Glorioso noir: El merodeador (The Prowler, Joseph Losey, 1951)

Una de las influencias más patentes en el género negro (cuando es auténtico noir, es decir, cuando la historia supera las fronteras de la intriga meramente policíaca o criminal), junto a las de la novela gótica, el relato detectivesco, el expresionismo alemán, el realismo poético francés o el cine de gánsteres de los años treinta, es la tragedia griega y, en particular, el peso que en ella representa el destino como elemento caracterizador de los personajes. Estos, en la lucha por la consecución de sus deseos, despiertan unas fuerzas adversas que se afanan en dificultar sus logros, y ante las que triunfan o sucumben según el sentido en que su destino esté escrito en los designios divinos, con independencia de sus talentos, destrezas y bondades, o también de sus malas acciones. Trasladado al género negro, este principio se manifiesta en aquellos protagonistas que se revuelven contra un sino que se les muestra implacable, al que combaten denodadamente con su astucia y todas sus fuerzas pero frente al que terminan inevitablemente por claudicar, no sin antes haber experimentado o incluso provocado grandes sufrimientos, al comprender que ese desenlace va ligado a una naturaleza íntima de la que no pueden desprenderse por más que lo intenten. Así ocurre con Webb Garwood (Van Heflin, en una de las mejores interpretaciones de su carrera), el agente de policía que una noche acude a la llamada de una mujer casada que denuncia la presencia de un merodeador en los contornos de su casa (magnífica primera secuencia, antes de los créditos, cuando la cámara subjetiva obliga al espectador a ocupar la posición del mirón, es decir, a comprender su auténtica naturaleza como espectador de cine). Una misión que cambia sus ambiciones y sella su destino, porque al fin hace emerger su auténtica personalidad.

El instante en que el destino de Webb empieza a escribirse es aquel en que se fija en el atractivo de la denunciante, Susan Gilvray (Evelyn Keyes), que se disponía a darse un baño cuando observó la cara de un hombre que la miraba desde el otro lado de la ventana (planta baja, persiana levantada y cortinas descorridas, todo hay que decirlo). Asustada, llamó a la policía, y ahí el inteligentísimo guion de Dalton Trumbo y Hugo Butler efectúa un trasvase de identidades desde el anónimo acosador inicial de la mujer al personaje de Webb quien, tras cumplir junto a su compañero de patrulla (John Maxwell) la misión de revisar los alrededores y comprobar que ya no hay nadie allí y ha desaparecido el peligro, comete su primer gran error, solamente porque no puede actuar de otro modo: de regreso a casa, finalizado ya su turno, visita de nuevo a Susan bajo el pretexto de que hacer una segunda ronda para asegurarse de que todo sigue bien es un imperativo de sus protocolos policiales. Una segunda visita que tiene como objetivo tantear el terreno, extraer e interpretar el sentido de las señales que ha creído detectar en su estancia anterior, conocer las circunstancias personales de la mujer y ver en qué medida puede satisfacer sus deseos con ella. Y no puede decirse que no estuviera en lo cierto, porque a esa segunda visita le sigue una tercera, ya vestido de paisano, en la que se desenvuelve como el dueño de la casa. Dos casualidades, o quizá no tanto, terminan de conformar en la mente de Webb un plan muy diferente al de permanecer en la policía un par de décadas antes del retiro y de una modesta pensión de jubilación: primero, se entera de que a esas horas de la noche el marido de Susan está trabajando, y precisamente no en cualquier empleo, puesto que es el locutor de una popular emisión radiofónica nocturna; segundo, mientras busca tabaco en el escritorio del famoso marido, descubre en un cajón una póliza de seguro de vida por valor de setenta y dos mil dólares. Ahora bien, ¿ha sido simple azar o bien cosa de Susan, que le ha dicho dónde guarda precisamente el tabaco su marido? Por otro lado, ella no está muy feliz en su matrimonio; al contrario, apenas puede decir nada bueno de su esposo. ¿Está incitando a Webb a alguna acción drástica para conseguir que puedan estar juntos, sin la molestia de un marido iracundo opuesto al divorcio? Sea como fuere, las circunstancias en que conoció a Susan proporcionan a Webb una vía de escape: si el marido fuera objeto de una muerte violenta, las culpas podrían recaer en cualquier merodeador.

