primer largometraje norteamericano sobre el personaje; en segundo término, que la cinematografía alemana adaptó, con inmenso éxito y acabado excelente, los relatos de Conan Doyle para varias producciones entre 1914 y 1920, es decir, en plena Primera Guerra Mundial y durante la negociación y firma del humillante Tratado de Versalles, con Alwin Neuß y Friedrich Kühne repitiendo como Holmes y Watson; por último, la cinta protagonizada nada menos que por John Barrymore en 1922. La prueba, empero, más palpable de la popularidad de Holmes en el cine y entre el público de aquel tiempo no es una adaptación de los relatos de Conan Doyle sino una de las grandes obras maestras del genial Buster Keaton, El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924), la historia de un proyeccionista de cine que sueña con ser como el detective de una de las películas que proyecta y que milagrosamente se ve introducido en una de ellas. Este título servirá de inspiración seis décadas más tarde para una de las obras esenciales de uno de los más grandes admiradores de Keaton, La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen.

En la década de los treinta continúa la misma tónica, con adaptaciones, ya en sonoro, de conocidas aventuras de Sherlock Holmes como la británica El signo de los cuatro (1932), la norteamericana Estudio en escarlata (1933) o la alemana El perro de Baskerville (1937). De estos años cabe destacar dos circunstancias que condicionarán en buena parte futuras traducciones del universo holmesiano a la pantalla. En primer lugar, y siguiendo la fórmula alemana empleada durante la década de los diez, la del serial de títulos protagonizados por los mismos intérpretes, los actores Arthur Wontner e Ian Fleming (nada que ver con el creador de James Bond) darán vida a Holmes y Watson, además de en la citada El signo de los cuatro, en otros títulos como El valle del miedo (The Triumph of Sherlock Holmes, Leslie S. Hiscott, 1935) o Estrella de plata (Silver Blaze / Murder at the Baskervilles, Thomas Bentley, 1937). Por otra parte, se introduce ya lo que será una constante en paralelo a la adaptación respetuosa de los casos de Holmes y Watson al cine: la innovación, el juego, la variación del planteamiento original de Conan Doyle para crear productos sólo estéticamente holmesianos, abiertamente cómicos, paródicos o incluso satíricos. Así, la alemana El hombre que fue Sherlock Holmes (Der Der Mann, der Sherlock Holmes war, Karl Hartl, 1937) parte de una trama de equívocos: llegada a París una pareja de detectives erróneamente tomada por los célebres Holmes y Watson, deciden no deshacer la confusión e investigar la desaparición de un valiosísimo sello. Todo ello anuncia ya la primera gran huella de Conan Doyle y Sherlock Holmes en la historia del cine, la serie de catorce películas protagonizadas por Basil Rathbone y Nigel Bruce entre 1939 y 1946.

Basil Rathbone era una actor consagrado especializado en dramas históricos, versiones de clásicos de la literatura, películas de intriga y de terror y, especialmente, en interpretar a villanos carismáticos en algunas populares películas de aventuras como El capitán Blood (Michael Curtiz, 1935) o Robín de los bosques (Michael Curtiz y William Keighley, 1938). El cine historicista de los hermanos Korda y el drama romántico eran igualmente los géneros habituales de Nigel Bruce, aunque sus interpretaciones dejaban un amplio espacio a la ironía y el humor visual. Al mismo tiempo y con posterioridad a sus intervenciones como Watson en esta serie de películas británicas, Bruce trabajaría a las órdenes de Alfred Hitchcock en Sospecha (Suspicion, 1941) o de Charles Chaplin en Candilejas (Limelight, 1952). De las catorce películas que compartieron como Holmes y Watson, en las tres primeras (Sherlock Holmes contra Moriarty, El perro de los Baskerville y La voz del terror) hubo cambio de director (Alfred L. Werker, Sidney Lanfield y John Rawlins, respectivamente), pero desde la cuarta entrega, filmada tres años después, en 1942, hasta el final de la saga en 1946 el director fue el mismo, un curioso personaje llamado Roy William Neill. Nacido en un barco en alta mar pero considerado irlandés, Neill dirigió más de un centenar de películas entre 1917 y 1946, el año de su muerte, casi siempre en los márgenes de la serie B de bajos, bajísimos presupuestos, rodando en diez o quince días películas de metrajes breves (entre 60 y 80 minutos) y narrativa concentrada pero con especial talento para la puesta en escena, el diseño de ambientes y la creación y el aprovechamiento de atmósferas de misterio y suspense. Su eficacia le valió a Neill ser inicialmente escogido para filmar Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938), que terminaría dirigiendo Alfred Hitchcock.

