Un western de su tiempo: Rio Conchos (Gordon Douglas, 1964)

 

Muy pronto queda evidenciado en este excelente western (otro más, y son unos cuantos, como ya se comentó a propósito de Solo el valiente) de Gordon Douglas, uno de esos llamados «artesanos» cuya filmografía ya querrían para sí muchos de esos considerados «autores», que una buena película del Oeste, además de ofrecer una vibrante historia de aventuras situada en la frontera mexicana, puede proponer interesantes y oportunas reflexiones críticas sobre la América del momento de su rodaje, mediada la década de los sesenta y en plena efervescencia de la lucha por los derechos civiles de la población negra, entre otras minorías. La caracterización de los personajes gira en torno a ese detalle particular, la raza a la que pertenecen y sus relaciones con los individuos de otras razas, bien sean estas las de tolerancia o de rechazo basado en estereotipos o en generalizaciones resultado de malas experiencias personales. Así sucede con Lassiter (Richard Boone), exoficial sudista durante la guerra civil que destila un odio visceral por los indios que asesinaron a su familia. Frente a él, el capitán Haven (Stuart Whitman), representante del nuevo Estado, del nuevo orden deseable que defiende la ley y la convivencia pacífica. Este está secundado por el sargento Franklyn (Jim Brown, en su debut tras abandonar su carrera en el fútbol americano), uno de los conocidos como Buffalo Soldiers de la caballería estadounidense. El grupo lo completan Rodríguez (Tony Franciosa), un bandolero mexicano, conocido de Lassiter, encerrado en la prisión de un fuerte y que está a punto de ser ejecutado, y Sally (Wende Wagner), una apache a la que arrastran en el cumplimento de su misión. Esta no es nada indiferente al tema de fondo: se trata de recuperar un cargamento de armas robadas que se cree que está en posesión del coronel Pardee (Edmond O’Brien), un militar confederado que está reuniendo al otro lado de la frontera mexicana un heterogéneo grupo de fuerzas (apaches, confederados huidos, forajidos mexicanos) con las que regresar al sur de Estados Unidos y reanudar la guerra civil.

Producida por 20th Century Fox, con guion de Joseph Landon y Clair Huffaker a partir de la novela de este, la película posee la entidad visual propia del mejor western de la época, con la fotografía en color DeLuxe de Joseph MacDonald, especialmente destacada en los exteriores, y el adecuado acompañamiento sonoro gracias a la estupenda partitura de Jerry Goldsmith. Algo carente de brío y espectacularidad en las secuencias de acción (muestra de ello es la secuencia del incendio provocado en el sitio a la granja abandonada, o, igualmente, el episodio de la maniobra de distracción en la taberna para el cruce del río por la pasarela), por más que resulten eficaces y consecuentes al sentido del argumento, la fuerza de la película radica en las relaciones entre los personajes y, particularmente, sobre la evolución del personaje de Lassiter. La película juega al comienzo con su doble condición de asesino de indios (desarmados, indefensos y en plena ceremonia de un funeral) y de sudista militante, vertiendo en la muerte indiscriminada de unos apaches pacíficos todo el odio acumulado por el personaje, y erigiéndole en antagonista natural del sargento Franklyn, al que reta desde su posición de sudista blanco que ha combatido a favor del mantenimiento de la esclavitud y se enfrenta ahora a un militar negro del ejército enemigo, al que considera doblemente subalterno, por su rango y por su raza. Sin embargo, a medida que se desarrolla la trama (y es previsible), Lassiter muta de temperamento a partir de la sucesión de episodios que conectan directamente con su trauma personal, desde el abandono del bebé en la granja saqueada por los apaches hasta el reconocimiento en Franklyn de un hombre valiente y diestro en la lucha contra los indios. Este proceso de reescritura personal culmina con el hallazgo del ejército de Pardee y su pequeño reino, mitad fuerte mitad ciudad en construcción, con la súbita comprensión de que un antiguo camarada de armas y objeto de admiración ahora se dispone a utilizar a los indios como fuerza de choque para la causa. La lealtad a sus compañeros de misión y la quiebra parcial de sus propios valores cierran el proceso de cambio de personaje cuyo clímax es el enfrentamiento con Pardee y sus partidas guerreras. Menos matizados son estos procesos en el capitán Haven y en Franklyn, personajes de una pieza, y más estereotipados y ambiguos en el caso de Rodríguez, cuya turbiedad y dudosa fiabilidad, insinuadas al comienzo de la historia, no hacen sino confirmarse a cada paso de la trama. El giro del personaje de Sally tampoco queda suficientemente construido y explicado, quedando muy libremente a la interpretación del espectador.