La construcción del drama que empieza a envolver a Webb y Susan se nutre a partes iguales del guion literario y de los aciertos de Losey en los detalles de la puesta en escena. Un origen levemente común de ambos, el mismo entorno californiano en la juventud, aunque en barrios muy distintos, ella en uno residencial de casas ordenadas y césped recién cortado, él en un populoso suburbio marginal, pero coincidente en los entornos sociales (cafeterías, centros comerciales, bailes de fin de curso), les dota de una especie de pasado común que los lleva a proyectar la posibilidad de un futuro juntos. Por otro lado, Webb deja claro que fue su extracción social lo que dificultó su ascenso en la vida y lo que le obligó a ser un simple patrullero, profesión que denigra y desprecia; su sueño es convertirse en administrador de un motel de Las Vegas, aunque para eso necesitaría dinero fresco, unas decenas de miles de dólares para hacerse con él, porque confía en que se trata de un negocio seguro que procura beneficios cuantiosos. Susan, por su parte, huiría a gusto hacia ese futuro… si no estuviera casada. Todo parece apuntar al marido como único obstáculo para la felicidad de ambos (no juntos, aunque se necesiten entre sí, sino la de cada uno por separado, utilizando al otro: conseguir su sueño empresarial o escapar de una cárcel matrimonial), y así lo subraya la puesta en escena de Losey, que avanza buena parte de lo que va a ocurrir: si en su segunda visita, todavía de uniforme pero fuera de servicio, Webb deposita su gorra de policía sobre la radio en la que resuena la voz del marido parásito, en su angosto apartamento, la primera vez que recibe una llamada telefónica de Susan, una diana con un contorno humano cuelga en de la pared, y deja a las claras el testimonio de la excelente puntería de Webb con el revólver en forma de varios impactos limpios en el corazón. La visita de Webb a casa de su compañero para observar su colección de piedras raras recolectadas por todo el Oeste adelanta asimismo el tercio final del metraje (de un total muy breve, apenas ochenta y ocho minutos), la presencia de Webb y Susan en uno de los antiguos pueblos mineros abandonados, al que se accede por un único camino de tierra que atraviesa un desfiladero a menudo taponado por grandes piedras desprendidas de los muros que lo circundan.

El detalle crucial que puede demostrar ante todos la relación adúltera previa a la muerte del marido y, por tanto, también para Susan, la prueba de que una fatalidad fortuita pudo ser en realidad una maniobra muy bien calculada para hacer pasar un asesinato premeditado por un desgraciado infortunio sobrevenido, amenaza la armoniosa vida en común recién inaugurada de la pareja. Webb revela una personalidad áspera, mentirosa y ruin. Ama a Susan, o eso dice, y sin embargo le miente para seducirla y conquistarla, le tiende una trampa de aparente honorabilidad en la que ella cree pero que es por completo falsa, porque pesa más el egoísmo en la consecución de sus fines que la supuesta felicidad a la que aspira junto a ella, que no es más que resultado de la elaborada construcción de una mentira, y esos fines no eluden incluso la posibilidad de más asesinatos si de ocultar el primero de ellos se trata. Susan, sin embargo, es la víctima no del todo inocente de un sofisticado engaño, pero no es ajena a nociones como la de los escrúpulos o la del remordimiento, y será a través de ella, de una mujer fatal en contra de su voluntad, como se certificará el destino que Webb ha buscado desde el principio, desde su vida anterior, desde el ingreso en la policía o incluso antes. Aunque el guion abusa en algunos puntos de un exceso del empleo de la casualidad y el forzamiento de situaciones (la oportuna visita al desierto del compañero de Webb y de su esposa en busca de más piedras para su colección, y su llegada en el momento oportuno para taponar la huida de Webb por el desfiladero), resulta de lo más pertinente para ilustrar la influencia de la predestinación y de la tragedia en la conformación de los antihéroes del cine negro. La última imagen de Webb, su trabajoso ascenso por un montículo rocoso y el desenlace de la historia al alcanzar la cima, ejercen de acertado resumen visual de lo que implica el auténtico noir para sus protagonistas: un esforzado, y, en última instancia, incluso anhelado, camino de expiación mediante la autodestrucción.

De cloacas americanas: El mejor hombre (The Best Man, Franklin J. Shaffner, 1964) y Acción ejecutiva (Executive action, David Miller, 1973)

Visitar el Capitolio de Washington: Guía de turismo

El imperio es una estructura política fascinante. Capaz de lo mejor y de lo peor, atesora a los mejores y a los peores hombres, sienta cátedra más allá de sus fronteras, influye social, tecnológica, intelectual y culturalmente a nivel global, pero, como poder incontestable, también exporta la amenaza, la extorsión, la guerra o el crimen. Lo que ocurre dentro de un imperio termina por afectar a todo el planeta, y, en este punto, el cine de Hollywood, como expresión del imperio bajo cuya sombra nos ha tocado vivir tras la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos, funciona a la vez como altavoz de propaganda y como espejo de la realidad norteamericanas respecto al resto del mundo. Una de las características de los imperios, no obstante, es que en su interior portan la conciencia de la autocrítica y la semilla de su autodestrucción, una bomba de efecto retardado pero infalible, y Hollywood, como parte que es del cine, en cuya naturaleza como medio está el hecho de impregnarse del clima político, económico o social que rodea a cada producción, expresa también esa autocrítica y esa potencialidad de autodestrucción. Una de las formas que adquiere la observación del imperio desde dentro es la aproximación a sus cloacas, a esos lugares sin luz ni taquígrafos, esos despachos, salones, pasillos, habitaciones de hotel, callejones o aparcamientos donde se cuecen y toman decisiones cruciales para todos, nacionales o no, a veces antes de llegar al punto de ebullición, otras cuando el agua ardiente ya ha desbordado la olla. Y entonces, si de Hollywood hablamos, dejando aparte idealismos y soflamas propias de las películas de Frank Capra, son los thrillers políticos y las películas sobre las teorías de la conspiración las que con más valentía y rigor, con independencia de que pretendan ser más o menos realistas o fantasiosas, muestran la verdadera esencia del imperio americano sin que este pueda hacer nada para impedirlo; al contrario, haciendo gala, precisamente, de sus teóricos valores y principios democráticos, al menos hasta cierto punto. Ninguna de estas dos películas, por ejemplo, está producida por un gran estudio (las majors y minors siempre han sido muy receptivas a las peticiones y necesidades del poder político), pero captan magníficamente el espíritu colectivo de su tiempo. No en vano, tras la escritura de ambas figuran nombres insobornables de la intelectualidad de la época.