La serie de películas de Holmes y Watson dirigidas por Neill y sus antecesores y protagonizadas por Basil Rathbone y Nigel Bruce se caracterizan por la simplificación psicológica de los personajes, especialmente la de Watson, al que se reduce a la caricatura popular, la de una mente sencilla, llana, destinada únicamente a admirar la capacidad de deducción de su amigo y a ofrecerle ayuda material, contribuyendo así decisivamente a que la memoria colectiva de millones de lectores y espectadores haya identificado a Watson con sus atributos y estética cinematográficos. Neill, además de dotar a las historias del consabido humor inglés, repleto de sarcasmos, ironías y diálogos y réplicas chispeantes, suele conservar el hilo general de los relatos de Conan Doyle si bien introduce notables variaciones, en ocasiones de tipo narrativo por mera eficiencia cinematográfica y siempre, en otra de sus características como adaptador holmesiano, retrasando el contexto temporal victoriano en que tienen lugar las aventuras de sus protagonistas para acercarlos a la actualidad de los años treinta y cuarenta del siglo XX. De hecho, a menudo el cuerpo central del relato literario se altera convenientemente para ajustarlo a la realidad histórica y política del momento del rodaje, introduciendo tramas de espionaje o resonancias bélicas propias de la Segunda Guerra Mundial. Como resultado de este proceso de traslación que, sin embargo, captura y mantiene la esencia de la creación de Conan Doyle, en especial en cuanto a la personificación escrupulosamente respetuosa con su descripción literaria que del detective hace Rathbone, hay de todo, cintas coyunturales y modestas, películas brillantes alejadas por completo del contexto bélico –como la última de la serie, Vestida para matar (Dressed to Kill, 1946)- pero también títulos excelentes como Sherlock Holmes frente a la muerte (también llamada Sherlock Holmes desafía a la muerte o, simplemente, Desafiando a la muerte), de 1943, adaptación del relato El ritual de los Musgrave, La garra escarlata (Sherlock Holmes and the Scarlet Claw, 1944) o El caso de los dedos cortados, también titulada Sherlock Holmes y la mujer de verde (The Woman in Green, 1945), importante además porque supone la culminación –por completo alejada del original literario– de la relación Holmes-Moriarty. No obstante, en plena Segunda Guerra Mundial, y como ocurre con otros clásicos contemporáneos (el caso más llamativo y exitoso pero en modo alguno único es sin duda Casablanca, de 1942), resultan prácticamente inevitables los mensajes de índole patriótica o intervencionista (dirigidos estos últimos al espectador norteamericano en el contexto del debate entre aislacionismo e intervencionismo) que contienen varias de estas películas. Así, en la citada La garra escarlata, cuya trama se desarrolla en Canadá, se alude explícitamente a este país como necesario eslabón geográfico, moral y espiritual en el entendimiento angloamericano; por otra parte, en Sherlock Holmes en Washington (1943) se aplaude abiertamente la participación norteamericana en el bando aliado, con manifiesta exaltación de los valores y principios que la democracia americana dice proclamar y defender. Tan burdo ejercicio de propaganda, hoy ridículo, no cabe ser considerado en absoluto banal. Ante un caso similar al de Casablanca, el de La señora Miniver (Mrs. Miniver, William Wyler, 1942), Winston Churchill llegó a afirmar que la película había hecho más por el esfuerzo bélico británico que toda una flotilla de destructores. Por otro lado, en un plano ajeno a la guerra, hay una nota curiosa que une la obra maestra de Michael Curtiz con la figura de Sherlock Holmes: de la misma manera que en Casablanca nunca se pronuncian dos frases que han pasado a la posteridad como propias de la película (“tócala otra vez, Sam” y “siempre nos quedará París”), el Sherlock Holmes de Conan Doyle nunca llega a decir una expresión que el cine ha convertido en personal e intransferible, su famoso “elemental, querido Watson”; sólo en dos ocasiones, al comienzo de El perro de Baskerville y en el relato La aventura del jorobado, Holmes recurre al término “elemental” en una formulación aproximada, pero no exacta.

Junto a Basil Rathbone, el otro rostro tradicionalmente identificado con Sherlock Holmes es el de Peter Cushing, y eso a pesar de que solamente encarnó al detective en una película, El perro de Baskerville (The Hound of the Baskervilles, Terence Fisher, 1959). Su popularidad como Holmes se debe a tres factores. En primer lugar, el estreno de esta película en plena era del cine de terror producido por la compañía británica Hammer, en una serie de títulos que recuperaban las fuentes clásicas del terror cinematográfico (personajes como la Momia, el monstruo de Frankenstein, el conde Drácula, el doctor Jekyll y Mr. Hyde o el hombre lobo) y que destacaron por la cuidada ambientación, la elaborada recreación de atmósferas misteriosas e inquietantes, el excelente empleo de la fotografía en technicolor y también por la participación de un grupo de intérpretes carismáticos y reconocibles (el mismo Cushing, André Morell y, sobre todo, Christopher Lee). Además, Peter Cushing volvió a dar vida a Sherlock Holmes en dos ocasiones más para la televisión británica, primero en una serie emitida entre 1964 y 1968, y más tarde en el telefilme Sherlock Holmes y la máscara de la muerte (Sherlock Holmes and the Masks of Death, Roy Ward Baker, 1984), acompañado por John Mills. Por último, el ajustado encaje de la fisonomía de Cushing a la descripción literaria que Conan Doyle hace de su detective ha convertido al actor londinense en el favorito de los más veteranos seguidores de las películas holmesianas, al menos hasta la reciente irrupción de nuevas variantes televisivas. En el caso de esta versión de 1959 del misterio de los Baskerville, Cushing es Sherlock Holmes y Morell el doctor Watson, quedando para Christopher Lee el papel del heredero sir Henry Baskerville. Curiosamente, Lee interpretó poco después a Sherlock Holmes en la coproducción germano-británica, El collar de la muerte (Sherlock Holmes und das Halsband des Todes, 1962), codirigida también por Terence Fisher junto a Frank Winterstein, y que gira en torno a una reliquia de Cleopatra que trae de cabeza a Scotland Yard.

