Palabra de Budd Boetticher

Entrevista de Valeria Ciompi, Ignacio Gutiérrez-Solana, Miguel Marías, Manolo Marinero y Felipe Vega publicada en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)

P: Resulta muy curioso que un americano se interese por el mundo de los toros. ¿Cómo llegó a ser torero?

R: Tuve mucha suerte. Yo jugaba al rugby, y me concedieron un año de vacaciones en el que no tenía que asistir a la universidad. Entonces me fui a México para embarcarme desde allí y viajar por todo Sudamérica. Y en México tuve la ocasión de ver a uno de los mejores toreros mexicanos de todos los tiempos, Lorenzo Garza, lidiando seis toros en una sola corrida. No tres matadores con dos toros cada uno, sino él solo con seis toros. Esa temporada no había tenido mucho éxito y, para demostrarle al público mexicano que seguía siendo el mejor, compró los cuatro toros de los otros dos matadores que tenían que salir al ruedo con él para enfrentarse a todos ellos. Yo estaba allí, y fue algo grandioso. Esa misma noche acudí a una fiesta, y un hombre mayor se ocupó de mí y me dio conversación. Y, de pronto, me preguntó qué pensaba yo del mundo de los toros. Y le mentí. Me gustaban los toros, pero mentí diciendo que me habría gustado ser torero. Esto ocurrió el domingo por la noche, yo sabía que me iba a marchar el miércoles y que en tres días no iban a hacer de mí un torero, por lo que me pareció bonito decirlo. Pero a la mañana siguiente, Lorenzo Garza se presentó en mi hotel para llevarme a la plaza y enseñarme a torear. Lo que yo no había entendido la noche anterior era que el hombre con el que estaba hablando era el hermano del entonces presidente de México, la única persona que podía llamar a Lorenzo Garza por teléfono y decirle «Mira, ahora te vas al hotel de ese joven americano jugador de rugby y le enseñas a torear». Tardé poco en descubrir que necesitaba muchos meses de entrenamiento antes de poder torear una vaquilla, y que sería divertido quedarme ahí hasta entonces. Luego inventaría alguna historia, como que mi madre se estaba muriendo, para salir corriendo de México y volver a casa. Lo malo fue que para entonces estaba tan metido en ello que ya aspiraba a lidiar un toro y convertirme en torero. Cuando mis padres descubrieron que iba totalmente en serio, que iba a quedarme en México para ser torero, se horrorizaron. Mi madre pensaba que me había vuelto loco. Leyeron la noticia de mis actuaciones en la plaza en el Chicago Tribune —mi familia era muy rica, lo cual ha sido un fuerte obstáculo, además de una ventaja, a lo largo de toda mi vida—, y dejaron de enviarme dinero. Fue un golpe muy duro, porque en 1939 tenía una asignación semanal de ciento cincuenta dólares, que corresponderían a unos mil dólares de ahora. A mis diecinueve años tenía todo lo que quería, un magnífico Cadillac nuevo… Y, cuando me encontré sin mis ciento cincuenta dólares semanales, vendí el coche y me fui a vivir con Fermín Espinoza y Armillita; era su protegido. Y entonces mi madre se sintió realmente frustrada, porque vio que iba en serio, y gracias a sus amistades me consiguió una cita con Darryl Zanuck. Viajé desde México a Hollywood con una maleta llena de fotografías y recortes de periódicos para demostrar que era cierto que sabía torear. También me llevé una muleta, un capote y un estoque, e hice algunos pases en la oficina de Zanuck delante de todos sus colaboradores. Y diez minutos más tarde, Zanuck estaba ahí empujando una silla como si fuera un toro… Le demostré entonces que sabía hacer una verónica, y conseguí el trabajo. Y así fue como entré en el cine.

P: ¿Fue ése entonces su primer contacto con el cine?

R: Sí, hasta ese momento no me había interesado por ello. Veía muchas películas, pero mi padre no quería que tuviera nada que ver con el cine. Pero, una vez entrado en Hollywood, los Rotschild eran mis amigos, y era la época dorada en que en las fiestas te encontrabas con Carole Lombard y Clark Gable y Spencer Tracy…, y era realmente un mundo fantástico. En México aún no había empezado la temporada, así que decidí quedarme en Hollywood, aunque en realidad no tenía ningún talento, excepto como atleta. Y tanto era así que el único trabajo que pudieron asignarme fue el de repartir el correo por las distintas oficinas. Y es algo que me gusta contar porque los jóvenes siempre quieren empezar desde arriba… Me hace mucha gracia cuando alguien me dice: «Yo quiero ser director de cine», le digo: «Y yo quiero ser general, pero hay que empezar desde abajo.» Lo que pasaba es que cada vez que entraba en un despacho para entregar una carta, por ejemplo, a Frank Capra, éste me decía: «Red, quédate un rato… Quiero preguntarte algo… ¿Cuando toreabas en México… etc.? ¿Cuando boxeabas… etc.?» Y muy pronto me hice amigo de todos ellos, y ya me daba vergüenza ser el chico de los recados, así que me fueron ascendiendo y acabé por trabajar como ayudante de dirección. Y, con mucha suerte, pronto pude dirigir.

P: ¿Es cierto que ha dirigido usted películas utilizando el seudónimo de Mark Randall?

R: No, ése era el nombre que he utilizado en mis libros, porque Boetticher es un nombre espantoso. Y mi verdadero nombre es Oscar, Oscar Manfred von Boetticher. El «von» lo suprimí porque me parece ridículo, me encantaría saber qué tengo yo de alemán, y Oscar es un nombre muy afeminado. En América la gente llama Oscar a sus perritos, o gatos… En la universidad me dieron el apodo de Red, porque era pelirrojo, y mi familia siempre me llamó Budd.

Mi padre odiaba el cine, pensaba que estaba perdiendo mi tiempo trabajando en Hollywood, así que empecé firmando mis trabajos como Oscar Boetticher Jr., y sólo cuando mi padre se murió lo cambié por Budd Boetticher.

P: ¿Y es cierta la anécdota que he oído de que alguien en una fiesta le dijo que usted hacía cine gracias a su hermano Oscar?

R: ¿Han oído esa anécdota? Es muy divertida. Acababa de rodar El torero y la dama (The Bullfighter and the Lady, 1951). Mi padre había muerto, yo sabía que la película iba a ser un éxito, y decidí firmarla con el nombre de Budd Boetticher. Wayne —que había sido el productor— y yo dimos entonces una gran fiesta. De pie, detrás de la barra, dos jóvenes actores, con los que luego trabajé en repetidas ocasiones, Jack Kelly y Hugh O’Brien, hablaban del cine, y Hugh le explicaba a Kelly cómo se llegaba a dirigir películas. Y le dijo: «Mira, por ejemplo, a este tipo, Boetticher. De no haber sido por su hermano Oscar, este hijo de perra nunca habría llegado a ser director.» Yo lo oí y les dije: «¡Eh, vosotros! Yo soy Budd Boetticher.» Me saludaron amablemente y les pedí que me acompañaran al lavabo. Allí les señalé mi imagen reflejada en el espejo y dije: «¡Ahí tienen a mi hermano Oscar! Es cierto, es la única persona que me ha ayudado. A él le debo haber llegado a ser lo que soy.»