Kevin McCarthy Cliff Robertson Gene Raymond Henry Foto editorial en stock;  Imagen en stock | Shutterstock

El mejor hombre, segundo largometraje de Franklin J. Shaffner, escrito por Gore Vidal, se sitúa en la convención nacional de un partido político estadounidense que se encuentra en el trance de elegir su candidato a la presidencia, y que, para ejercer adecuadamente como metáfora general, abarca en sus distintos planteamientos características tanto de los demócratas como de los republicanos. El candidato mejor colocado, William Russell (Henry Fonda), de perfil más socialdemócrata, abierto y tolerante (en particular con la cuestión racial, que se considera crucial en las próximas elecciones), va por delante en las encuestas, pero sobre él se cierne una doble amenaza: una más o menos pública y conocida, su querencia por los líos de faldas, lo que le puede generar problemas entre el electorado más religioso y conservador; otra, más desconocida pero de mayor alcance, sus pasados problemas de salud mental, las depresiones y crisis de agotamiento que le han llevado en distintos momentos a pasar por las terapias y los ingresos psiquiátricos, un material sensible que no es de dominio público pero que alimenta la rumorología dentro del partido y que, una vez convertido en pruebas documentales conseguidas con subterfugios y utilizado como mecanismo de extorsión, puede suponer un dardo letal para las aspiraciones de Russell: nadie quiere tener a un individuo hipotéticamente desequilibrado, o con inclinación a estarlo, con el botón nuclear al alcande del dedo. El segundo candidato en la carrera, Joe Cantwell (Cliff Robertson), responde a un perfil mucho más conservador y radical tanto en la política exterior frente a los comunistas como en lo relativo a los derechos civiles. Ambicioso y populista, su principal objetivo es alcanzar la presidencia y no repara en medios, incluso ilegales o sucios (como conseguir los informes médicos de Russell) para lograrlo. Sin embargo, también arrastra su propio talón de Aquiles, ciertos episodios oscuros de ambigüedad sexual durante la Segunda Guerra Mundial en su destino en las islas Aleutianas y que, conocidos por el jefe de campaña de Russell, Dick Jensen (Kevin McCarthy), pueden ser su tumba electoral toda vez que ha conseguido un testigo que pueda dar fe de nombres, fechas y circunstancias. Russell, sin embargo, se niega a emplear estos medios… salvo que no quede más remedio. Los otros tres o cuatro candidatos apenas cuentan, y su participación en la convención se limita a superar la mayor cantidad de rondas de votación posibles y negociar después con los candidatos más respaldados cuál será su parte respectiva (nombramientos para cargos públicos, dinero para sus estados de origen, compromisos sobre política interior o exterior y sobre asuntos raciales y de derechos civiles…) a cambio de su apoyo y el de sus delegados. El que sí cuenta, como signo de prestigio, es el apoyo del presidente saliente, Hockstader (Lee Tracy), algo que tanto Russell como Cantwell quieren conseguir durante la convención.

La película plantea desde el principio dos esferas de acontecimientos, la pública, representada por las pantallas de los informativos televisivos y las retransmisiones de la convención, así como los discursos y las proclamas realizados desde la tarima o oradores, y la privada, los manejos, negociaciones, chanchullos y presiones que tienen lugar en las oficinas de cada candidato y en sus encuentros formales e informales en las habitaciones y los salones del hotel, sin testigos ni periodistas, y no siempre con la democracia y el bien común como horizonte. Los vaivenes de preferencias entre candidatos, las maniobras legítimas y sucias, los chantajes y las promesas de recompensa se ven igualmente afectadas por otra informacion subterránea: Hockstader se está muriendo de cáncer y su estado se agrava, es hospitalizado y queda fuera de juego cuando su participación resultaba decisiva para unificar a la gran mayoría del partido en torno a uno de los candidatos más apoyados. Este hecho obliga de nuevo a barajar las cartas y a repartir el juego, y serán los valores personales y los principios democráticos de Russell y Cantwell los que lleven a un resultado sorpresa… o no tanto.

Es imposible separar la película del contexto político nacional, con Lyndon Johnson como presidente interino tras el asesinato, un año antes, de John F. Kennedy; es decir, con el poder político detentado por una persona que solo ha obtenido un respaldo indirecto de las urnas. La película hace igualmente acopio de algunos de los temas candentes de la actualidad política del momento, los derechos civiles, la Guerra Fría y la cuestión racial, así como de las tensiones entre el sector político y social más liberal (en la acepción estadounidense de este término) y la ultraconservadora, algo no muy distinto de lo vivido en tiempos recientes. El ingrediente fundamental de este caldo político, no obstante, es la hipocresía: todos los personajes fingen y mienten, ante los medios de comunicación y los delegados de la convención, por supuesto, manifestando una unidad y un respeto mutuo que no sienten, pero también frente a otros negociadores (una misma vicepresidencia prometida a tres candidatos diferentes, por ejemplo); la hipocresía es asimismo un elemento presente en la esfera privada (Russell y su esposa fingen la apariencia del matrimonio unido y bien avenido que no son; Cantwell y su esposa fingen lo mismo, desde otro aspecto también perteneciente a la sexualidad) y, desde luego, se cuenta entre las carencias políticas y democráticas de los candidatos, que no aplican en su carrera por la presidencia esos mismos valores y principios que dicen públicamente defender. Tampoco es sincero Hockstader, que no es en privado el hombre jovial y campechano que aparenta ser en público. Henry Fonda jamás ha mostrado tanta dentadura en pantalla en una película; no para de esgrimir sonrisas dentífricas cada vez que su personaje se cruza con periodistas o aparece ante la cámara de un fotógrafo.