Los setenta son muy importantes en el ciclo de adaptaciones de las aventuras de Sherlock Holmes. Comienzan con la accidentada aunque espléndida aproximación al personaje que filma Billy Wilder, La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), escrita por Wilder y su compinche I. A. L. Diamond a partir de la refundición de varias historias de Holmes y Watson y de cierta reinterpretación popular de los personajes, de sus aventuras y de su relación. Así, al mismo tiempo que resulta una versión canónica de las andanzas de la pareja en el Londres victoriano (en particular, se trata probablemente del mejor trabajo de dirección artística de cualquiera de las historias holmesianas en el cine; su recreación del 221B de Baker Street es para descubrirse), introduce a Mycroft (de nuevo Christopher Lee), el hermano de Holmes que trabaja para el gobierno británico bajo la tapadera del Club Diógenes, y reproduce con milimétrica exactitud la atmósfera, el ambiente y la caracterización interior y exterior de los inmortales personajes de Conan Doyle, ofrece una historia plenamente original en el marco del espionaje prebélico de la incipiente Gran Guerra que destaca por el empleo sin cortapisas del vitriólico humor wilderiano para mofarse de los tópicos más extendidos en torno a la caracterización del personaje. Unos lugares comunes de los que se queja airadamente el propio Holmes como si de un personaje real caricaturizado en los relatos de su amigo Watson se tratara; de hecho, habla amargamente del vestuario, de la pipa y de los experimentos químicos, de su rebajada solución de cocaína al siete por ciento y de la afición al violín con los que le identifican los lectores de Watson en el Strand Magazine, y que se ve obligado a utilizar para no decepcionar a sus seguidores. Wilder y Diamond ironizan sobre la relación de Holmes con las mujeres a través de la espía alemana que interpreta Geneviéve Page, e incluso sobre la presunta homosexualidad de Holmes y Watson en la excepcionalmente humorística apertura del filme en el ballet ruso y a las pretensiones de una célebre y entrada en años bailarina rusa por utilizar a Sherlock como donante de esperma. Comedia, una excepcional partitura de Miklós Rózsa, diálogos llenos de sarcasmo y un misterio a resolver de primer nivel y con una conclusión igualmente irónica y romántica (brillante colofón en el lago Ness, encadenando el mito holmesiano a la leyenda del famoso monstruo, haciendo de paso escarnio de algunas de las supuestas virtudes del carácter británico y mostrando cierta sensibilidad amorosa del detective) se unen en una película cuya realización fue largamente perseguida por Wilder pero que, salpicada de incidencias (por ejemplo la incapacidad del protagonista, Robert Stephens, actor de teatro, para adecuarse al ritmo de trabajo de un rodaje, su desánimo y su afición al alcohol) e inacabada en cuanto a resultado final (diversos problemas de montaje, abandonado sin más explicaciones por Wilder, con pérdida de tomas y de bandas de sonido han hecho que la versión conservada esté seriamente mutilada), constituyó una de sus mayores decepciones y abrió la puerta a una decadencia de varios (e injustificados) fracasos de crítica y público arrastrados durante la década que desembocaron en una prematura retirada del cine a principios de los ochenta. Sin embargo, vista hoy no es sólo seguramente la mejor adaptación a la pantalla del universo de Holmes y Watson en toda la historia del cine y la televisión (a pesar de o tal vez precisamente gracias a su intención irreverente), sino que también se trata de una de las mejores películas de la espléndida filmografía de Billy Wilder, repleta de películas notables y con un buen puñado de obras maestras en su haber.

La importancia añadida de la obra de Wilder radica en que, desde este momento, las adaptaciones de la obra de Conan Doyle transitarán por una de estas dos vías: la voluntad de fidelidad al texto literario y a la imagen tradicional del personaje o la introducción con mayor o menor fortuna de novedades, variantes, nuevas vertientes narrativas y reinvenciones de todo tipo.

Así, en El detective y la doctora (They Might Be Giants, Anthony Harvey, 1971) un paciente desequilibrado (George C. Scott) que se cree Sherlock Holmes arrastra a su psiquiatra, Mildred Watson (Joanne Woodward), por todo Manhattan tras las huellas de un supuesto profesor Moriarty; en El hermano más listo de Sherlock Holmes (The Adventure of Sherlock Holmes’ Smarter Brother, Gene Wilder, 1975), un inventado Sigerson Holmes, después de treinta años a la sombra de su famoso hermano, se ve envuelto en un extraño juego de pistas, identidades falsas y líos de alcoba en una disparatada y absurda aventura en la que Gene Wilder está acompañado de Marty Feldman, Madeline Kahn y Don DeLuise; en Elemental, doctor Freud (The Seven-per-cent Solution, Herbert Ross, 1976), la historia juega con un hipotético encuentro entre Holmes, Watson y Sigmund Freud en el marco de un tratamiento para superar la adicción del detective a la cocaína, interrumpido por un extraño caso en el que está involucrada una de las pacientes del médico vienés; en The Strange Case of the End of the Civilization as We Know It (Joseph McGrath, 1977), protagonizada por el Monty Python John Cleese, lo que se produce es un enfrentamiento entre los nietos de Holmes y Moriarty. Paralelamente, también en este marco innovador pero más próximas al tratamiento literario del personaje, encontramos la película para televisión Sherlock Holmes en Nueva York (Sherlock Holmes in New York, Boris Sagal, 1976), con un reparto de lujo encabezado por Roger Moore, el cineasta John Huston, Patrick Macnee y Charlotte Rampling que no logra dignificar el conjunto; una enésima versión de El perro de los Baskerville (1978) con Peter Cook y el cómico Dudley Moore; y, fundamentalmente, una de las más efectivas adaptaciones del universo de Conan Doyle a la pantalla, Asesinato por decreto (Murder by Decree, Bob Clark, 1979), por más que sorprenda aunando las aventuras de Holmes y Watson con los célebres crímenes de Jack el Destripador. Situada en 1888, Scotland Yard no tiene más remedio que acudir a Sherlock Holmes y al doctor Watson para esclarecer la identidad del famoso asesino de prostitutas de Whitechapel, en una investigación que comienza en lo ya conocido y se va complicando hasta involucrar a la alta sociedad londinense, la masonería y ciertos elementos de la familia real en una misteriosa conspiración. Christopher Plummer, James Mason, Susan Clark, David Hemmings, Anthony Quayle, John Gielgud, Donald Sutherland, Frank Finlay y Geneviève Bujold componen el excelente reparto de una película prometedora pero irregular, en última instancia fallida.