P: Usted rodó algunos documentales durante la segunda guerra mundial.

R: Sí, rodé muchos documentales, y algunos de ellos son muy buenos. Lo curioso es que, cuando estás trabajando como director de cine en la guerra, aunque vayas de uniforme y veas cómo están matando a gente a tu alrededor, nunca piensas que te puedan disparar a ti también. Piensas que estás rodando una película, y que ahí vienen los aviones japoneses, ahí hay alguien disparando, allí alguien cae herido. Tenía un amigo, Charles Marquis Warren, un excelente director, que también dirigió la serie de televisión Gunsmoke, que fue el único oficial de la Armada que estuvo en Iwo-Jima. Llegó allí con su cámara de dieciséis milímetros y empezó a rodar en medio del combate, pensando lo afortunado que era al no participar en la acción. A su alrededor, los soldados caían por docenas. De pronto se dio cuenta de que sí estaba allí y que los japoneses no miraban a quién disparaban. Saltó al cráter de una bomba para guarecerse y allí estaba un tipo, con el que había cenado la noche anterior en el barco, al que le habían volado la cabeza.

Durante la guerra rodamos a los kamikaze japoneses. Cuando el Estado Mayor americano se enteró de que en el ejército japonés había jóvenes pilotos dispuestos a morir de esa forma, la existencia de los kamikaze se convirtió en el mayor secreto militar. Pensaban que si nuestros muchachos llegaban a enterarse, nunca podrían ganar la guerra. Y nosotros rodamos esa película, que luego se llamó The Fleet That Came to Stay… Y nos sentamos a esperar que llegaran los japoneses para filmarlo. Fue terrible… Pero ésa ha sido toda mi guerra, nunca maté a nadie.

P: El otro día en la rueda de prensa usted dijo que había rodado 58 películas…

R: Sí, pero sólo hay catalogadas unas treinta y cinco, de las que me gustaría esconder por lo menos doce.

P: ¿Y en todas ellas aparece su nombre?

R: Sí, o un seudónimo. Muchas están firmadas por otros directores. Participé en ellas dirigiendo algunos días, para aprender…

P: ¿Trabajó en la segunda unidad?

R: Sí, dirigir la segunda unidad realmente ayuda a aprender. Estuve con muchos directores que eran realmente buenos amigos míos, como George Stevens. Dirigí una secuencia de El amor llamó dos veces (The More the Merrier, 1943), y nadie lo sabe. Dirigí la secuencia del baile en Sangre y arena (Blood and Sand, Rouben Mamoulian, 1941) con Rita Hayworth y Tony Quinn… y nadie lo sabe.

P: Pero mucha gente dice que es la única cosa buena de la película…

R: Yo también lo creo… Lo que ocurrió con esa película es que en los Estados Unidos pensaron que era la biblia del toreo, cuando en realidad Blasco Ibáñez había escrito su novela como un alegato en contra del mundo de los toros. Tyrone Power era un hombre maravilloso, todo el mundo le adoraba, podría haber hecho cualquier cosa, pero Mamoulian lo único que quería era ganar el Oscar por la fotografía en color, y de hecho lo consiguió.

P: ¿Dobla usted personalmente las escenas de toreo en El torero y la dama?

R: Algunas de ellas. Robert Stack era un hombre muy corpulento, los dos nos teñimos el pelo de rubio, tuvimos que inventarnos un montón de trucos porque los toreros eran mucho más pequeños que Stack y era difícil doblarle…

P: ¿Qué directores le gustan? ¿Es cierto que John Sturges, por ejemplo, era muy amigo suyo?

R: No sé si John Sturges me quiere o no, porque gastó doscientos mil dólares de su dinero para terminar Arruza (1972)Nos peleamos y él quería quedarse con mi película. Entonces le dije: «Un momento, John, yo no me atrevería a proponerte que volvieras a montar Los siete magníficos, ¿cómo te atreves tú a tocar mi película?» Y él me dijo: «¡Puedes coger tu película y metértela por donde te quepa!» Así que no sé… Yo le adoro, es un gran hombre, y tuvo la enorme responsabilidad de permitirme terminar ArruzaNo sé lo que piensa de mí, porque no le he vuelto a ver desde entonces, pero le admiro. Sam Peckinpah me divierte, es un tipo muy divertido y un excelente director cuando quiere serlo. Y hablando del pasado, de los directores que todos admiramos, creo que Hawks era fantástico. Mi cineasta favorito, nunca llegué a conocerle, es David Lean. Creo que es el mejor. Me admira que un director pueda coger una película como Doctor Zhivago (1965) o Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962) y consiga terminarla. Normalmente las «grandes» películas se pierden en el solo hecho de ser «grandes» y nunca salen bien. Creo que George Stevens es muy bueno y Preston Sturges fue posiblemente el mejor director de comedias que ha tenido el cine en toda su historia. Creo que Charles Vidor es mejor director de personajes femeninos que el mismo Cukor… En fin, todos tenemos nuestros gustos.

P: ¿De qué forma se siente unido a gente de su generación, como Fuller, Peckinpah, Ray…?

R: No son realmente de mi generación. Son mucho más viejos que yo, y no me refiero a, la edad, son mucho más «viejos». Y yo soy mucho más joven ahora que hace veinte años. Y tengo en realidad dos años menos de lo que dicen los periódicos, porque cuando tenía veinticuatro dije que tenía veintiséis porque me daba vergüenza ser tan joven teniendo a un director de fotografía de sesenta años. Así que en realidad nací en 1918, no en 1916. Pero ser joven es un estado de felicidad. Mi mujer es joven y hermosa, tenemos una maravillosa vida juntos y soy mucho más feliz ahora que hace años. No puedo mirar a alguien cinco o seis años mayor que yo y pensar que tengo algo que ver con él. Vivo en el mañana, no en el pasado. Les voy a decir un hombre que era de mi edad y que murió anteayer a los ochenta y seis años. Se trata de King Vidor, nunca envejeció. Es una forma de vivir. Algunos hombres envejecen prematuramente porque creen que tienen que hacerlo. No sé por qué demonios Sam Peckinpah tiene que tener un bigote canoso si es diez años más joven que yo. Hay que mantenerse jóvenes el mayor tiempo posible, ya es bastante duro mantenerse vivos.

P: ¿No cree que uno de los problemas del western ahora es que todo el mundo habla de una renovación necesaria cuando en realidad esa renovación no es posible y sólo se ha llevado a cabo en la forma de describir a los personajes?