Este aspecto clandestino y turbio de la política se subraya en la puesta en escena con la elección de los espacios en los que tienen lugar los encuentros entre los personajes (los dormitorios de los matrimonios; los salones de las charlas entre cada candidato y Hockstader; el encuentro oculto entre Russell y Cantwell en los sótanos del hotel para negociar sobre sus respectivas vidas ocultas…), y en particular en la conclusión, en el garaje, cuando Russell proclama ante los medios, ya sin careta, que sin duda la convención elegido como candidato al «mejor hombre» y la multitud desaparece, quedando de repente el garaje vacío, solo con un par de personajes, derrotados en lo político pero vencedores en lo personal, alejándose juntos.

Executive Action (1973) Burt Lancaster, Robert Ryan

Por su parte, Acción ejecutiva, con guion de Dalton Trumbo a partir de la historia de Mark Lane y Donald Freed, aborda tan pronto como en 1973, diez años después del magnicidio de JFK, la peliaguda cuestión de la teoría de la conspiración para su asesinato desde parte de los altos (pero subterráneos) poderes del Estado. Individuos que representan a distintas agencias gubernamentales, algunas secretas incluso para la CIA o el FBI (se habla de hasta quince o diecisiete agencias de seguridad diferentes, y de un número indeterminado de agencias ocultas), se reúnen, conspiran y preparan, con dos equipos de tiradores que practican en el desierto los disparos a distancia sobre objetivos móviles, el atentado contra el presidente. Los motivos, sus políticas relativas al desarme nuclear, sus planes de retirar las tropas de Vietnam y su mano ancha con las minorías étnicas, en particular con los negros, en materia de derechos civiles pero, por encima de todo, el supuesto plan (no del todo inexacto) del patriarca de los Kennedy, Joe, para introducir a sus hijos John, Robert y Ted en los más altos cargos de la nación y perpetuar así a la familia en el poder, respaldados por sus múltiples influencias y la inagotable fortuna del clan. Esta acusación, la de pretender patrimonializar la presidencia del país reservándola para una familia particular es la que unirá a no pocos miembros de la conspiración en el plan de acabar con el presidente (y, se supone, años después, con su hermano Robert). Pero lo más delicado del asunto no es el diseño del crimen en sí, es decir, prepararlo todo, moviendo hilos y utilizando influencias para lograr que el recorrido del vehículo presidencial por las calles de Dallas sea uno concreto, que en un determinado punto no se encuentre presente ningún miembro de la seguridad presidencial, o que los equipos dispongan de lugares cómodos de tiro y de documentos y de medios económicos y logísticos adecuados para escapar de la ciudad y del país, sino el camuflaje de la conspiración en la acción de un loco aislado, de un tirador único que habría actuado por iniciativa propia para matar al presidente, inspirándose en los atentados anteriores contra Lincoln, Garfield o McKinley, consumados con éxito, o contra Theodor y Franklin D. Roosevelt, ambos fallidos. Esto obliga a crear un hombre de paja que cargue con la culpa, y este no será otro que Lee Harvey Oswald, cuidadosamente seleccionado para, sin que él lo sepa, ser pieza fundamental en la conspiración.

Esta es la parte más interesante y, a la vez, más cogida por los pelos en el argumento. Para su selección se utilizan datos del Oswald real (su paso por la Marina, su hipotética adscripción secreta a la Inteligencia Naval, sus posteriores viajes a Rusia, su supuesto comunismo, sus operaciones anticastristas, su más que probable condición de agente doble, ya fuera a la vez de rusos o cubanos y americanos o de distintas agencias americanas en actos de las unas contra las otras, o bien todo ello a la vez…) y también el extraordinario parecido físico de un agente que en determinados momentos pueda pasar por él ostentosamente (en tiendas de alquileres de coches y de venta de armas, en lugares públicos) de modo que se cree una red de testigos que puedan dar fe de la exaltación comunista de Oswald y de su odio por América y por su presidente. El colofón del plan será el robo de su domicilio de un rifle algo vetusto, de fabricación italiana, que después aparecerá durante la inspección ocular del lugar del atentado, en el almacén de libros de Dallas, uno de los puntos desde los que se disparará a JFK. La coda de esta parte del argumento queda igualmente en el aire: el reclutamiento de Jack Ruby, que regentaba un local de strip-tease en Dallas, como brazo ejecutor de Oswald cuando sus comentarios ante la prensa, una vez detenido, resultan amenazantes para los conspiradores, queda sin justificación en el guion. Se sabe que Ruby era un secuaz de la mafia, en particular de Sam Giancana, el famoso capo conectado con el clan Kennedy, pero ni la participación del crimen organizado en la conspiración ni los vínculos de Ruby con la mafia se ponen en ningún momento de manifiesto en el guion ni reciben atención explícita, de modo que la acción de Ruby, que tampoco es presentado como personal de ninguna agencia (recibe solamente la visita de un miembro del equipo de organización del atentado), no queda suficientemente explicada: ¿por dinero? ¿Por una amenaza? ¿Como resultado de un chantaje?