El Sherlock Holmes más tradicional queda para la televisión. Súbitamente, el inmortal detective de Arthur Conan Doyle parece abandonar definitivamente la gran pantalla para meterse en el salón de casa a través de una serie de producciones de distintas nacionalidades que conservan y recrean las esencias más puras del personaje. En el mismo 1979, además de una breve serie norteamericana, comienzan las soberbias producciones televisivas soviéticas protagonizadas por Vasily Livanov y Vitali Solomin. Desde entonces y hasta 1986 se producirán cinco largometrajes televisivos que adaptan algunas de las narraciones más populares de Conan Doyle (por supuesto, El perro de los Baskerville, pero también Estudio en escarlata o El signo de los cuatro), y que destacan por el extremo cuidado en la adaptación literaria y el meticuloso perfeccionismo de una sobresaliente dirección artística que recrea a la perfección la Inglaterra victoriana sin salir de la Unión Soviética. Estados Unidos, Reino Unido y Australia son otros países que producen a mediados de los ochenta distintos programas televisivos sobre las aventuras de Sherlock Holmes, de nuevo con El perro de los Baskerville como título principal, y con la curiosidad de ver a Frank Langella interpretando a Holmes en un telefilme de 1981. En este apartado destaca la producción británica de Granada TV protagonizada por Jeremy Brett y Edward Hardwicke, que durante diez años (1984-1994) ofrecerá más de veinte capítulos de sesenta minutos con adaptaciones de los relatos de Conan Doyle y una serie de capítulos especiales con duración de largometraje con los principales títulos protagonizados por Holmes y Watson. El respeto a la fuente literaria y la perfección británica en el tratamiento y traslado de clásicos de época a la pantalla hacen de la serie uno de los vehículos más fiables y disfrutables en el acercamiento a la figura de Sherlock Holmes desde la televisión. En el mismo año (1984), sin embargo, irrumpe en las pantallas occidentales la serie animada sobre Sherlock Holmes creada por el maestro japonés de la animación Hayao Miyazaki, y que hoy es casi un producto de culto para quienes eran niños a mediados de los ochenta. A lo largo de veintiséis capítulos, con los personajes encarnados en perros, los fascinantes casos creados por Conan Doyle venían salpicados de mucho humor, trepidante acción, finales sorprendentes y un estrafalario profesor Moriarty que anticipaba por mucho la actual moda del steampunk.

Con todo, la película crucial de los ochenta, al menos en cuanto a nivel popular y por su contribución al mantenimiento del recuerdo y la vigencia de Holmes entre el gran público, especialmente entre los jóvenes, es El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985). Dirigida por Barry Levinson pero producida por la factoría de Steven Spielberg y con guión de Chris Columbus, la historia fantasea con unos adolescentes Holmes y Watson que coinciden como alumnos de un internado londinense, donde forjan su larga amistad de años enfrentándose a un siniestro y desconcertante caso surgido de una sucesión de extrañas muertes cuyo móvil parece tener que ver con ancestrales rituales con origen en el Egipto antiguo. Entregada a todo tipo de excesos fantásticos y efectos especiales, la película respeta no obstante la esencia de los personajes de Conan Doyle, fabula con mucho ingenio y talento sobre el origen y el posterior desarrollo de su relación sin traicionar la naturaleza de Holmes y Watson ni sus rasgos principales. Magnífica en cuanto a puesta en escena, atmósfera y dirección artística, resulta asimismo brillante al desvelar una explicación alternativa a la eterna enemistad entre Moriarty y Holmes, apuntando a la ruptura de su vínculo de maestro y discípulo al situarse cada uno de ellos a un lado de la línea que divide el bien y el mal (excepcional resolución, la de esta cuestión, una vez concluidos los créditos finales, tal vez con vocación de continuidad en una secuela que nunca vio la luz). En suma, la obra es un perfecto producto de entretenimiento destinado a facilitar la exitosa aproximación del público joven a los personajes y la obra de Conan Doyle.

De finales de los ochenta es otra rareza holmesiana, Sin pistas (Without a Clue, Thom Eberhardt, 1988). Se trata de una delicia semidesconocida que juega con la idea de un detective real, el doctor John Watson (Ben Kingsley), que, debido a su nulo carisma, su poca empatía con la policía y su escaso atractivo físico, crea un personaje, Sherlock Holmes, para que encarne en sus relatos las aventuras que el propio Watson ha protagonizado en la realidad, y cuya narración publica puntualmente en el Strand Magazine londinense para el disfrute del público. El problema es que inventarse un cerebro contra el crimen exige encontrar alguien que lo encarne, y sólo tiene a mano a un actor vago, borrachín y mujeriego (Michael Caine) que por tanto es desordenado, indisciplinado y difícil de manejar. La película abarca así un triple plano: el plenamente investigador, con el robo de las planchas que utiliza el Tesoro Británico para imprimir las libras esterlinas; el juego realidad-ficción, con Watson como un personaje real que vive aventuras reales contadas en la prensa londinense pero cuyo protagonismo atribuye a un personaje de ficción inventado por él y encarnado por un actor contratado que sin embargo para el público es tan real como él mismo, o incluso, al poseer el atractivo del que Watson carece, más que él mismo; por último, la comedia pura, el choque de caracteres, la disparatada relación entre el auténtico detective, el doctor Watson, y el relaciones públicas que se ha buscado para vender su producto entre el público, Sherlock Holmes, y que produce una serie de momentos hilarantes repletos de torpezas, malos entendidos y dignos del mejor humor británico. Por si fuera poco, el reparto principal está acompañado de nombres como Jeffrey Jones, Paul Freeman o Nigel Davenport.