R: Creo que la única forma posible de resucitar el western es volviendo a hacer la clase de películas que se hacían antes. Y hacerlas bien. Hace poco tuve una experiencia muy curiosa. Fui a UCLA (Universidad de California, Los Ángeles) para una proyección de ArruzaNo quería ir porque pensaba que todos esos jóvenes, en su mayoría «hippies», no iban a entender nada de lo que yo hacía. Y al final de la proyección un muchacho se levantó y me dijo: «Mr. Boetticher, si usted sigue haciendo películas como ésa va a conseguir que dejemos la marihuana». Si consigues llegar a esos jóvenes es fantástico, son tipos estupendos. Y también hubo otra cosa muy divertida, otro de ellos se levantó y me preguntó: «Mr. Boetticher, ¿qué consejo le daría a alguien que quisiera ser director de cine?» Y contesté: «No acostarse nunca con la protagonista hasta la última noche de rodaje».

P: Cuando empezó a rodar la serie de películas con Randolph Scott con Tras la pista de los asesinos (Seven Men From Now1956), ¿tenía ya la idea de que fueran todas producciones pequeñas, de bajo presupuesto, o fue algo que vino dado por las circunstancias?

R: Había una razón muy concreta que no dependía para nada de las circunstancias. Yo creo que lo que nosotros hacemos es arte. Y la gente lo único que valora ahora es cuánto dinero ha recaudado una película. Si haces una buena película, lo más seguro es que dé un montón de dinero; hoy, en Hollywood, si haces La noche de Halloween (Halloween, John Carpenter, 1978), que es una película horrorosa, sacas un montón de dinero porque es la clase de cosa que la gente quiere ver. Y yo no puedo hacer eso. Lo importante para mí es hacer una buena película, y si no estoy plenamente convencido de que la película que voy a hacer puede ser realmente buena, prefiero no empezarla siquiera. He rechazado muchas ofertas de trabajo por esa razón. Cuando empecé a dirigir era muy joven: tenía veinticinco años. Me convertí «oficialmente» en director a los veinticuatro, pero no pude dirigir hasta los veinticinco, y entonces no había televisión, no existía ninguna forma de aprender un oficio como el mío… Harry Cohn y todos los tipos duros de esa época eran amigos míos. Cuídense de los que aparentan ser amables y agradables, son los que te pueden causar más problemas. Pero los verdaderos «villanos» de Hollywood eran amigos míos, y Cohn necesitaba a un director joven, y me preguntó si yo podía dirigir. Le mentí y dije que sí, pero fue sólo más tarde —después de rodar quince o veinte películas— cuando me enteré realmente de lo que estaba haciendo. Después de El torero y la dama me asignaron películas muy importantes en la Universal, pero estaba bajo su control y era muy duro. Era muy duro hacer películas para un estudio que estaba más interesado en sacarle cinco dólares a la gente por visitar los decorados que en hacer buenas películas. Y no me refiero con eso a gente como Spielberg o como Lucas, que tienen el control total sobre sus películas.

P: ¿Estando bajo contrato en un estudio, puede escoger los guiones que quiere rodar?

R: No, nunca. Y en la Universal, como en la mayoría de los grandes estudios, al estar bajo contrato por un período de siete años, tenía cada año cuarenta semanas de trabajo y doce de descanso. Pero mis dos primeros años trabajé ciento cuatro semanas. Eso quiere decir que no tuve un solo día de vacaciones, exceptuando los domingos. En ese tiempo hice nueve películas, y todas dieron mucho dinero, pero yo no las podía soportar porque no eran todo lo buenas que tenían que ser. Así que cuando tuve la oportunidad de dirigir Tras la pista de los asesinos con la productora de John Wayne, en la que podía tener el control artístico sobre el producto y trabajar con la gente que me gustaba, decidí que para mí era mucho más importante hacer películas baratas y buenas que hacer películas caras y malas.

Una chica me preguntó el otro día: «Señor Boetticher, ¿sabe que a usted se le considera como el rey de las películas de serie B?» Y le dije que no, porque para mí no existen las películas de serie B o A, sólo hay películas buenas o malas. Y he hecho buenas películas que a veces costaban mucho dinero y a veces no. Una película puede costar cuarenta millones de dólares y resultar ser una película C

P: Resulta curioso que al mismo tiempo que usted empezaba a dirigir esa serie de películas, en la televisión se empezaban a hacer series de westerns baratas y, por lo general, muy malas. Y usted conseguía filmes baratos y buenos. De alguna manera fue el precursor de cierto tipo de producciones independientes.

R: En efecto, no era nada corriente en esa época, tuvimos mucha suerte y el control total sobre lo que hacíamos. Las películas las hacíamos yo, Randolph Scott, Harry Joe Brown, Burt Kennedy… Decidíamos qué historia queríamos rodar, Burt escribía el guión —más tarde yo con Burt—, Randy las protagonizaba… Y cada película que hicimos con él nos permitió lanzar a alguien completamente desconocido, y todos ellos han acabado por convertirse en estrellas… Y eso era algo que no se podía hacer en un estudio. Rock Hudson es un tipo encantador, pero hasta que empezó a trabajar con Doris Day no iba realmente a ninguna parte. Intentaron hacer de él una estrella del western, rodé cuatro películas con él. Y era una estrella del western como podría haberlo sido Oliver Hardy, estaba completamente fuera de lugar. Pero los del estudio me obligaban a trabajar con él, era muy joven… Y sólo después de hacer Confidencias a medianoche (Pillow Talk, Michael Gordon, 1959) se dieron cuenta de que era un magnífico actor de comedia, y que no tenía que llevar pistolas ni montar a caballo… Y entonces se convirtió en Rock Hudson. En los estudios siempre te imponen a los actores; es algo que detesto; a veces te obligaban a utilizar a protagonistas femeninas que ni siquiera podían hablar. Había también otra razón por la que hice esas películas con Randy. En esa época yo ya estaba filmando corridas de toros para Arruza, y me apresuraba en terminar una película en dieciocho días para luego irme a México a rodar corridas. Evidentemente, si hubiese estado dirigiendo películas de noventa o cien días de rodaje, como en la Universal, no podría haberlo hecho de ninguna manera. Y también aprendimos algo que resulta muy interesante para los jóvenes cineastas, y es que cuando ruedas una película con mucho presupuesto, al llegar al primer montaje es posible que tengas tres horas de película, cuando todo lo que quieres es una hora y treinta y cinco minutos. Si tienes un copión demasiado largo, lo pueden volver a montar, y entonces nada encaja. En Gigante (Giant, 1956)por ejemplo —y me considero un gran admirador de George Stevens—, no sabías quiénes eran algunos de los personajes, porque de las cuatro horas iniciales hubo que cortar al menos dos. En las películas con Scott, si necesitábamos hora y media de película, yo les entregaba una hora y treinta y cinco minutos, y así no había forma de que cambiaran nada, no podían estropear mi película…

P: ¿Se refiere usted a tragedias como la de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980)?