Bien equilibrada en su metraje de una hora y tres cuartos, alternando momentos más reposados y reflexivos con súbitos estallidos de acción violenta, se trata de una de esas obras de «artesano» realizadas con destreza y oficio, con actores solventes para los papeles que tienen adjudicados, buena factura visual, sustrato bien elaborado y presentado, diálogos con poso y subtexto, que adelantan en parte el cine que vendrá -de Peckinpah a Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, Robert Aldrich, 1967) o incluso Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979- y conectan sobradamente con la incómoda realidad de su tiempo. Ahí radica quizá el mayor valor de la película y su posición en la historia del western como género, puesto que establece un puente directo entre el momento de su rodaje y estreno y el contexto temporal de la historia que relata. De esta manera, rescata el epílogo de la guerra civil y la candente cuestión del racismo (no solo con los negros; también respecto a los indios o los hispanos) en un momento en el que los fantasmas de ese conflicto inconcluso o mal cerrado revivían en la sociedad norteamericana con el protagonismo de personajes no demasiado alejados de la naturaleza de Pardee. Este encarna en su megalomanía ciertas esencias de la intransigencia norteamericana, y su larga sombra se proyecta sobre su campamento, coronado por esa mansión en construcción, rodeada de ex soldados confederados, apaches y partidas de bandidos mexicanos, que pretende erigir a imagen y semejanza de las grandes propiedades de amplias y altas fachadas, ventanas y columnas propias de las plantaciones del viejo sur arrebatado por las tropas de la Unión a las que pretende volver a enfrentarse. Su imagen última, incrédulo y resignado ante el desmantelamiento de su plan, girándose y penetrando en esa enorme casa a medio hacer que ya se consume en llamas, supone un espléndido colofón a un tiempo que una excelente metáfora visual del tiempo real que retrata, el de una sociedad que no ha terminado de fraguarse por completo y ya se está desmoronando, sus cimientos devorados por un incendio eterno, imposible de sofocar.

Música para una banda sonora vital: Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946)

El genial compositor Miklós Rózsa despliega su gran maestría en la partitura de esta gran obra de cine negro dirigida por Robert Siodmak y con guion, aunque atribuido en exclusiva a Anthony Veiller, coescrito nada menos que por Richard Brooks y John Huston a partir del célebre relato corto de Ernest Hemingway, desde el cual inventan todo un entramado de flashbacks para contar la desgraciada y triste historia del «Sueco» (Burt Lancaster) y su fatal atracción por Kitty Collins (Ava Gardner), la novia del gángster en cuya banda encuentra acomodo tras ver arruinada su carrera como boxeador. Una obra maestra del noir a la que la música de Rózsa le va como un guante, uno de esos largos y negros que luce Ava en su primera aparición en encuadre, una de las más impactantes de una actriz en toda la historia del cine, en su primer papel relevante.

Música para una banda sonora vital: Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969)

Jerry Fielding compone la música, de indudable aire mexicano, de esta monumental obra maestra de Sam Peckinpah. La golondrina es tal vez su fragmento más mítico, además del tema de apertura de la película.

Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje, pero que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)»

Mis escenas favoritas: La condesa descalza (The barefoot comtessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954)

Mankiewicz, siempre Mankiewicz. Perfecta conjugación entre el dominio del lenguaje cinematográfico y la riqueza literaria de un guión, el cine de Mankiewicz es siempre un lugar perfecto al que volver. En este caso, la película habla tanto de Hollywood como de su estrella, Ava Gardner, en un papel, el de María Vargas, extraña y premonitoriamente ligado a sí misma. La acompañan, entre otros, Humphrey Bogart y Edmond O’Brien, Óscar por su interpretación. Obra maestra.