Los noventa son también eminentemente televisivos. La serie de Jeremy Brett y Edward Hardwicke compite con otra producción británica protagonizada por Christopher Lee y Patrick Macnee (1992). La gran sorpresa, además de la exótica Sherlock Holmes en Caracas (Juan Fresan, 1991), la constituye El crucifijo de sangre (The Crucifer of Blood, 1991), protagonizada por Charlton Heston con mayor solvencia de la esperada, y dirigida por su hijo Fraser. De inmensa tontería puede calificarse, en cambio, El regreso de Sherlock Holmes (1994 Baker Street: Sherlock Holmes returns, Kenneth Johnson, 1993), en la que el detective, una vez Moriarty ha sido vencido, inventa una fórmula para retrasar su envejecimiento y se traslada a la moderna ciudad de San Francisco, en la que combate el crimen ayudado por la doctora Winslow. Un absoluto engendro que, no obstante, no anda demasiado lejos (en cuanto a planteamiento; nada que ver en lo que se refiere al cuidado en la producción) de la actual serie televisiva Elementary que, protagonizada por Jonny Lee Miller y Lucy Liu, se emite desde 2012 y se sitúa en la Nueva York contemporánea. De la variopinta ensalada holmesiana en pantalla grande y pequeña de la segunda mitad de los noventa y de los inicios del siglo XXI (teleseries y películas de animación en Estados Unidos, Japón, Canadá y Reino Unido) destaca otra curiosidad, Ó xangô de Baker Street (Miguel Faria Jr., 2001), producción brasileña encabezada por los portugueses Joaquim de Almeida y Maria de Medeiros en la que Holmes y Watson viajan a Río de Janeiro para investigar la misteriosa desaparición de un violín propiedad de Sarah Berndhardt.

El siglo XXI sigue siendo plenamente holmesiano. Además de Elementary y del evidente uso por parte de los creadores de la serie House (2004-2012) de la personalidad de Holmes como plantilla para la definición del médico protagonista, Guy Ritchie ha adaptado a la pantalla (en dos ocasiones, pronto en una tercera, y siempre con pésimos resultados) tebeos inspirados en Holmes y Watson. Media docena de películas televisivas (norteamericanas y británicas), en especial la interesante El extraño caso de Sherlock Holmes y Arthur Conan Doyle (The Strange Case of Sherlock Holmes & Arthur Conan Doyle, Cilla Ware, 2003), que habla de la relación entre el estudiante de medicina y escritor y su mentor universitario, el ya mencionado Joseph Bell, y que cuenta, entre otros, con Brian Cox y Emily Blunt en el reparto, preparan la llegada en 2009 del último hito holmesiano, la serie producida por la BBC que introduce a Holmes y Watson en el mundo actual. Benedict Cumberbatch y Martin Freeman son los protagonistas de una serie convertida en objeto instantáneo de culto cuya mayor virtud, además de las espléndidas interpretaciones, consiste en adaptar las historias de Sherlock Holmes a un mundo tecnológicamente avanzado a su plano temporal originario sin que se pervierta ni se adultere la naturaleza de los personajes ni, lo que es más importante, la construcción de las intrigas y de su resolución, aunque convenientemente adaptados al contexto de la modernidad y al empleo de los medios tecnológicos actuales. Ingeniosamente creativa y repleta de humor, Cumberbatch y Freeman se han convertido en indiscutibles iconos televisivos, y garantizan con nuevas entregas la pervivencia del mito de Sherlock Holmes durante mucho tiempo.

Todo lo contrario que la bochornosa Holmes & Watson. Madrid days (José Luis Garci, 2012), horrible, ridícula, penosa película que no hace honor ni a los personajes ni a Conan Doyle ni a la cinefilia de su director, tan imprescindible como escritor de libros de cine y divulgador de la etapa del Hollywood clásico como olvidable en lo que a sus últimos años de carrera como cineasta se refiere. Mucho más presentable pero irregular en cuanto a tono y contenido, Mr. Holmes (Bill Condon, 2015) presenta a un detective (Ian McKellen) ya anciano (Watson ya ha fallecido), retirado en el campo y dedicado a la apicultura que empieza a sufrir pérdidas de memoria al tiempo que intenta resolver un último caso. Las futuras temporadas de serie de la BBC y la nueva película de Guy Ritchie, por más que sus adaptaciones de tebeos con Robert Downing Jr. y Jude Law dejen bastante que desear, proyectan la larga sombra de Sherlock Holmes en los próximos años. No puede ser de otra manera ya que las historias de Holmes y Watson, esos Don Quijote y Sancho británicos, y sus posibles variantes (en la nómina de relatos de Holmes y Watson las obras escritas por el propio Conan Doyle son ya minoría) son inagotables, imperecederas, irrenunciables, un lugar al que siempre es bueno y conveniente volver. Porque, como el autor escocés puso en labios de su detective, “cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por muy improbable que parezca, debe de ser la verdad».

Cine de verano: El pibe Cabeza (Leopoldo Torre Nilsson, 1975)

Historia de la carrera como delincuente de Rogelio Gordillo, alias «el Pibe Cabeza» (Alfredo Alcón), que al frente de una banda de atracadores y asesinos aterrorizó la Pampa argentina y la ciudad de Buenos Aires en la década de los años 30 del pasado siglo.

Música para una banda sonora vital: Fat City (John Huston, 1972)

Help Me Make it Through the Night, de Kris Kristofferson, acompaña el inolvidable inicio de esta modesta obra maestra de John Huston, adaptada por Leonard Gardner a partir de su propia novela, historia de un veterano púgil en decadencia (Stacy Keach) que sale adelante trabajando como temporero agrícola en Stockton (California), donde conoce a un joven que también quiere ser boxeador (Jeff Bridges). Fat City, absurdamente subtitulada en España, Ciudad dorada, es una expresión de la jerga del boxeo norteamericana que significa «Paraíso en la Tierra». Un comienzo espléndido que sitúa perfectamente el tono, el tempo y el espacio de esta película magnífica.