R: No he visto La puerta del cielo y no la veré nunca. Y tengo una buena razón para ello. Se trata, probablemente, de una película espantosa, y no quiero verla porque me gusta Cimino; es un tipo con agallas, cree en lo que hace, por lo que, si ha cometido un error, se tratará seguramente de un error muy gordo. Y no quiero verla por no tener que decir, cuando me pregunten, que es una mala película, porque admiro a la gente con agallas, y Cimino realmente luchó para hacer las cosas a su manera. Tampoco me sorprendería que dentro de unos años volvieran a lanzar la película y fuera un éxito.

P: De las películas anteriores a las que hizo con Randolph Scott, ¿cuáles le gustan? ¿Le gusta, por ejemplo, El asesino anda suelto (The Killer Is Loose, 1956)?

R: Sí, creo que es un buen espectáculo… Es curioso que usted la mencione… Lucien Ballard y yo éramos muy amigos y pensaron: «Si dejamos que estos dos tipos trabajen juntos —él a la cámara y yo dirigiendo—, se pasarán siempre del presupuesto, nos arruinarán… Nada les asusta, así que será mejor que nos libremos de ellos». Y cuando Lucien y yo oímos hablar del proyecto, nos fuimos a la Fox, nos enteramos de que el rodaje iba a durar dieciocho días y les propusimos hacerla en quince; de lo contrario no habríamos cobrado nuestros sueldos. Nos dieron una oportunidad, conseguimos rodarla en quince días, y ha resultado ser una buena película.

P: ¿Y Traición en Fort King (Seminole, 1953) o El desertor de El Álamo (The Man From the Alamo, 1953)?

R: El desertor de El Álamo es una buena película.

P: Tiene un argumento muy interesante…

R: Es una historia verídica. Y Glenn Ford es siempre magnífico. Además, Julia Adams era mi actriz favorita… Una vez estuve muy enamorado de ella. La película estaba bien, pero no se pueden rodar películas en tan poco tiempo, muchas veces mientras terminaba de dirigir una película ya estaba leyendo el guion de la siguiente… Acababa siempre por discutir con los productores, y así me construí una fama de tipo difícil, porque nunca escuchaba sus consejos. Afortunadamente no los escuché, pero… hacer películas es como ir a la guerra, y no debería ser así. Antes, cuando decía que para mí el cine es arte, no he llegado a explicarlo. Pero piensen, por un momento, qué grandes películas tendríamos hoy si los artistas del pasado hubieran tenido cámaras y sonido… Piensen, por un momento, en lo que habría hecho Miguel Ángel con los medios de los que disponemos ahora… O Van Gogh. Sus películas habrían sido posiblemente como las de Andy Warhol, quién sabe; pero seguramente habrían sido muy interesantes. Pero hoy, en Hollywood, sólo piensan en el dinero que recaudará una película. La industria se encuentra en peligro por esto.

P: Se hacen películas «tecnológicas», muy frías…

R: Es que son gente muy fría. Es algo que siempre me ha preocupado. Antes de venir a España llamé a Andrew Sarris y Vincent Canby —los dos críticos más importantes de Nueva York— y les dije «Quiero preguntaros algo, porque voy a gastar un montón de dinero en un western, en la película que pienso rodar en España, y no quiero engañar a nadie. Si hiciera la mejor película que he hecho nunca, con mi experiencia y mi habilidad en dirigir este tipo de películas, ¿tendría éxito?» Y creyeron que les estaba tomando el pelo, me dijeron «Si hicieras la mejor película que has hecho nunca, sería el mayor éxito de taquilla en los Estados Unidos, y empezaría aquí, en Nueva York.» Creo que tienen ustedes razón, simplemente no se han hecho buenas películas del Oeste. Y es porque no se pueden hacer películas para hacer dinero. Don Siegel —que es un hombre encantador y un excelente director— me llamó después de la proyección de Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sara, 1967) para agradecerme el no haberme levantado en medio de la proyección. Yo estaba horrorizado por lo que habían hecho con mi guion, y creo que es realmente la única mala película que ha hecho Siegel en toda su carrera. En la Universal ni siquiera entendieron quién era la otra mula… Y el único imbécil en todo el cine que no se dio cuenta inmediatamente de que Shirley McLaine no era una monja fue Clint Eastwood. En realidad tenía que enamorarse de ella sólo porque era la única mujer con la que nunca se había acostado, pero ¿no se daba cuenta de que olía a tabaco y alcohol? Yo quería haber hecho la película con Bob Mitchum y Silvia Pinal, quería a una actriz que pudiera parecer de verdad una monja hasta los dos últimos minutos de la película, y pensé en alguien desconocido en Hollywood, como Silvia Pinal, porque las actrices de Hollywood que podrían haber hecho bien el papel ya lo habían interpretado en otras ocasiones, como, por ejemplo, Audrey Hepburn. Pero la única razón por la que contrataron a Shriley McLaine fue porque tenía un contrato con la Universal para dos películas más, y, como entendieron que no resultaría creíble como monja, cambiaron todo el sentido de la película. Y eso que Shirley McLaine es una actriz absolutamente maravillosa, y lo ha demostrado en la casi totalidad de su carrera, por ejemplo, en El apartamento (The Apartment, Billy Wilder, 1960). Es realmente muy duro hacer películas así… Una de las razones por las que Arruza ha representado tantas cosas buenas para mí es que me sirvió para darme cuenta de que podía enfrentarme a esa gente, ignorarles, y, sin embargo, ganarles la partida. Alguien me preguntó en una ocasión: «¿Por qué no teme a la gente de Hollywood?» Me eché a reír y le contesté: «Bueno, porque, comparados con esos toros negros, ¡parecen la Virgen María!» Y es cierto, ¿qué productor puede parecerse a un miura? Pero la gente tiene tanto miedo a perder su trabajo, a perder su dinero, a no poderse permitir cuatro automóviles y dos sirvientas… Una vez, cuando todavía estaba casado con Debra Paget, discutí con ella. Entonces salí al jardín y pensé que era el tipo más insignificante en todo Hollywood, porque nunca acudía a las fiestas ni frecuentaba a la gente que se suponía debía frecuentar. Estaban encendidas todas las luces en mi jardín, paseé un poco y eché una ojeada en mi garaje: tenía cuatro coches nuevos de fábrica. De pronto me di cuenta de que era tan mezquino como todos los de Hollywood, y a la semana siguiente vendí tres coches. Y ése es realmente el problema: si tienes que hacer una mala película para poder pagar tus facturas, estás metido en un buen lío.

P: Sólo he visto quince o dieciséis de sus películas, pero creo que no ha dirigido usted nunca una comedia.