Al margen de esto, la película cuenta como bazas principales con todo el tramo inicial, de creciente suspense, que registra la meticulosa preparación del magnicidio, las prácticas de los equipos y el intento de reclutamiento para la causa de un congresista (Will Geer), que sirve de vehículo narrativo para exponer el estado de desarrollo de la acción, que da a pie a secuencias de diálogo en las que se explican las motivaciones y las maniobras puestas en marcha para culminarla, y con el beneficio que supone el carisma de los principales protagonistas de la conspiración, Farrington (Burt Lancaster) y Foster (Robert Ryan). La película, que se limita a reconstruir los pasos sucesivos del operativo para el asesinato, no engaña, ya que desde los créditos advierte de que todo es ficción y que solo fantasea con la posibilidad, apuntada realmente desde el mismo instante del atentado, de que la muerte de JFK obedeciera a una conspiración y no fuera el resultado de la acción homicida de un individuo aislado y bastante desequilibrado. En cambio, su epílogo resulta extrañamente inquietante: justo antes de los créditos finales aparecen las fotografías de las dieciocho personas, todas testigos relacionados con lo acontecido en Dallas, que murieron en los diez años siguientes por diversas causas, algunas «naturales», otras relacionadas con accidentes más o menos explicables, extraños hechos violentos, heridas de bala, e incluso una por un golpe de karate mal dado en el cuello. El último apunte, el del informe de un matemático que habla de la única probabilidad entre trillones de que todas aquellas personas congregadas en torno al mismo espacio y el mismo asunto pudieran fallecer por esas gama de causas tan variopintas y, en algunos casos, descabelladas, en solo los dos lustros siguientes, nos retrotrae de nuevo a los créditos iniciales y a lo plausible de la conspiración desde los poderes ocultos en las cloacas del Estado como algo más que una mera posibilidad fantaseada en un guion.

La mala salud de hierro del western: Los valientes andan solos (Lonely Are the Brave, David Miller, 1962)

Lonely are the Brave: Dalton Trumbo y el origen de Rambo - Espectador  Errante

1962 era, en apariencia, el año del enterramiento definitivo del western, ese género consustancial al nacimiento de Hollywood que, casi siempre en precario y como complemento de serie B hasta que fuera sublimado por John Ford a finales de los años treinta, gozó de una inconmensurable edad de oro hasta comienzos de los sesenta, cuando parecía ya totalmente agotado y exprimido, demasiado prisionero de las limitaciones de sus tópicos y sus clichés, sin un horizonte posible de renovación. Aquel año, no solo John Ford estrenó la película-testamento del género, El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), que retrataba la muerte de una época, la de las praderas abiertas, la de la ley del más fuerte, la de la accidentada, laboriosa y violenta construcción de la nación hacia el Pacífico y su sustitución por la civilización urbana de la ley, la política, la prosperidad comercial y la explotación organizada de los recursos naturales, sino que un casi debutante Sam Peckinpah (su primera película, también un western, la filmó el año anterior) estrenaba su primera obra maestra dentro de los mismos cánones crepusculares, Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1962), reflejando en el mismo tono elegíaco del maestro Ford la desaparición de esos hombres duros de la frontera, del mundo que los vio nacer y morir, súbitamente desprovistos de su papel en la sociedad, sin tiempo ni sitio. La tercera película que venía a expedir el certificado de defunción de las películas del Oeste es este magnífico western contemporáneo dirigido por David Miller y escrito por Dalton Trumbo a partir de la novela de Edward Abbey, en la que el último cowboy se da de bruces con la realidad norteamericana de los años cincuenta del siglo XX como si de un Quijote wellesiano se tratara.

El escenario es una ciudad de Nuevo México bautizada significativamente como Duke (el famoso apodo de John Wayne, uno de los pilares interpretativos del género), a la que llega, por supuesto cabalgando, Jack Burns (Kirk Douglas), el último superviviente de una concepción romántica del Oeste, del amor por las praderas interminables y los grandes horizontes a través de los que cabalgar libre y errante. Sus intenciones parecen tan desfasadas como él. Sabedor de que su amigo Paul Bondi (Michael Kane) ha sido procesado y condenado a dos años por acoger y ayudar a unos inmigrantes mexicanos ilegales, se propone nada menos que aplicar una solución también más propia del siglo anterior: liberarlo de la cárcel local antes de que lo trasladen a la prisión estatal. Con este fin visita a la esposa de Paul, Jerry (Gena Rowlands), por la que «compitieron» en el pasado, siempre dentro de los márgenes de la lealtad y fidelidad entre buenos amigos, y cuyo compromiso final con Paul apartó a este de la vida aventurera y amante de la libertad que Jack todavía mantiene. A pesar de que Jerry intenta disuadir a Jack de que cometa tamaño despropósito, este provoca una pelea en un bar cercano para obligar a la policía a que lo detenga y lo introduzca en el mismo calabozo que Paul, y así arreglar la fuga de ambos. Allí descubre que no es el único que vive en el siglo cambiado. Uno de los guardias (George Kennedy) gusta de aplicar los métodos brutales y violentos de algunos supuestos defensores de la ley del siglo anterior… Paul conserva la sensatez, mientras que Jack logra huir. En este punto empieza el segundo bloque de la película: la persecución. El sheriff Morey Johnson (Walter Mathau) reúne un dispositivo de hombres y medios (vehículos todo terreno, incluso un helicóptero) para perseguir a Jack a través de las praderas en su huida hacia México. Unas millas de terreno agreste y accidentado que culminan en la cumbre montañosa que separa ambos lados de la frontera, y tras la cual Jack se pondrá a salvo de la ley. Paralelamente, la película ofrece pequeños apuntes del viaje de Hinton (Carroll O’Connor), un camionero que transporta sanitarios W. C. (detalle no menos significativo que la elección del nombre del pueblo) por una carretera que discurre próxima a la frontera, y cuyo encuentro con Jack resultará tan crucial como fatal, hasta hacer esa muerte del western algo literal.