Todo pasa y todo queda: Las ballenas de agosto (The Whales of August, Lindsay Anderson, 1987)

 

Lo que primeramente apabulla y emociona de la última película en la carrera del británico Lindsay Anderson son las toneladas de historia del cine que acumula por centímetro cuadrado de celuloide. Apabulla por su nómina de intérpretes, Lillian Gish, Bette Davis y Vincent Price, acompañados de Ann Sothern y Harry Carey Jr., al pensar en el balance de sus filmografías, recapitular sus títulos, los cineastas, actores y técnicos con los que trabajaron, incluido el propio Anderson, sus largas trayectorias y su crucial contribución conjunta a la génesis y la evolución del arte cinematográfico y al impacto que este ha tenido en públicos de todo el mundo durante generaciones. Emociona, porque se trata de una película de despedidas: última película de Gish y de Anderson, penúltima de Davis, una de las últimas de Price… El peso de esa historia se percibe en cada fotograma, en particular en la única escena en que los cinco personajes principales comparten espacio, pero muy especialmente en dos que protagonizan Lillian Gish y Bette Davis: cuando la primera cepilla el largo cabello blanco a la segunda; cuando ambas pasean por el agreste jardín exterior a su casa de la costa y se acercan, probablemente juntas por última vez, a ver las ballenas que cada año visitan ese enclave del noreste estadounidense, una pequeña isla del estado de Maine.

Sarah (Gish) y Libby (Davis) son dos hermanas, ambas viudas desde hace mucho tiempo y con una fuerte dependencia mutua, que además son amigas estrechas y sinceras, y que durante más de sesenta años se han reunido en esa casa de la costa para pasar juntas el verano (un breve prólogo en blanco y negro, con Mary Steenburgen, Margaret Ladd y Tisha Sterling, ilustra ese mismo periodo durante uno de sus veranos de juventud). Aunque sus mejores años quedaron atrás y sus grandes ilusiones se fueron diluyendo, continúan muy unidas a pesar de que la ceguera que padece Libby le ha agriado el carácter, la ha vuelto más irascible, intolerante, antipática, malhumorada; en cambio, Sarah todavía conserva curiosidad por las cosas, un optimismo vitalista, un gusto por relacionarse con sus vecinos, como Tisha (Sothern), su otra gran amiga desde la infancia, o el señor Maranov (Price), un hombre maduro de origen ruso. El puzle humano que rodea a las hermanas lo completa Joshua (Carey Jr.), una especie de hombre para todo, que lo mismo hace recados que arreglos y obras, hombre de talante mucho más vulgar y ordinario que las refinadas hermanas y sus amistades más íntimas. Juntos conforman un ecosistema humano como congelado en el tiempo, que se nutre de recuerdos y evocaciones y de la serenidad y placidez de un entorno pletórico de luz y naturaleza.

El encanto de una puesta en escena cuidada al detalle en el vestuario, los enseres y los decorados, así como la caracterización de esa casa de verano anclada en el pasado, viene aderezada con una preciosista fotografía de Mike Fash que no se limita a ser «bonita», a crear cuadros de hermosura impersonal y estéticamente vacua, sino que tiñe las imágenes de un tono de nostalgia casi onírica, de un velo añejo que se manifiesta en los reflejos de la luz en la cristalería, en los aromas anaranjados la caída del sol al atardecer, en la sustitución de la luz natural por la de las velas, en el esplendor luminoso del mediodía. La dirección artística brilla con idéntica meticulosidad en su labor de ambientación (se trata de un plano temporal no explícito situado en algún momento del final de los años cuarenta o principios de los cincuenta), y en particular en la confección del universo personal, y también compartido, entre las dos hermanas plasmado en los objetos y reliquias de su vida pasada que veneran en su soledad: las cajas de recuerdos, las fotografías de padres, hermanos y esposos ya fallecidos, los libros, las postales… O ese mechón de cabello oscuro que la ciega Libby extrae a tientas de su receptáculo para acercárselo a la cara y sentirlo lo hizo antaño. En este clima tienen lugar pequeñas conversaciones teñidas de amor y amistad, pero también de esporádicos desencuentros, rencores y cuentas pendientes, que saborean el tiempo superado y las oportunidades perdidas, desde la marcha del señor Maranov de la Rusia de su niñez a la construcción de un nuevo y amplio ventanal que multiplique las hermosas vistas desde el salón de la casa, pasando por los pequeños cotilleos de la vecindad, las cuitas de los hijos que viven lejos o los conocidos que acaban de pasar a mejor vida. A causa de una de estos decesos recientes, el señor Maranov se queda sin alojamiento, ya que habitaba en la casa de huéspedes que la fallecida regentaba, y de ahí surge un pequeño conflicto entre las hermanas: mientras que Sarah, más abierta a la vida, incluso a la coquetería, vería con buenos ojos que Maranov se hospedara temporalmente con ellas, Libby se niega rotundamente y no tiene el menor reparo en decírselo con claridad, sin cuidarse demasiado de las formas.