R: ¿Saben por qué no he hecho una comedia? Mis películas son muy divertidas. La que vieron ustedes anoche (Tras la pista de los asesinos) es muy divertida y muy seria. Lo que, por ejemplo, resulta divertido para mí es cuando Butch Cassidy y The Sundance Kid están metidos en un lío —y mis personajes siempre tienen algún problema— y llegan al borde de ese precipicio y Newman le dice a Redford «¡Salta!» y Redford le contesta «No sé nadar» y Newman dice «Da igual, la caída nos va a matar…» Y la gente se ríe. Pero no es lo mismo que cuando Blake Edwards decide hacer La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963)porque es muy difícil hacer reír al público cuando se tiene la intención de hacerle reír.

P: ¿No cree que uno de los problemas del western hoy es que la gente que de verdad lo ha conocido ya está muerta y está desapareciendo la tradición? Creo que usted ha tenido contacto con esa gente que vivió en el legendario Oeste…

R: Bueno, es quizá el tipo de vida que yo he llevado. La gente a veces me pregunta por qué he hecho esas películas y por qué esas películas han sido un éxito. En mis películas no he tenido nunca que dirigirme hacia lo que yo era en Sangre y arena, como se dirigía Mamoulian hacia ese muchacho de veinte años que era yo, para preguntarle qué era lo que tenía que hacer. Entiendo de caballos, entiendo de toros, ahora entiendo también de gángsters —son realmente gente muy dura—, y no tengo que preguntarle a nadie. Y el resultado es que cuando les pido a mis actores que hagan algo saben que tengo razón, y nunca he tenido ningún problema en ese terreno. Sólo hago películas sobre cosas que conozco.

P: Un poco como Raoul Walsh, que también fue vaquero antes que director de cine…

R: Bueno, Walsh era un genio… Les voy a contar una anécdota muy divertida sobre Walsh, a quien realmente admiro. Lucien Ballard siempre ha sido mi director de fotografía favorito, es realmente un hombre de una pieza… Un día nos levantamos a las cuatro de la mañana, hacía un frío terrible… Nos montamos en mi furgoneta y nos dirigimos a las montañas. Luego conseguimos dos mulas y fuimos con las mulas hasta donde podíamos llegar, y después anduvimos un buen trecho. Hacia las seis menos cuarto de la mañana llegamos cerca de la cumbre —estaba todo nevado— y le dije a Lucien: «Mira, Lucien. El sol va a salir por ahí dentro de una hora. Mañana por la mañana, a las seis menos cuarto, tienes que estar aquí con un objetivo del 25. Esta será la escena inicial de la película. Quiero ver a Randolph Scott así de pequeño acercándose desde allá lejos.» Lucien me dijo entonces que esperara un momento y subió un poco más arriba, hasta que encontró una señal clavada en el suelo. Me miró y dijo: «Raoul Walsh rodó desde este punto exacto, hace diez años. ¿Quieres poner la cámara aquí o donde estás tú?» Y le dije: «Aquí.» O sea, que el viejo había estado en esa misma montaña… Era realmente un tipo con agallas… Nos estuvimos riendo un buen rato… No puedes hacer nunca nada que alguien no haya hecho antes. Pero Walsh era maravilloso, Hawks era maravilloso, Ford era maravilloso…

P: En las películas con Randolph Scott su personaje demuestra siempre cierto fanatismo en alcanzar sus objetivos, está quizá menos matizado que los personajes de los «villanos», que resultan siempre más atractivos y divertidos.

R: Es totalmente cierto. Por eso todos los «villanos» de mis películas han acabado por convertirse en estrellas. Era una idea completamente nueva y hecha a propósito. Antes de mis películas los «villanos» eran siempre malos, y en mis películas son maravillosos, le gustan al público siempre más que Scott. También por eso dejé que Randy interpretara sus papeles con tanta sobriedad, para permitirle una mayor libertad a mis «villanos», y que pudieran bromear y hacer tonterías.

P: Son en cierto modo más humanos…

R: Por supuesto. Legs Diamond era un tipo terrible, un hombre verdaderamente peligroso, el único en la historia del gangsterismo que nunca tuvo una banda. Asesinó a muchos hombres, pero al final de la película el público está completamente fascinado por él, hasta que llegan a sus casas y piensan «Dios mío, ¡era un hombre terrible!» Y así todos esos «villanos», Marvin, Coburn…, se han hecho mucho más famosos de lo que jamás llegara a serlo Randy Scott. Son muy humanos.

P: Es terrible el momento en que Randolph Scott tiene que matar a Richard Boone en Los cautivos (The Tall T, 1957)…

R: En Los cautivos la última persona que Boone quiere ver antes de morir es a Scott, su cara está destrozada, pero quiere ver a Scott para decirle que lo entiende…

P: Y también es terrible la expresión de Lee Marvin en Tras la pista de los asesinos, no puede entender por qué no ha conseguido desenfundar…, por qué las pistolas no están en sus manos…

R: Sí, pero, en vez de tener a Randy diciendo «¡Fantástico!», le vemos sentarse en una roca, y está realmente triste. Nadie había visto en un western que el protagonista estuviera triste por haber matado al malo. ¿Se imaginan a Alan Ladd triste después de haber matado a Jack Palance? -en Raíces profundas, (Shane, George Stevens, 1953)-?…

P: Y, por ejemplo, en Un tiempo para morir (A Time for Dying, 1969el protagonista muere.

R: Y tenía que morir. Se lo merecía. Quería mostrar en esa película que un muchacho fuera de su elemento no puede ser algo que no debería ser. Para ser un «matón» se puede ser el pistolero más rápido del mundo, pero tienes que aparentar también que eres capaz de matar. Por ejemplo, ¿cuántos toreros consiguen las dos orejas y el rabo? Pero si eres un gran matador como Manolete, Joselito, Arruza, El Viti, Belmonte, no dices «Espero poder matar ese toro», dices «Voy a matar ese toro». Si no piensas de esa forma nunca vas a conseguir nada.

P: Ayer, en la rueda de prensa, usted dijo que creía que se volverían a rodar westerns. En su opinión, ¿qué clase de directores serán los que rueden estos nuevos westerns? ¿Jóvenes directores salidos de las universidades escuelas de cine…?

R: Bueno, la universidad te puede enseñar técnicamente lo que tienes que hacer, pero eso no te convierte en un director. En primer lugar, porque la gente que te está enseñando no son directores, son profesores, y ¿qué pueden enseñarte? Los jóvenes deberían intentar buscarse sus propias experiencias, como hice yo, y cometer un millón de errores hasta que un buen día te conviertes en un director. Alguien me preguntó hace algunos años: «¿Cuándo sentiste que eras un director hecho y derecho?» y respondí: «¡Después de rodar quince películas horrorosas!» Tienes que equivocarte muchas veces hasta que un día, si tienes talento, todo empieza a encajar. Ocurre lo mismo con algunos purasangres que criamos en nuestra granja. Trabajas con ellos todos los días y tienes la impresión de que no están aprendiendo nada, hasta que un buen día lo hacen todo bien. En la universidad no te pueden enseñar cómo tratar a Anthony Quinn cuando tiene un problema; para ser director tienes que ser también un poco psiquiatra y saber por instinto cómo contar una historia… Lo cierto es que ahora no hay buenos narradores en Hollywood.