Diálogos de celuloide – Grupo salvaje (Wild bunch, Sam Peckinpah, 1969)

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-Dime una cosa, Harrigan. ¿Qué se siente cuando le pagan a uno por estar ahí sentado y contratar a otros para que maten respaldados por la ley? ¿Qué se siente dirigiendo la caza legalizada del hombre?
-Satisfacción.
-Maldito hijo de perra.
-Dispones de treinta días para atrapar a Pike o volver a Yuma. Tú eres mi Judas preferido, querido Thorton. Treinta días para atrapar a Pike o treinta días para volver a Yuma. Aquí los quiero a todos cabeza abajo sobre la montura.
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-Hay mucha gente, Dutch, que no aguanta que se les demuestre que se equivocan.
-Orgullo.
-Y jamás pueden olvidarlo. El orgullo les impide aprender de sus errores.
-¿Y nosotros, Pike? ¿Crees que hemos aprendido algo al equivocarnos hoy?
-Espero que haya sido así.
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-Va a conseguir que nos maten a todos. Voy a librarme de él ahora mismo.
-No te vas a librar de nadie. Seguiremos todos juntos como siempre hemos hecho. Cuando uno se mezcla en un lío de éstos es hasta el final, si no quieres seguir eres peor que un animal y estás acabado ¡Estamos acabados! ¡Todos!
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Eso sí que se me hace difícil de creer.
-No tan difícil. Todos soñamos con volver a ser niños, incluso los peores de nosotros. Tal vez los peores más que nadie.
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-Le han dado. Parece que está gravemente herido.
-¡Maldita sea ese Dick Thorton!
-¿Qué harías tú en su lugar? Ha dado su palabra.
-Le dio su palabra a un ferrocarril.
-¡Es su palabra!
-¡Eso no importa! ¡Lo que importa es a quién se le da!

Wild bunch (Sam Peckinpah, 1969).

 

Diálogos de celuloide – La condesa descalza (The barefoot contessa, Joseph L. Mankiewicz, 1954)

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Montague, si hay algo que conozco es al público medio. Quiere a gente limpia en pantalla para sus hijos. Que el cerebro no te diga que quiere grandes interpretaciones y diálogos. Quiere olvidar sus problemas, ver a gente sana, escapar. No borrachos, maníacos sexuales, divorciados, comunistas, asesinos. Ni hijas de asesinos. Ya tienen bastante en casa.

The barefoot contessa. Joseph Leo Mankiewicz (1954).

Este muerto está muy vivo – Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1950)

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Esta película de Rudolph Maté, brillante director de fotografía reconvertido en director de películas, supone la sublimación de una de las premisas indispensables del cine negro: el destino amenazador que oprime a los protagonistas, la fatalidad ineludible que les conduce a un desenlace trágico, violento, mortal… Basada en una cinta alemana previa, escrita por Billy Wilder y dirigida por Robert Siodmak, en la que el protagonista iba en busca de su propio asesino, Con las horas contadas (D.O.A., 1950) sitúa a Frank Bigelow (Edmond O’Brien) en el trance de investigar su asesinato. Es decir, el protagonista es un inminente cadáver que, antes de que se consume lo inevitable, pretende esclarecer la autoría y las causas de su muerte para que la policía pueda actuar. El título original del filme, Dead on arrival, traducido algo así como «ingresado cadáver» o «muerto al llegar» (que es como se conoce en España el remake ochentero protagonizado por Dennis Quaid), advierte ya suficientemente del punto sobre el que gira la trama.