Película de detalles, miradas, silencios y sobreentendidos, el tedio aparente no es más que una capa que, como la luz tenue que impregna todo el filme, recubre la verdadera naturaleza que late bajo él, pasiones adormecidas pero no desaparecidas, amores suspendidos, nostalgias veladas, recuerdos aletargados, un suave devenir hacia un punto final que solo se mira de reojo, del que se es consciente pero al que se rehuye mediante la repetición cotidiana de tareas y la ocasional entrega a los pequeños alicientes del día, pintar un rato en el jardín, regodearse en los aromas, las flores y los frutos de la primavera, detenerse en el canto de los pájaros, pasear hasta el acantilado para recibir el viento en la cara, otear desde lejos el rastro acuático de las ballenas… La vida fluye por ese enclave de la costa sobre el que los individuos pasan pero que nunca se detiene. En esa atmósfera de paz y quietud destaca la labor de unos intérpretes que, en cierto modo, hacen de sí mismos, de seres humanos dotados de una profunda humanidad amortizada que se niega a rendirse, a caducar, a pesar de las amarguras puntuales y de las esperanzas desvanecidas en el tiempo. Gish y Davis brillan con su carga de veteranía y saber hacer (imprescindible la versión original), a un tiempo asombrosas y patéticas, actrices enormes y presencias encogidas, que se mueven a sus anchas en un texto a su medida, escrito por David Berry a partir de su propia obra teatral, en las que pesan tanto las palabras como sus gestos y, sobre todo, sus rostros, sus manos sarmentosas, sus grandes ojos húmedos aún llenos de vida, y también de bagaje, sus andares torpes y encorvados, su dimensión física reducida en inversa proporción al tamaño de su leyenda.

Lindsay Anderson, rara avis entre sus compañeros del Free Cinema británico de antaño (Tony Richardson, Karel Reisz, Richard Lester, John Schlesinger…), que nunca quiso probar a hacer carrera en Hollywood, se despide del cine con este hermoso y elocuente canto a la vida, a la madurez y la vejez, al final de la vida, que es también, en cierto modo, a la altura de 1987, un adiós a un Hollywood que ya no existía, encarnado en varios de sus mitos.

Cine de verano: La maffia (Leopoldo Torre Nilsson, 1972)

Drama argentino en torno al secuestro del vástago de una acaudalada familia por parte de unos matones del crimen organizado que deciden operar por su cuenta, y de las consecuencias que tiene su trágica resolución para todos los implicados. Situada en la comunidad de origen italiano durante los años de Mussolini en el gobierno, ofrece un retrato de la corrupción, las luchas de poder y la supervivencia entre bandas en un clima de atracción y simpatías por el fascismo italiano y su importación a Argentina.

Como dicen los malos telefilmes, basada en hechos reales, pero muy alejada de la calidad de aquellos.

Música para una banda sonora vital: Pasolini (Abel Ferrara, 2014)

Una voce poco fa, aria de Il barbiere di Siviglia de Gioachino Rossini, adorna esta película de Abel Ferrara sobre las últimas horas de Pier Paolo Pasolini, en la que destaca especialmente la interpretación de Willem Dafoe. La intérprete elegida, como no podía ser de otra forma, tratándose de una amiga personal del cineasta italiano y protagonista de Medea (1969), es Maria Callas.

Terrores cotidianos: Dejad paso al mañana (Make Way for Tomorrow, Leo McCarey, 1937)

Su talante conservador ha privado a Leo McCarey de mayor reconocimiento entre buena parte de los historiadores del cine y de la crítica, en particular la llamada progresista, especialmente la europea, y como consecuencia, su trabajo, salvo escasas excepciones -como Sopa de ganso (Duck Soup, 1933), para muchos la mejor película de los hermanos Marx- no ha gozado entre el público de la debida repercusión y de la aceptación que debería si atendemos al grado de calidad de sus películas y de su competencia como guionista y director. Sentenciado por los críticos de izquierdas de los sesenta y setenta a causa de sus dramas sentimentales en clave más o menos religiosa –Siguiendo mi camino (Going My Way, 1944) y su secuela Las campanas de Santa María (Bells of St. Mary’s, 1945), o su última película, Satanás nunca duerme (Satan Never Sleeps, 1962)- y de sus apoteosis románticas en las dos versiones de Tú y yoLove Affair (1939), An Affair to Remember (1957)-, se le ha subestimado sin cesar a pesar de la admiración confesa de cineastas como John Ford, Orson Welles («McCarey haría llorar a las piedras») o Frank Capra y de su fundamental contribución a la comedia como género durante los años veinte y treinta, «descubriendo» a Stan Laurel y Oliver Hardy como pareja humorística, dirigiendo Torero a la fuerza (The Kid from Spain, 1932), la mejor cinta de Eddie Cantor, aceptando la dirección de su película con los Marx (que McCarey despacha sucinta e injustamente sin atribuirse mérito alguno), facilitando la transición al sonoro de Harold Lloyd en La vía láctea (The Milky Way, 1936) o a través de la aportación decisiva al género screwball, a la altura del propio Capra, de Preston Sturges, Mitchell Leisen, Howard Hawks o Gregory La Cava, que supone La pícara puritana (The Awful Truth, 1937). En ese mismo año, McCarey pasa de la comedia loca al drama de sentimientos con esta maravillosa pieza que destapa algunas miserias de uno de los conceptos de los que se nutre la ideología conservadora del director: la familia.