P: ¿Pero no cree que ahora es difícil para los jóvenes directores aprender a rodar un western?

R: La única forma para aprender es viviendo en el Oeste, estudiando a los cowboys, montando a caballo. No verán nunca en mis películas, como en cambio ocurre en tantas otras, a un actor que no sepa montar a caballo con gran soltura. Lo primero que hago antes de contratar a un actor nuevo es llevarle a dar un paseo a caballo. Si pasa la prueba, estupendo.

P: ¿Cambió la muerte de Arruza de alguna manera el planteamiento original de la película?

R: No, sólo el final. La película que hay ahora es exactamente lo que yo quería que fuera: un documental. Me casé con Debra Paget; no había visto nunca sus películas, pero pensaba que era mucho mejor actriz de lo que nunca tuvo ocasión de demostrar, por lo que cambié la idea original del documental por una película de ficción en la que Debra encarnaría a la mujer de Arruza. Y cambié el nombre de Arruza por el de Estrada e iba a utilizar a Carlos Arruza como actor. Pero cuando Debra se divorció de mí, volví al proyecto inicial.

P: ¿Ha llegado a estrenarse la película en México?

R: Sí, pero sólo en una sala muy pequeña. Voy a recuperarla este año, y entonces se exhibirá en todo el mundo.

P: ¿Rodó cada película con una cámara?

R: No, con diez. Nunca rodé ninguna corrida con menos de diez cámaras. Recuerdo que el entonces empresario de la plaza de México era un tipo temible; a su lado, Hitler hubiera parecido una colegiala. Y Carlos y yo cavamos un hoyo en la plaza, detrás de la barrera, en el callejón, para meter dos cámaras. Y vino el empresario y me dijo: «Budd, no puedes cavar un hoyo en la mayor plaza del mundo.» Y Arruza contestó: «Si Budd no cava, yo no toreo.» Luego, uno de los cámaras me preguntó: «¿Quieres que haga una panorámica con el público?» Y le dije: «No, lo que quiero es que se vea que el hombre en el ruedo está completamente solo. La arena tiene que parecer el desierto del Sáhara.»

Ahora estoy buscando financiación en España para mi próxima película, A Horse For Mister Barnum, porque creo que cuando ruedas una película en un país, ese país debería invertir dinero en ella. Si voy a hacer algo en España quiero dinero español.

P: ¿Tiene ya algún contacto?

R: No, todavía no. Además, no es mi trabajo. La única película por la que me moví personalmente para terminarla fue Arruza. Nunca más… He tenido una entrevista con un joven muy agradable, un portugués llamado Paulo Branco. Nosotros pensamos poner lo esencial de la película, eso es, el guión, el director, el productor, los actores americanos, que son sólo tres. Lo demás —los transportes, la película virgen, las cámaras— lo tendrían que poner entre España, Portugal y posiblemente Francia.

P: ¿Estuvo usted aquí hace diez años con el mismo proyecto?

R: No, lo escribí hace diez años. Y no voy a cambiar nada. Lo he vuelto a leer por primera vez aquí, en estos días. Cuando termino algo, lo meto en el cajón y no lo vuelvo a mirar hasta que voy a hacerlo. De la misma forma he metido en un cajón cuatro guiones y un libro. Y es curioso, porque, al volverlo a leer, ha sido como si estuviera leyendo algo que había escrito otra persona. Y de veras pienso que va a ser una película magnífica.

P: Pero me parece recordar que estuvo aquí hace diez años intentando montar esta misma película…

R.: No, no… Vine a hacer turismo y a ver torear a Paco Camino, Diego Puerta y El Cordobés… Para mi nueva película tengo ya contratado a James Coburn, y luego quiero también, para el otro papel protagonista, a Dustin Hoffman o Richard Dreyfuss. Las únicas personas que voy a traer de los Estados Unidos son mi director de fotografía, Lucien Ballard, mi ayudante de dirección, los tres americanos y el señor Barnum, que tiene ochenta y ocho años y sólo trabajará una semana. Todos los demás serán actores y actrices europeos.

P: He leído en algunas revistas que ha escrito usted dos libros, una novela y una especie de autobiografía.

R: No, uno es un guion, Feathernest, que mi esposa me sugirió que escribiera porque nadie sabe en realidad cómo llegué a entrar en el mundo de los toros. Y es una historia apasionante.

P: ¿Y qué puede decirnos de When In Disgrace? ¿Se ha publicado ya?

R: No, y les voy a contar por qué. Cuando volví de México —y When In Disgrace no quiere decir when in disgrace, punto—… Es el principio de When, in disgrace with fortune and men’s eyes… (1). Y eso es tan cierto en relación a mi historia en México… Look upon myself and curse my fate… que es lo que me ocurrió. No entendía nada y maldecía mi destino, no podía entender que nadie allá arriba no me echara una mano. Tengo tan buena memoria que pude trasladar al papel esos siete años terribles en México. Estuve en prisión, querían el diez por ciento de la película y la mafia mexicana consiguió meterme en la cárcel. Pude salir gracias al presidente de México, quien, para protegerme, llegó a decir «A menos que el señor Boetticher intente asesinarme, no le vuelvan a molestar.» Luego, mi asesor financiero organizó todo un tinglado para intentar que volviera a los Estados Unidos para rodar una película con John Wayne. El tipo estaba preocupado porque no sólo no le estaba pagando el diez por ciento de todo lo que ganaba, sino que me estaba gastando todo mi dinero para hacer Arruza. Entonces, cuando Debra me dejó y me agarré una borrachera monstruosa, me dijeron que tenían que inyectarme glucosa en la sangre para salvarme, y en realidad me pusieron pentotal y me encerraron en un hospital psiquiátrico. Mi asesor financiero, después de las experiencias con drogas en la Segunda Guerra Mundial, pensaba que después de cinco días a base de inyecciones de pentotal acabaría por firmar cualquier documento y podrían llevarme de regreso a los Estados Unidos para volverme a poner a trabajar.

Pero cuando Arruza se enteró de dónde estaba, vino a verme con dos pistoleros y su cuadrilla. En la puerta le reconocieron y no le dejaron entrar. Entonces se montaron en su furgoneta, dieron marcha atrás y se lanzaron con ella contra las puertas del hospital hasta entrar en el mismo hall. Fue fantástico. Años más tarde, mi asesor financiero acabó en la cárcel, con una condena de dieciséis años por estafa. Consiguió estafarle un millón y medio de dólares a Jack Warner. Hay que ser muy listo para eso. Pero volviendo al libro, escribí todo eso, y al salir del sanatorio estaba completamente arruinado. Escribí el guión de Dos mulas y una mujer en el suelo de una pequeña cabaña sucia, sin luz eléctrica… Cuando alguien me dice «¡Qué cosa más terrible le ocurrió con Arruza!» les digo que no, porque por lo menos nunca tuve que tragarme la mierda de Hollywood y nunca he tenido que sacrificar una película a los intereses de esa gente, como ha sucedido con Dos mulas y una mujer.