La película vuelve al pasado al tiempo que proyecta el presente hacia el futuro. En una huida clásica del western, Jack enfrenta la situación con ingenio y audacia hasta el momento en que se ve acorralado y atacado y encuentra la violencia como única salida. Por el contrario, el sheriff le persigue con medios e intenciones propios de su tiempo, hasta que la deriva de Jack no le deja otra opción que aceptar su código y tratar la violencia con la violencia. El símbolo es la larga escalada hacia la cima tras la cual se encuentra el descenso a la frontera salvadora; la larga cabalgada pendiente arriba mientras se ve acosado por hombres, perros, vehículos y helicópteros coloca a Jack en una dura encrucijada: con la salvación a un paso, debe decidir entre abandonar su caballo, el símbolo de la vida que ama y que defiende, y marchar a pie por un camino sencillo directo a la libertad y a la búsqueda de una nueva vida en México, lejos de las praderas que son su sustento espiritual, o bien no separarse de él y transitar por unas rampas arriesgadas y difíciles que le hagan viajar más lento e inseguro, y más al alcance de sus captores. La simpatía que siente por él el sheriff Johnson no impide que le persiga implacablemente y hasta las últimas consecuencias en la noche desapacible y de lluvias torrenciales que acaba desencadenando la tragedia final. Encadenado a un destino del que no puede desprenderse y que, como el propio western, no es otro que el verse desplazado por el cambio en las formas de vida y, sobre todo, en las mentes de sus semejantes, Jack cabalga libre más allá del último crepúsculo hacia una conclusión inevitable.

Esta conclusión termina, no obstante, siendo privativa de Jack Burns, porque solo un año después, en Europa, particularmente en Italia y España, se fraguaba la más inesperada de las resurrecciones, de la mano de directores como José Luis Borau, Mario Caiano o, sobre todo, Sergio Leone, que no solo iba a insuflar nuevos temas, prismas, formas y horizontes al western, sino que iba a influir a toda una serie de directores norteamericanos, anteriores y posteriores a él (Howard Hawks, Richard Brooks, Sam Peckinpah, Clint Eastwood, el propio David Miller…), para lograr la pervivencia de un género que ya no volvió a ser solo consustancial a Hollywood, sino que se hizo universal, y que produjo nuevos hitos imprescindibles que terminaron por convertirlo en inmortal.

 

Mis escenas favoritas: El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950)

La que es quizá mejor escena de esta joya de la (a veces mal llamada) serie B que, sin embargo, es todo un clásico indispensable en el cine negro y en el catálogo de películas de atracos, así como en el subgénero de películas de parejas criminales cuya atracción por la violencia adquiere unas muy poco disimuladas connotaciones sexuales.

La cámara en el interior del vehículo y la observación desde el asiento de atrás mete de lleno al espectador en la acción que se desarrolla hacia el punto de no retorno, el momento en que la película se introduce en la decisiva dinámica que la encamina hacia su desenlace, ese golpe irreversible de fatalidad y desesperación que es consustancial al género negro y que marca el destino de unos personajes que no pueden hacer nada para conjurarlo.

John Dall y Peggy Cummins ante la cámara, la dirección de Joseph H. Lewis y la fotografía de Russell Harlan hacen de esta película un clásico ineludible, en cuyo guion participó Dalton Trumbo.

Diálogos de celuloide: Trumbo (Jay Roach, 2015)

-Papá, ¿eres comunista?
-Lo soy.
-¿Eso es ilegal?
-No lo es.
-La señora del sombrero grande dijo que eres un radical peligroso. ¿Lo eres?
-¿Radical? Tal vez… ¿Peligroso? Solo para los que me tiran refrescos a la cara… Amo a nuestro país y tenemos un buen gobierno. Pero lo bueno puede mejorar ¿no crees?
-¿Mamá es una comunista?
-No.
-¿Y yo?
-Vamos a hacerte la prueba oficial. Mamá te hace tu comida preferida…
-Sándwich de jamón y queso.
-Sándwich de jamón y queso. Y en el colegio ves a alguien que no tiene comida. ¿Qué haces?
-Compartir.
-¿Compartir…? ¿No le dices que se busque un trabajo?
-No.
.Ah, ya… Les ofreces un préstamo al 6%, muy lista…
-¡Papá!
-Ah, entonces los ignoras.
-No.
-Vaya, vaya… Pequeña roja…

Trumbo (Jay Roach, 2015). Guion de John McNamara.