Un anciano matrimonio (Victor Moore y Beulah Bondi) reúne a cuatro de sus hijos, independizados ya hace tiempo (un quinto vive en California), para comunicarles su estado de ruina financiera sobrevenida y el hecho de que pronto van a ser desahuciados de la casa en la que han vivido, y en la que han nacido y crecido todos ellos. Los hijos arrastran sus propios problemas personales, económicos y laborales, y las limitaciones de sus vidas y las estrecheces entre las que se desenvuelven hacen que ninguno de ellos pueda hacerse cargo de la pareja, por lo que la única solución que encuentran es repartirse a sus padres: George (Thomas Mitchell) se queda con la madre, y su hermana Nellie (Minna Gombell), con el padre. Aunque esta medida es, en principio, transitoria, ya que Nellie, que sí puede disponer de espacio para ambos, precisa de algún tiempo para convencer a su marido de que vayan a vivir con ellos, la separación supone un duro trauma añadido para unos ancianos que han vivido juntos durante décadas. De pronto, Barkley y Lucy Cooper han perdido su autonomía, las riendas de su vida en común, y han de someterse a un nuevo régimen, el uno sin el otro, que además se encuentra mediatizado por una nueva fuerza que ellos en ningún caso aplicaron a la educación de sus hijos: el egoísmo. Privados a su vez de su libertad de acción, George y Nellie, la mujer (una espléndida Fay Bainter) y la hija de él (Barbara Read), y el marido de ella (Porter Hall), pronto se ven incomodados y sus hogares perturbados por la presencia de los ancianos, que alteran las rutinas diarias, entorpecen sus dinámicas cotidianas, se entrometen en sus asuntos o dificultan las tareas o la toma de decisiones, por no hablar de sus necesidades médicas o logísticas o de sus naturales intentos por mantener sus hábitos y costumbres en espacios que les son ajenos (lo que obliga, en ocasiones, a intentar quitarlos de en medio: por ejemplo, la secuencia en que Lucy es enviada al cine, o abandonada en él). El contraste entre el amor y la dedicación (en elipsis) con que los Cooper criaron a sus hijos y la serie de mezquindades y regateos con los que son recibidos por estos ya mayores e independientes (si es que tal cosa es posible), genera una atmósfera al mismo tiempo tierna y emotiva, pero también, a su manera, desasosegante, triste, penosa e incluso terrorífica.

Película de sensibilidad y mirada depurada equiparable a los tratados familiares que son propios del cine del japonés Yasujiro Ozu, en especial Cuentos de Tokio (Tokyo monogatari, 1953), constituye un doble retrato: el de la vejez y el deterioro físico y la pequeña historia personal de cómo este inevitable proceso afecta a individuos particulares, y el general de una sociedad que considera a estas personas, en tanto que improductivas, como amortizables, prescindibles, marginales, en un clima socioeconómico construido sobre la base del trabajo, el consumo, el ocio y la diversión (así, los repetidos intentos de Barkley de conseguir un trabajo con el que, al principio, impedir su desahucio, y después, procurarse los medios con los que costear una nueva vida junto a Lucy, aunque sea en precario). En este punto, la secuencia más ilustrativa es aquella en la que la anciana Lucy interrumpe e interviene en las clases de bridge de Anita, para las que recibe a varios grupos de personalidades encopetadas que buscan acrecentar su buena presencia social adquiriendo destrezas y aprendiendo trucos para desenvolverse adecuadamente en este popular juego de cartas; la evolución de la secuencia, desde la contrariedad inicial a las progresivas simpatías y el interés sincero que despierta entre todos las conversaciones telefónicas de Lucy, seguidas como si de un lance del juego lleno de incertidumbres se tratara, combinan la sensibilidad con la que se trata el argumento con un humor sutil e irónico que no abunda en la hora y media de metraje. Un tono ligero y sensible que va cerrándose en torno al aire de tragedia cuando Nellie advierte de que no puede cumplir su compromiso y la única salida es ahondar en la separación de los padres, enviando a Barkley a California, con el quinto de sus hijos, pretextando problemas de salud y la conveniencia de instalarse en un lugar de clima más adecuado; al mismo tiempo, la «insostenible» situación de George y Anita no tiene más remedio que enviar a la anciana a una residencia. Aquí se abre una segunda línea temática, que es la de la nostalgia, igualmente asociada al tema de la vejez: en sus últimas horas juntos en Nueva York, Barkley y Lucy recuperan sus días de juventud, visitan los lugares que transitaron, retoman vivencias y sensaciones, y aquí sí, encuentran a quien está dispuesto a escucharles, a facilitarles las cosas, a hacerse eco de su pasado y de su presente, obviando el futuro que todos adivinan.

Prodigio de humanidad y calidez, la película, escrita por Viña del Mar y Helen y Norah Leary a partir de la novela de Josephine Lawrence y del poema de Leo Rubin, transcurre lenta pero incesantemente hacia el desagarro y la culpa, afrontada de manera diferente por los distintos personajes. Los remordimientos de George (al que su madre, en un nuevo acto de infinita generosidad, pretende hacer creer que la idea de irse a una residencia es de ella, y no de él, azuzado por Anita) se mezclan con la ligereza e incluso indiferencia de sus hermanos, que descubren demasiado tarde la naturaleza de sus acciones, mientras que los ancianos asisten, en un silencio demoledor, a la minuciosa destrucción de su vida en común, de su historia personal, a manos a aquellos a quienes consagraron su existencia. Aunque la película desborda sensibilidad y emotividad evita caer en la sensiblería y el empalagoso azucarado de situaciones, incluso destila cierto humor en momentos concretos, pero despunta notablemente en la planificación de McCarey, en particular en el uso de los primeros planos que muestran los mudos pero elocuentes rostros de Moore y Bondi. Sublime instante en este aspecto es el que constituye la secuencia final, con la pareja despidiéndose, ventanilla del tren por medio, en la estación, cuando él parte para California mientras ella queda, sola, en el arcén, bajo las promesas de un incierto reencuentro en el que ninguno de los dos cree de verdad. Acompañada del diálogo que la antecede, se trata de una de las metáforas de la muerte anticipada más brillantes que ha dado la historia del cine, y que deja en el espectador el regusto amargo de ser consciente de que en su plano personal no piensa lo suficiente en la importancia y el bienestar de quienes les dieron la vida, y que tampoco hace, no ya lo necesario o lo conveniente, sino siquiera lo suficiente. Un discurso vigente ya en 1937 que no solo no ha dejado de perder actualidad; muy al contrario, con las décadas ha ido cobrando visos de un auténtico terror y que se reviste con el tejido de una única palabra devastadora: soledad. En el eco, la imagen que abre la película, el letrero ilustrado con el cuarto mandamiento: «honrarás a tu padre y a tu madre».