Ahora ya no estoy arruinado, tengo una esposa maravillosa y veinticuatro hermosos caballos y una nueva vida por delante.

Pero, volviendo a la pregunta sobre el libro, después de escribirlo —y todo en él es auténtico— se lo envié a las dos mayores editoriales americanas. Al cabo de cierto tiempo recibí la misma respuesta de las dos: «Estimado Mr. Boetticher, hemos leído su libro con gran interés, y cuando decida, finalmente, si quiere escribir una novela de ficción o una autobiografía, vuelva a ponerse en contacto con nosotros» Nadie podía creerlo. Ahora todo el mundo sabe que es verdad.

P: ¿Y ahora piensa publicarlo?

R: Voy a publicarlo y además voy a utilizarlo para hacer una película. Empezará con la voz de Orson Welles leyendo el soneto When, in disgrace… sobre los títulos de crédito. Me encantaría que Burt Reynolds hiciera mi papel. He cambiado algo la historia. Será la de un director de cine que va a México en un hermoso Rolls Royce blanco con su mujer, para dirigir la película «definitiva» sobre el mundo de los toros. No consigue empezarla nunca porque el joven torero, que tiene que interpretar al viejo maestro, y éste no llegan a ponerse de acuerdo en nada, y cuando por fin lo consiguen mueren en un accidente de automóvil, como Arruza. Y allí es donde interviene la nueva compañera del director, que le convence para que escriba un guión sobre su experiencia en México, que ha sido, sin quererlo, la más hermosa película de su vida.

1. Soneto XXIX de William Shakespeare

Psicopatía depredadora: La última caza (The Last Hunt, Richard Brooks, 1956)

 

Aunque suele señalarse la década de los sesenta, con las últimas obras de veteranos del western como John Ford, Howard Hawks o Raoul Walsh, la irrupción de nuevos autores como Sam Peckinpah o Sergio Leone como avanzadilla y máxima expresión del spaghetti-western, y las relecturas políticas y sociológicas del género en relación con los acontecimientos del momento (derechos civiles, Guerra Fría, guerra de Vietnam…), como la etapa crucial en la renovación y proyección del cine del Oeste hacia el futuro, lo cierto es que, como de costumbre, pueden atisbarse suficientes huellas de evolución, regeneración y transformación en las décadas anteriores, en las películas de esos mismos directores clásicos -perspectiva pro-india o al menos respetuosa con su punto de vista y con la realidad histórica, tratamiento crítico de la violencia, superación de arquetipos y de lugares comunes y mayor profundidad psicológica y narrativa- o en las de otros que, como Richard Brooks, realizaron puntuales pero muy estimables incursiones en el género cinematográfico norteamericano por excelencia, y que, debido precisamente a esa especificidad, se convierte asimismo en universal. En La última caza encontramos un western clásico en el fondo (rivalidad personal y profesional de dos hombres combinada por su atracción por una misma mujer) y en la forma (gran formato, parajes abiertos, grandes paisajes, banda sonora al uso -de Daniele Amfitheatrof- y espectacular y colorista fotografía -de Russell Harlan-) para narrar una historia que, partiendo de mimbres igualmente recurrentes (cazadores de búfalos, la pelea por los beneficios, el enfrentamiento con los indios), proporciona nuevos ángulos -el mismo año que Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956)- desde los que observar el western y la sociedad de la que emana.

En primer lugar, destaca la vertiente ecologista y conservacionista del guion escrito por Richard Brooks a partir de la novela de Milton Lott. El hilo argumental, la coincidencia de un grupo de personas variopintas en una partida que se dedica a la caza profesional de búfalos para lucrarse con sus pieles, permite introducir un discurso que responde a una concepción moderna y plenamente vigente de los valores conservacionistas y de preservación de la naturaleza. Personificado en los búfalos, en el decreciente número de sus manadas y de los individuos que las componen, el relato aboga por la conservación incluso atendiendo a las razones egoístas: el mantenimiento de la especie contribuye no solo a garantizar el equilibrio natural, sino que constituye una fuente de prosperidad al permitir a futuro la explotación sostenible y continuada de los recursos, y con ello evitar el inconveniente del nomadismo excesivo o de un sobrevenido y necesario reciclaje personal poniendo el revólver y el rifle al servicio de otros fines tanto o más perversos que el asesinato sistemático de animales. De este razonamiento se deriva otro posterior y tanto o más importante, y es la importancia decisiva que los búfalos tienen para los indios, su cultura y su medio de vida, incluso tras ser derrotados, sometidos y confinados en reservas a menudo fuera de sus territorios tradicionales. Y por esa vía la película llega a presentar la psicología de los personajes, en particular del protagonista negativo de la cinta, el psicópata depredador Charles Gilson (Robert Taylor), que de un pasado sangriento de violencia contra los indios ha pasado a lucrarse con la eliminación brutal, sistemática, sin medida, de todo búfalo, macho o hembra, adulto o cría, que se cruza en su camino, no tanto porque le reconforte matar búfalos, sino porque lo que le gusta es matar, pero si además se gana la vida con ello, mucho mejor. A tal fin recluta a un grupo encabezado por Sandy McKenzie (Stewart Granger), que accede por necesidad pero manifiesta no pocos escrúpulos al comprender los efectos de sus acciones tanto para los animales como para los seres humanos que dependen de ellos; Woodfoot (Lloyd Nolan), un viejo tullido que personifica el viejo Oeste, el medio de vida, no desprovisto del todo de un código de honor, que está a punto de desaparecer junto con el último búfalo; Jimmy (Russ Tamblyn), un joven e ingenuo mestizo (y además, pelirrojo) que concita los odios raciales de Charles; una joven india (Debra Paget) y su pequeño, que sobreviven a la escabechina que Charles hace con un grupo de indios ladrones de caballos y que este acoge, literalmente, como esclavos.

Los búfalos y la muchacha india son los puntos de fricción entre Charles y Sandy, cuyo antagonismo se va haciendo cada vez más agudo. Primero, porque Sandy sabe que no tiene más remedio que matar para sobrevivir, pero también cuándo parar, cuándo tiene bastante, y distinguir entre el cazador y el carnicero. Segundo, porque poco a poco se enamora de la muchacha india y sufre cuando, cada noche, Charles abusa de ella y la viola sin contemplaciones. Así, el guion une el abuso de los recursos en la infantil creencia de su carácter ilimitado con el hundimiento de una cultura arrasada por el hambre y con el crimen personificado en la violación continuada de la mujer india y su sometimiento a esclavitud, asociación de ideas de lo más revolucionaria en la era Eisenhower. El episodio de la piel del búfalo blanco, animal sagrado para los indios, «gran medicina», y la negativa de Charles a cederla a los indios, tanto por el beneficio económico que espera obtener por ella como por orgullo, por la voluntad de no ceder un ápice ante los indios y de negarse a tener con ellos cualquier rasgo de humanidad, es ilustrativo de esta psicología irreflexiva, destructiva, alimentada de odio.