Vidas de película – Ruth Gordon y Garson Kanin

09 Sep 1952, New York, New York, USA --- Screenwriter, Carson Kanin, and his actress and playwright wife, Ruth Gordon, are ready to set sail on the . They are travelling to England and France for a vacation. --- Image by © Bettmann/CORBIS

Ruth Gordon y Garson Kanin fueron una de las parejas creativas más importantes del Hollywood clásico.

Conocida por el gran público sobre todo como actriz, en especial por papeles de la última estapa de su carrera -primordialmente por La semilla del diablo (Rosemary’s baby, Roman Polanski, 1968) y Harold y Maude (Hal Ashby, 1971), en realidad Ruth Gordon venía compaginando su faceta de actriz con la de guionista desde principios de los años cuarenta. Uno de sus apariciones más conocidas como actriz en esa época fue La mujer de las dos caras, dirigida en 1941 por George Cukor, la última película de Greta Garbo, coprotagonizada por Melvyn Douglas.

Por su parte, Garson Kanin destacó como director teatral en Broadway antes de saltar a Hollywood para coescribir junto a Ruth Gordon los guiones de películas como Doble vida (A double life, 1947), Nacida ayer (Born yesterday, 1949), La costilla de Adán (Adam’s rib, 1950) o La impetuosa (Pat and Mike, 1952), todas para su amigo George Cukor. Por la primera de ellas y por las dos últimas, la pareja Gordon-Kanin sería nominada al Óscar al mejor guión.

Si Ruth Gordon alternaba su profesión de escritora con la de actriz, Kanin hacía lo propio con la de director. Después de una experiencia previa junto a Dalton Trumbo en A man to remember (1938), Kanin dirigió en los estudios RKO Mamá a la fuerza (Bachelor mother, 1939), con Ginger Rogers y David Niven, Mi mujer favorita (My favorite wife, 1940), esta última en sustitución de Leo McCarey, y protagonizada por Cary Grant, Irene Dunne y Randolph Scott, y Tom, Dick y Harry (1941), de nuevo con el protagonismo de Ginger Rogers. Después de un paréntesis de más de veinte años sin dirigir, Kanin volvió en los años sesenta a dirigir películas para la RKO, pero en ningún caso se aproximaron en calidad a sus trabajos en la dirección de la década de los cuarenta. Retirado del cine, en 1979 publicó la novela Moviola, narración de algunos de algunos los episodios más célebres de la historia de Hollywood, por la que desfilan personajes como Irving Thalberg, David O. Selznick o Marilyn Monroe.

Ruth Gordon falleció en 1985. Kanin volvió a casarse, y murió en Nueva York en 1999.

Cine de verano – Johnny cogió su fusil (Johnny got his gun, Dalton Trumbo, 1971)

En recuerdo del centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial, julio-agosto de 1914, y en homenaje a los caídos durante los siguientes cuatro años y medio.

Diálogos de celuloide – Espartaco (Stanley Kubrick, 1960)

Espartaco_39

CRASO: ¿Robas, Antonino?

ANTONINO: No.

C: No, amo.

A: No, amo.

C: ¿Mientes?

A: No, amo.

C: ¿Alguna vez has deshonrado a los dioses?

A: No, amo.

C: ¿Te abstienes de estos vicios por respeto a las virtudes morales?

A: Sí, amo.

C: ¿Comes ostras?

A: Cuando las tengo.

C: ¿Comes caracoles?

A: No, amo.

C: ¿Consideras que comer ostras es moral y comer caracoles es inmoral?

A: Yo.. creo que no.

C: Claro que no. Es una cuestión de apetito, ¿verdad?

A: Sí, amo.

C: El apetito no tiene nada que ver con la moral, ¿verdad?

A: No, amo.

(…)

C: Por tanto, ningún apetito es inmoral, ¿verdad? Es meramente distinto.

A: Sí, amo.

C: Mi túnica, Antonino… Mi apetito incluye caracoles y ostras (…). Está el poder que salva al mundo conocido, como un coloso. Ninguna nación puede resistirse a Roma. Ningún hombre puede resistirse. Y muchísimo menos… un niño. Sólo hay una forma de tratar con Roma, Antonino. Has de servirla. Debes rebajarte, tienes que arrastrarte a sus pies. Debes… amarla.

Spartacus (Stanley Kubrick, 1960). Guión de Dalton Trumbo, sobre una novela de Howard Fast.

Un western que lo tiene todo: El último atardecer

Tras cuatro años largos escalonados, parece mentira que nunca nos hayamos detenido en la rica y estimable filmografía de Robert Aldrich, que abarca casi cuatro décadas y que incluye títulos tan memorables como Veracruz (1954), El beso mortal (1955), ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), Doce del patíbulo (1967) o La venganza de Ulzana (1972). Aldrich, un director capaz de mezclar en la misma coctelera la acción, la violencia y la introspección psicológica de imprevisibles consecuencias, realizó en 1961 con guión de Dalton Trumbo (recién recuperado para la causa de la escritura de guiones con su propio nombre tras la caza de brujas por Stanley Kubrick el año anterior en Espartaco) un western crepuscular en el que se vierten abundantes, complejos y perturbadores elementos y perspectivas para configurar un imprescindible título de un género que en los sesenta ya empezaba a mostrar síntomas alarmantes de agotamiento en sus coordenadas tradicionales. En él destacan, a priori, dos grandes bazas: la extraordinaria labor de dirección de Aldrich, tanto en los espectaculares exteriores como, sobre todo, en las distancias cortas, a cubierto o al aire libre, y, por encima de todo, el espléndido guión de Trumbo, que va soltando con cuentagotas la información que permite al espectador ponerse en situación, y que refleja acertadamente el mapa de recovecos emocionales, a menudo contradictorios, de los personajes y de sus posturas ante los inesperados giros en los que se ven envueltos.