Circunscrita a los cánones del cine negro, corriente de la que constituye uno de los más estimables exponentes de comienzos de la década de los 50, la intriga sirve para poner de relieve el cuestionamiento de determinados aspectos morales y sociales, reflejados con notable atrevimiento para la época (sobre todo, pero no solo, de índole verbal) y las exigencias censoras, como son cierta relajación en las costumbres de la América urbana, y el exceso de libertinaje. Así, nos encontramos a Frank, lo que en España vendría a ser un notario, que ejerce su profesión en una pequeña ciudad de California. Deseoso de pasar un fin de semana de asueto, arregla una breve estancia en San Francisco para ocuparse en salir de noche, emborracharse, gozar de la música y de las mujeres. Para ello, por lo visto, no es obstáculo la relación que mantiene con su secretaria, Paula (Pamela Britton), que a regañadientes consiente en que vaya (atención al explícito machismo de las conversaciones de ambos, la «facilidad» con que ella acepta los «argumentos» de él para permitirse la escapada, así como la manera en que ella, posteriormente, descarga previamente a Frank de las culpas por aquello que pueda hacer durante su viaje…). Tal vez debido a esta conculcación del primer mandamiento de la vida en pareja en el Hollywood del Código Hays, Bigelow se encuentra en San Francisco con lo que no buscaba: la muerte. Y eso que al principio todo parecía ir sobre ruedas. El hotel donde se hospeda aloja una convención de negocios, empleados de ambos sexos que en las noches se corren unas enormes juergas en las habitaciones y los pasillos del edificio, o deambulan por los locales nocturnos de la ciudad hasta el amanecer. Un grupo convence a Frank para que se una a ellos, pero en el club «The fisherman» («El pescador»), mientras intenta beneficiarse a una moza apetitosa (justo en ese momento, ahí se ve el toque moral de la censura), alguien manipula su bebida. A la mañana siguiente, ya es tarde. Aunque los escrúpulos morales de Frank le impidieron finalmente acudir a la adúltera cita, se siente mal. Los médicos a los que acude le confirman el desastre: envenenamiento por iridio. Conmocionado, logra rehacerse sabedor de que le quedan solamente unas horas de vida, y decide invertir ese tiempo en averiguar lo ocurrido para comunicárselo a las autoridades antes de que sea tarde. Empezando por el club, comienza desenmarañar una tela de araña que guarda relación con una misteriosa llamada que recibió en su oficina cuando ya se había marchado de viaje, y con una escritura que validó meses atrás, en la que una partida de iridio cambiaba sospechosamente de manos…

Maté traslada magníficamente a imágenes el guion de Russell Rouse y Clarence Greene, y construye la película sobre un gran flashback en el que Frank relata lo sucedido a la policía de San Francisco. El interés del director, no obstante, no reside tanto en la presentación de la intrincada y laboriosa investigación de Frank y en el uso del suspense (cosa lógica, teniendo en cuenta que lo primero que hace el filme es anunciar el final), con todos los resortes dramáticos a ello asociados, sino en la evolución del personaje ante la angustiosa situación que le ha tocado vivir (o más bien morir), y en las implicaciones que esto arrastra (en particular, como ejemplo de un suspense no ligado al hecho criminal, la reacción de Paula cuando sepa qué le sucede a Frank). Continuar leyendo «Este muerto está muy vivo – Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1950)»

Diálogos de celuloide – Julio César (Julius Caesar, Joseph L. Mankiewicz, 1953)

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BRUTO: Si hay entre los presentes algún amigo de César, a él le digo que el amor de Bruto por César no era menor que el suyo. Si después ese amigo pregunta por qué Bruto se alzó contra César, he aquí mi respuesta: no se trata de que amara menos a César, sino de que amaba más a Roma. ¿Preferiríais que César viviera y que murieran todos como esclavos, o que César estuviera muerto para que todos vivieran como hombres libres? Como César me amaba, lloro por él; como era afortunado, gozo con ello; como era valiente, le honro, pero porque era ambicioso, le maté. Tengo lágrimas por su amor, dicha por su fortuna, orgullo por su valor y muerte por su ambición.

Julius Caesar (Joseph L. Mankiewicz, 1953).

Cine en fotos – Forajidos

Valga esta fotografía del animal más bello del mundo para la promoción de Forajidos (The killers, Robert Siodmak, 1946), basada en el relato de Hemingway, para invitar a nuestros queridos escalones a la siguiente sesión del II Ciclo Libros Filmados, de nuevo con una obra maestra como plato fuerte.