La película, que alterna exteriores de gran vistosidad a los que la fotografía saca un excelente partido con las escenas menos afortunadas que los recrean en interiores, discurre por derroteros que a la acción (las secuencias de caza, las peleas en los salones y tabernas, los duelos a pistola, las persecuciones de carros y caballos) suman una interesante caracterización de personajes a base de pinceladas suaves pero precisas, buenos diálogos y un subtexto rico en perspectivas y matices que revelan distintas actitudes y sensibilidades, siempre al servicio de la reivindicación de la naturaleza y de una vida armónica en su seno, de la que los indios son ejemplo a seguir (no así en otras cosas). Unos indios que, como tales habitantes de un mundo en estado natural, para individuos como Charles merecen idéntico tratamiento y régimen de explotación que el dedicado a los búfalos. Desde este punto de vista, sin embargo, la película le pertenece por derecho a Robert Taylor. Antaño galán más o menos soso y acartonado en películas de todo tipo, en la fase más veterana de su filmografía supo crear personajes ambiguos y retorcidos como este Charles Gilson, un auténtico psicópata sediento de sangre para quien la vida, humana o de cualquier otro animal, no tiene ningún valor, y que engrosa por derecho propio la larga lista de dementes, psicópatas e iluminados (pistoleros, militares, jugadores, tramperos, cuatreros) que pueblan el género del western. Egoísta, carente de cualquier sentimiento que no sea el de posesión y satisfacción de sus más primitivos instintos, entiende que la única manera de sentirse vivo es acabar con todo lo que vive a su alrededor, ya sea físicamente o anulándolo por completo, despreciándolo, sometiéndolo, aduñándose de él, a veces únicamente, como en el caso de la chica, para imponerse y hacer sufrir a sus semejantes, Sandy en este caso. En este sentido, la conclusión de la película, que funde en un único instante el enfrentamiento entre personajes por la mujer y por los negocios y el discurso sobre la naturaleza, evita el lugar común propio de los desenlaces del western al tiempo que se erige en una especie de manifestación de justicia poética: la venganza de la naturaleza contra un ser humano que le es hostil, que se cree a la vez Dios, soberano todopoderoso y ángel exterminador.

Diálogos de celuloide – Odio entre hermanos (House of strangers, Joseph L. Mankiewicz, 1949)

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En el viejo continente, un chico y una chica se comprometen. Esperan un año, dos años. Se casan cuando se aburre el uno del otro. En los Estados Unidos es diferente. Se casan enseguida y después se aburren.

House of strangers. Joseph L. Mankiewicz (1949).

 

Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)

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Abrimos temporada con La mujer pirata, hermosa, vibrante y colorista aventura dirigida por Jacques Tourneur en 1951, encuadrada dentro de la llamada serie B pero que con el paso del tiempo ha ido adquiriendo un merecido reconocimiento que excede cualquier intento de devaluación que pueda pretender encerrarse en dicho calificativo. Las antiguas películas de serie B, cuya categoría venía marcada únicamente por el presupuesto invertido y, por tanto, por el segundo orden de las estrellas participantes y el número total de días de rodaje disponibles, ofrecen muy a menudo joyas que, por ejemplo, en el cine actual de presunta clase A, son imposibles siquiera de soñar. La mujer pirata es uno de esos casos: película pequeña, breve (78 minutos), de ritmo vertiginoso y entregada por entero a un carrusel de peripecias y sucedidos casi sin respiro, posee un subtexto y un lenguaje subliminal de una calidad y un nivel de sugerencia que ya quisieran para sí la mayor parte de los guionistas del cine comercial hollywoodiense de hoy.

La briosa partitura de Franz Waxman, después de un prefacio en el que se nos informa de cuáles han sido los últimos capitanes abatidos por la Marina de Su Majestad (que encontrará su contrapunto al final de la cinta), nos introduce de lleno en las andanzas del capitán Providence, amenaza del mar Caribe, cuya particularidad más llamativa es que se trata de una mujer (Jean Peters) -un hecho, dicho sea de paso, para nada fantasioso en exceso, puesto que, aunque arrinconadas por la historia, mujeres piratas, allí y en otras demarcaciones, las hubo, y bien guerreras, como la verídica Anne Bonny, en la que se basa ligeramente el personaje-. Anne Providence, heredera del puesto de su padre, es además la protegida del último de los grandes piratas, el capitán Teach, más conocido como Barbanegra (Thomas Gomez, con una barba -y ahí sí que se ven las limitaciones presupuestarias, que parece de esparto, o bien de broma, de las que se venden a las mujeres en las parodias judaicas para poder asistir a las lapidaciones…), y como tal coparticipa de no pocos de sus negocios y fechorías. Sin embargo, la ambición pecuniaria no es lo único que mueve a la buena de Anne: el rencor, en su máxima manifestación, la perpetua sed de sangrienta venganza contra los ingleses, asesinos de su hermano, dirige, en última instancia, sus pasos. Desde luego, ningún buque inglés debe esperar clemencia de la Reina de Saba, el barco de Providence, y lo mismo cabe decir de sus tripulantes, invariablemente pasados por la quilla. Excepto cuando se trata de corsarios franceses prisioneros que ella pueda rescatar, como ocurre con Pierre (Louis Jourdan), que entra a formar parte de la tripulación de Anne como piloto, ya que el suyo ha muerto en el abordaje, y que pronto le abre la posibilidad de nuevos horizontes, en forma de tesoros monetarios y de los otros…

Y ahí empieza el festival, una partida de naipes en la que cada jugador va de farol: a Anne, la mujer indómita sin espacio en su corazón para sentimientos, empieza a darle gustirrinín encontrarse en compañía del francés; este, al parecer, esconde algo bajo su identidad corsaria, tal vez su condición de espía y un cargo de oficial de la marina, quizá una esposa (Debra Paget) oculta en algún puerto del Caribe; Red Dougal (James Robertson Justice, en uno de sus papeles medidos como anillo al dedo), puesto entre los oficiales del Reina de Saba por Barbanegra para «proteger» a Anne, empieza a hacer igualmente de espía para su señor, máxime cuando, por vez primera, los intereses de Anne, quizá cegados por el amor, chocan con los de su mentor; mientras que el doctor Jameson (Herbert Marshall), un veterano de la vida, suelta cínicas y socarronas perlas en lo que es una agudísima y lúcida interpretación de lo que está viendo. A partir de ahí, la película se convierte en un tiovivo en el que los personajes se encuentran y desencuentran, se aman y se odian, se combaten y se ayudan, se atacan y se defienden, en la que cabe el amor, el desamor, el odio, los celos, la traición, la aventura, la avaricia, el desengaño, el cumplimiento del deber, la resignación y la redención. Continuar leyendo «Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)»