La premisa parece sencilla y tópica: Brendan O’Malley (Kirk Douglas), un antiguo pistolero acusado de varios asesinatos que siente tras él el aliento de un agente de la ley que le persigue, llega a un rancho de México en el que pide hospedarse por una noche. Allí lo recibe la esposa del dueño, Belle (Dorothy Malone), acompañada de Missy, su hija adolescente (Carol Lynley, y del personal del rancho, la mayor parte mexicanos retratados según el estereotipo folclórico habitual. Este cruce de destinos no tiene nada de casual, ya que pronto descubrimos que Belle y el pistolero son viejos conocidos y que arrastran cuentas pendientes que O’Malley, con su aparición, pretende saldar. El retorno del marido (fantástico, como siempre, Joseph Cotten), un borracho, antiguo oficial confederado durante la guerra civil con la conciencia no muy limpia, obliga a posponer la resolución de su drama, que cambia de rumbo cuando el vengativo sheriff Dana Stribling (Rock Hudson), que lleva tiempo tras las huellas de O’Malley y no precisamente por su abnegación en el cumplimiento del deber sino por cuentas personales que poco a poco se van desgranando en la trama, se une a ellos en el rancho. Interesado en Belle desde que la descubre, Stribling accede a retomar su antiguo oficio de capataz de ganado para guiar las vacas de Belle y su marido hasta Texas, donde esperan venderlas y liquidar el rancho, y donde O’Malley se ha ofrecido a acompañarles como vaquero con el fin de recuperar a Belle al final del viaje. Todos cuentan con que, tras cruzar Río Grande y entrar en la jurisdicción del sheriff, el enfrentamiento entre O’Malley y Stribling es inevitable, pero lo que nadie espera es que Missy se enamore del pistolero hasta el punto de desear huir con él y vivir para siempre juntos en México.

Lo más llamativo de la película es la magnífica construcción de su guión y de sus escenas, y en particular el goteo constante con el que se informa al espectador de cuestiones decisivas del argumento, herederas del pasado de los personajes, que van a tener hondas repercusiones en el desenlace del drama. Este aspecto confiere vital importancia tanto a los diálogos como al comportamiento gestual de cada personaje, sus rostros, sus modales y sus reacciones ante determinadas palabras y acciones de sus compañeros de viaje; durante buena parte del metraje son poseedores de datos que el espectador desconoce y que en el transcurso de los minutos puede ir encajando adecuadamente para descubrir nuevas dimensiones en la historia que contempla. La maestría de Trumbo en la caracterización de cada personaje y la solidez con que sabe dotar cada una de sus historias hacen que la trama se presente como una red de circunstancias abocadas, a causa de los designios del azar, a un destino ineludible, en buena parte rechazado por todos, pero única conclusión posible, inevitable. Continuar leyendo «Un western que lo tiene todo: El último atardecer»

‘Johnny cogió su fusil’, el dolor traspasa la pantalla

Esta película de 1971 es el dolor en estado puro, la evidencia de que hay situaciones mucho peores que la muerte y la postulación cruda y directa de la eutanasia como vía alternativa para paliar el sufrimiento, como forma de cortar por lo sano con la anomalía que supone el hecho de que una vida quede tan desvirtuada de lo que es su ciclo natural, de su finalidad o intencionalidad biológica expresada en la fórmula “nacer, crecer, reproducirse y morir”.

Joe Bonham (Timothy Bottoms) es un joven soldado que ha sido herido por una granada anti-carro precisamente el último día de hostilidades de la Primera Guerra Mundial. La herida es terrible: ha perdido todas las extremidades, la vista, el oído y la capacidad de hablar. Vamos, lo que el famoso chiste: «¿qué pasa, tronco?». Bromas macabras aparte, Joe ha quedado reducido a una mínima masa corporal que incluye la cabeza y la mayor parte del tórax, pero es plenamente consciente y percibe, dentro de sus limitaciones, todo lo que sucede a su alrededor, razona, elabora juicios, y sobre todo, conserva plenamente la memoria de sus años pasados con «normalidad». Los cuidados médicos que recibe son los mejores, pero es un monstruo. La opinión pública no podría soportar el hecho de que decisiones políticas lleven a jóvenes veinteañeros a quedar reducidos a una mera acumulación de carne, un pedazo sobre una camilla conectado a un par de máquinas que conserven sus funciones vitales, pero que nadie cree capaz de poder seguir emocionándose, sintiendo, soñando, recordando… Aislado por la autoridad militar que teme el fuerte componente propagandístico antigubernamental y antibelicista, llega a establecer una conexión puramente perceptiva con Karen, una de las enfermeras que lo atiende. Karen será lo único en su vida actual, lo que lo mantiene conectado a la vida, lo que le da fuerzas para soportar una situación tan terrible.
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